Cuando la barcaza se acercó, el oficial y sus hombres desfilaron por el centro del puente de Lohman en perfecta formación; una escolta de guardias con librea de color púrpura les despejaba el camino. Las normas de seguridad insistían en que el puente debía estar cerrado al público hasta que pasase la barcaza, pero la gente se había congregado en él.
El oficial se detuvo ante el enorme mecanismo y, a una señal suya, uno de sus hombres izó una sencilla bandera azul. Abajo, en el río, la barcaza real se quedó inmóvil como una gran fiera expectante y fantástica.
—¡A vuestros puestos! —ordenó el oficial.
Los hombres se pusieron en marcha con precisión mecánica mientras se oían algunos vítores irónicos. Tres de ellos se dirigieron a la gran rueda y los otros se ocuparon del entresijo de cuerdas y cables que la rodeaban.
—¡Acción! —gritó el oficial, quien, al igual que sus hombres, vestía unos ropajes pasados de moda, como del siglo pasado.
Los hombres de las cuerdas empezaron a tirar mientras los otros ejercían presión sobre la gran rueda. La multitud de observadores se quedó en silencio. Debía cumplirse con el acto tradicional en el día de la coronación: había que utilizar la antigua maquinaria del puente primitivo.
El problema radicaba en que, a pesar del cuidado y la atención constantes, no había garantía de que funcionase. La coronación del bondadoso rey Glaucopsyche se había retrasado dos semanas, mientras los mecánicos trabajaban a contrarreloj para poner la gran rueda en funcionamiento.
Durante unos momentos pareció que la historia se repetiría. Poco después, con un profundo y desasosegante crujido, la rueda comenzó a girar. La multitud vitoreó e infundió ánimo a los hombres que la empujaban, y el puente vibró y se inició la apertura.
Estalló una memorable aclamación.
En la cubierta de la barcaza apareció una figura blanca y saludó con la mano. Los aplausos se redoblaron y el puente se dividió en dos. Hubo un breve pánico cuando los espectadores se escabulleron de un lado a otro antes de que el abismo se ensanchase, pero por una vez nadie cayó al agua. El puente de Lohman se abrió entre aullidos de delirio y gritos de aprobación.
La barcaza real recuperó su majestuoso avance y pasó por debajo lentamente.
* * *
—¿Has visto eso? —exclamó Comma, emocionado—. ¡Me adoran! ¡Todos me han aclamado y saludado! ¡No podía haber tenido una idea mejor!
—¡Por favor! —siseó Blue entredientes—. ¿No tienes noción, ni la menor noción, de la intimidad? Y no fue idea tuya en absoluto.
—Estás preciosa con ese chisme —dijo Comma, pensativo.
—¿De veras? ¿No crees que me hace parecer demasiado mayor?
* * *
—¿Qué vais a hacer con esa cosa durante la ceremonia? —preguntó el señor Fogarty.
—¿Se refiere a mí? —preguntó Flapwazzle, airado.
—¿Se refiere a Flapwazzle? —preguntó Henry en el mismo tono—. No es una cosa.
—¿Qué vais a hacer con el endriago durante la ceremonia? —rectificó Fogarty encogiéndose de hombros.
—No se va a quedar fuera —respondió Henry.
—No me voy a quedar fuera —confirmó Flapwazzle.
—¿He dicho yo que lo hicieras? Sólo que… —el Guardián volvió a encogerse de hombros— huele un poquitín mal y ya es demasiado tarde para darse un baño.
—¡Vaya! —exclamó Flapwazzle—. Dice la verdad: huelo un poco mal. —El endriago serpenteó por el suelo.
—¿Adonde vas? —preguntó Henry, asustado.
—Soy perfectamente capaz de darme un baño —respondió Flapwazzle.