El laboratorio de Gnoma era un cuarto en forma de cubo, subterráneo, estéril y sin ventanas, que olía a purificador chino; había un horno de alquimista en un rincón, junto a un yunque de herrero, y una selección de alambiques en un armario abierto; en medio de la habitación estaba instalada una camilla de metal de casi dos metros bajo un conjunto de esferas de luz de alta potencia, y a su lado una bandeja de instrumental que convertía en juguetes los utensilios del herticordio real.
El cajón estaba en el suelo, junto a la camilla.
—Supongo que nadie sabe que lo has traído aquí, ¿verdad? —preguntó Gnoma.
—No. Sólo lo ha visto el cochero, pero no sabía qué era. —Estaba tan nervioso que apenas podía quedarse quieto.
—Debo preguntártelo otra vez, Pyrgus Malvae —dijo Gnoma—: ¿Deseas seguir adelante con esta operación? Una vez haya empezado, no se puede interrumpir.
—Acabemos —indicó Pyrgus humedeciéndose los labios.
Gnoma le dirigió una mirada que contenía algo parecido al desprecio.
—¿Se ha aplicado un hechizo flotante al cajón y su contenido? —Pyrgus asintió—. Ábrelo —ordenó Gnoma.
Pyrgus lo miró con furia, aunque no pronunció palabra. Tal vez fuese príncipe heredero y emperador electo, pero se había metido en algo tan prohibido que no podía andarse con ceremonias, de modo que se arrodilló junto al cajón y murmuró una oración silenciosa pidiendo perdón. Dado que la cerradura estaba adaptada al toque de sus dedos, apretó el pulgar con firmeza contra ella, se produjo un sonido metálico, como si estuviera recién engrasado, y los pasadores se levantaron. Pyrgus alzó la vista.
—Ábrelo —repitió Gnoma, ya más calmado. Los ojos del mago resplandecían.
Pyrgus se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento y lo soltó de golpe al tiempo que retiraba la tapa del cajón, que cayó hacia atrás con un estremecedor chirrido de goznes. El cuerpo de su padre yacía sobre un lecho de paja limpia.
El hechizo de éxtasis mantenía la descomposición del cuerpo a raya, de modo que el único olor era el de la carne limpia y fría, pero ni todo el arte del embalsamador había logrado reparar los estragos causados en el rostro de Apatura Iris. Henry había dicho que el arma utilizada para matarlo se llamaba escopeta, la cual, provista de una carga explosiva, lanzaba cientos de contundentes bolas de plomo; pero la habían usado a corta distancia. Lágrimas misericordiosas anegaron los ojos de Pyrgus y emborronaron la imagen.
—Coloca el cuerpo en la mesa de operaciones —indicó Gnoma.
Pyrgus ya se lo esperaba. Con los ojos todavía húmedos se inclinó sobre el cajón. Era la primera vez en muchos años que abrazaba a su padre; el hechizo flotante que se le había aplicado convertía a Apatura Iris en algo liviano como el vilano del cardo. Pyrgus se levantó con el cuerpo en brazos y, aunque temblaba a causa de los sollozos, lo puso con delicadeza sobre la camilla.
—Boca abajo —dijo Gnoma.
—¿Es necesario? —preguntó Pyrgus, cortante. Resultaba impropio de un Emperador Púrpura yacer boca abajo.
—Debemos tener acceso al coxis —respondió Gnoma. Pyrgus le dio la vuelta al cuerpo—. Apártate, por favor. Ya has acabado.
Pyrgus retrocedió. Se mantuvo firme con un gran esfuerzo de voluntad, pero las emociones lo invadían como un torrente. No entendía por qué se había peleado tanto y tan duramente con su padre, pues ahora los desacuerdos parecían insignificantes, incluso tontos. El cuerpo que yacía en la mesa era tan pequeño, inofensivo, vacío… Pero tal vez pudiese arreglar las cosas y hacerlas bien.
Gnoma asió unas grandes tijeras de sastre y las clavó en la espalda de la chaqueta púrpura del emperador.
—¿Qué haces? —exclamó Pyrgus con repentino pánico.
—¡Cállate! —ordenó Gnoma—. Tú quisiste que hiciera esto. ¡Pues déjame hacerlo!
El mago rasgó el tejido como si fuera una telaraña y la espalda del emperador quedó a la vista. Pyrgus contempló los tatuajes de mariposas, iguales a los suyos.
Gnoma buscó un escalpelo.
—¿Qué vas a hacer? —susurró Pyrgus.
—Sacar el coxis —respondió Gnoma, y hundió el instrumento.
* * *
Se trataba de un huesecillo del tamaño de un pulgar con forma de vértebra, pero sin las típicas protuberancias. Cuando Gnoma lo limpió, quedó de un blanco resplandeciente.
—¿Es eso? —preguntó Pyrgus, maravillado.
Gnoma sostuvo el hueso entre el índice y el pulgar con ojos centelleantes.
—Fíjate —dijo.
Dio un par de pasos y puso el hueso con cuidado sobre el yunque. Luego abrió un cajón del fondo del armario de alambiques y sacó un martillo de mango corto. En la cabeza metálica de la herramienta se retorcían energías serpentinas. Miró a Pyrgus y descargó el martillo con insólita violencia. Resonó como un trueno y de la cabeza del martillo salieron relámpagos atrapados.
—¡No…! —gritó Pyrgus.
El yunque se rompió en pedazos bajo el impacto del golpe. Entonces Gnoma tiró el martillo a un lado y buscó algo entre los restos; cuando lo halló, alzó el hueso, aún de una pieza, intacto.
—El coxis es indestructible —explicó. Pyrgus se adelantó para examinar el hueso: no tenía ni un arañazo—. Es el hueso utilizado por la divinidad para resucitar al hombre en el día postrero —susurró Gnoma, y Pyrgus cerró los ojos—. Es el hueso que usaremos para resucitar a tu padre.
* * *
Pyrgus oyó unos pasos distantes y se puso a temblar de miedo.
A falta de una silla se encaramó sobre un viejo baúl de mimbre. Se hallaba en una habitación atestada de polvorientos objetos para representaciones teatrales: muñecas de tamaño natural se desplomaban como cadáveres sonrientes; varios armarios exhibían llamas toscamente pintadas; inexpresivas máscaras decorativas lo vigilaban desde las paredes… La habitación se encontraba al nivel de la calle, pues Gnoma había dicho que resultaba peligroso recibir a la muerte en el subterráneo.
Los pasos llegaron a la escalera y se detuvieron un momento. Por un segundo Pyrgus sintió cierto alivio, pero entonces la madera crujió como si alguien (¿o algo?), subiera los escalones.
¿Quién o qué se acercaba?
La vivienda de Gnoma era decepcionante. Al igual que el sótano y el laboratorio subterráneo, la planta baja de la casa consistía en un laberinto de pasillos y habitaciones sospechosamente cerradas con llave. Y el almacén teatral en que se hallaba olía a mugre y se desdibujaba tras la cortina de lágrimas que no abandonaba los ojos de Pyrgus.
¿Qué había hecho?
Faltaban menos de dos semanas para la coronación y después de la ceremonia no habría vuelta atrás. Nadie sabía cómo se sentía: ni Henry, ni Fogarty, ni siquiera Blue. Todos esperaban que cumpliese con su deber; todo el mundo suponía que deseaba ser emperador, pero nadie conocía el miedo que sentía.
Aunque ese miedo no era nada comparado con el terror que lo dominaba en ese momento.
¿Qué había hecho?
No podía convertirse en emperador; no tenía ni el más mínimo talento para esa misión. Creían que por ser hijo de Apatura Iris estaba dotado para seguir sus pasos. Pero Pyrgus y su padre habían discutido por todo. Por todo.
El problema era que odiaba la política. Odiaba la mentira y el fraude, la hipocresía y la corrupción, y sabía muy bien que era imposible sobrevivir en los altos cargos sin esas características. Incluso su padre, un hombre honorable, se había visto forzado a realizar actos cuestionables de vez en cuando. Pyrgus sabía que él no podría: intentaría ser fiel a sus principios y arruinaría al reino. ¿Cómo iba a seguir los pasos de su padre?
Los pasos de su padre se acercaban.
Qué curioso. Creía que Gnoma podía resucitar a los muertos, por eso estaba allí y había sometido el cuerpo de su padre a… a… Pero al mismo tiempo en el fondo no lo creía. Los muertos estaban muertos. No había regreso. Cuando desapareciese el hechizo de éxtasis, el cuerpo del Emperador Púrpura se convertiría en polvo enseguida. No había forma de escapar ni encantamiento capaz de…
Aun así creía en Gnoma. Y algo se aproximaba.
Los pasos habían llegado a lo alto de la escalera y se habían detenido en el pasillo. Tal vez fuese el mismo Gnoma, dispuesto a reconocer el fracaso. El hombre sería todo excusas y daría variadas razones para quedarse con el dinero.
¿Por qué caminaba tan despacio? El ritmo era como el de una sombría procesión. Un paso… otro paso… otro… Sin paradas, flaquezas o tropezones, sólo terriblemente lentos.
Pyrgus se imaginaba la figura en el pasillo; en su fuero interno sabía que no era Gnoma.
¿Qué había hecho?
Una silueta oscura apareció en la puerta y Apatura Iris entró en la habitación.
* * *
Apatura, en otro tiempo jefe de la Casa de Iris, anterior Emperador Púrpura del reino de los elfos y supremo representante de la Iglesia de la Luz, padre de Pyrgus Malvae, no había sido precisamente guapo (sus rasgos no eran lo bastante delicados), pero sí un hombre atractivo de gran carisma y encanto y de porte elegante y airoso.
Sin embargo, en ese momento parecía un monstruo, puesto que al extraerle el coxis, la columna se le torció. No era de extrañar, pues, que caminase tan despacio; apenas conseguía mantenerse derecho y parecía dominado por un dolor sobrenatural. Pero la verdadera monstruosidad se reflejaba en su rostro porque, al regresar a la vida, la cera utilizada por los amortajadores para reconstruirle los rasgos se le desprendió y casi toda la cabeza quedó convertida en una sangrienta herida abierta; un ojo permanecía intacto y brillaba misteriosamente entre la masa de carne desgarrada; la majestuosa nariz había desaparecido y la boca era poco más que un corte profundo.
—Padre —susurró Pyrgus. Pero aquella criatura ya no era su padre, sino un caparazón con vida, guiado por oscuros poderes.
Se acercó a él y le dio la impresión de que percibía el hedor de la carne putrefacta. Estiró una mano con los dedos crispados.
—¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
—Matarme —dijo Apatura Iris.