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Pyrgus dio esquinazo a sus guardaespaldas reales entre Cheapside y Northgate y se metió en la ingente maraña de callejuelas que llevaban a Pushorn; mantenía una mano aferrada a su recién adquirido cuchillo halek. Pushorn era uno de los peores distritos de la ciudad y, aunque al príncipe nunca le había preocupado mucho su propia seguridad, sería una lata perder la bolsa de dinero en ese lugar; tenía la impresión de que necesitaría hasta la más insignificante moneda del oro que portaba.

Cuando el prolongado crepúsculo se fundió con la oscuridad, se encendieron las antorchas en Pushorn, donde no había esferas de luz en las calles. El ayuntamiento lo achacaba a la pobreza, pero lo cierto era que dichas esferas no duraban mucho, ni siquiera con protecciones mágicas. Los habitantes de ese distrito se componían de una adecuada mezcla de elfos de la noche, la escoria de los de la luz, trinios de color violeta, glaistigs a medio civilizar, endriagos semisalvajes y algunos magos halek adictos que encontraban la música simbala más barata allí que en los salones autorizados de Northgate. Todos ellos preferían ocultarse en las sombras a que las autoridades examinasen sus actividades.

El olor resultaba especial: una mezcla de sudor y pecblenda. Pyrgus arrugó la nariz mientras se abría paso entre la multitud que salía de la oscuridad en busca de diversiones ilegales.

—¿A quién crees que estás empujando? —gruñó un matón con un jubón de cuero agrietado.

—Lo siento —murmuró Pyrgus, y se apresuró. Mantuvo la cabeza baja y de momento nadie lo reconoció. Un mínimo hechizo de ilusión óptica le había desfigurado los rasgos y cambiado el color del cabello.

Había memorizado direcciones, pero las estrechas calles se entrecruzaban y no se atrevía a preguntar el camino, así que tardó casi una hora en encontrar el callejón Gruslut. Mientras en el resto de Pushorn reinaba una luz tenue, en Gruslut la única iluminación que había era la que se filtraba a través de las rendijas de las contraventanas. Pyrgus se detuvo para que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra y al cabo de un rato ya veía razonablemente bien.

Pero lo que vio no lo animó mucho. Como en gran parte del distrito, las casas eran edificios de tres o cuatro pisos que habían conocido días mejores; en la actualidad mostraban el yeso agrietado y la pintura desconchada. Parecía que algunas tenían cimientos movedizos, pues sus paredes se abombaban de forma alarmante como si amenazasen con caer a la calle. Pyrgus aún no estaba del todo seguro de que fuera el lugar correcto porque parte del letrero con el nombre se había podrido y faltaban las tres primeras letras, pero a pesar de todo entró en el callejón.

Gruslut tenía fama de calle en la que se podían comprar ciertos productos y servicios, aunque no había tiendas. En algunas puertas de madera había placas discretas, pero ninguna indicación que diese una pista sobre lo que se ofrecía. Casi había perdido la esperanza cuando encontró la puerta azul que buscaba.

Pyrgus se humedeció los labios con nerviosismo. Cuando sujetó la aldaba se dio cuenta de que estaba a punto de hacer algo no sólo ilegal, sino tremendamente peligroso. Pero daba igual; tenía que hacerlo. A pesar de la valiente fachada que había exhibido ante Blue y los demás, sabía que nunca se convertiría en emperador. No estaba preparado y no deseaba tal responsabilidad. Jamás la había querido y por eso se peleaba tanto con su padre cuando vivía, quien insistía en que debía comportarse como un emperador «a la espera», mientras que él deseaba hacer una vida corriente. Pyrgus llamó y esperó.

Nada. Iba a llamar de nuevo cuando oyó las pisadas; alguien se acercaba con paso deliberadamente lento. Pyrgus retiró la mano y esperó con el corazón acelerado. La puerta se abrió un poco y un par de resplandecientes ojos negros lo observaron desde la penumbra.

Pyrgus tragó saliva.

—¿Eres…? —preguntó—. ¿Eres… Pheosia Gnoma?

La voz que respondió fue como el rumor de las hojas muertas.

—Entrad, majestad —dijo—. Os esperábamos.

La puerta azul se abría a un estrecho pasillo que daba paso a un tramo de desvencijados escalones de madera que descendían. Pyrgus siguió a la encorvada figura hasta un sótano mal iluminado que olía a polvo y moho. Tampoco allí había esferas de luz, sino velas de junco y una humeante lámpara manchada por las moscas; libros de misteriosa sabiduría se alineaban a lo largo de una pared; un armario abierto exhibía una colección de cráneos y en un rincón había un equipo de alquimista sobre un banco. Además, Pyrgus se fijó en un kangling tibetano tallado en un fémur humano.

—¿Sabes quién soy? —preguntó.

—Pues claro, majestad. Vuestro hechizo de ilusión óptica ha desaparecido.

Resultaba imposible calcular la edad de Gnoma, quien tenía los párpados y las pupilas de gato típicos de los elfos de la noche; llevaba la cabeza completamente afeitada y parecía que se había afilado los dos incisivos frontales, lo cual daba a su rostro una extraña expresión de vampiro. El hombrecillo vestía un raído hábito de monje de color marrón que le quedaba un poco pequeño.

—¿Quién más está aquí? —preguntó Pyrgus.

—Nadie, majestad. —La voz suave pero seca apenas era un murmullo.

—Has dicho: «Os esperábamos». ¿A quiénes te referías?

—A mis asistentes espirituales —respondió Gnoma.

* * *

Gnoma no era como Pyrgus esperaba. El hombre tenía una expresión hambrienta que resultaba muy inquietante y no apartaba los ojos de la cara del príncipe, que procuró ocultar su nerviosismo. Era mejor ir al grano y salir de allí.

—Pheosia Gnoma —dijo Pyrgus—, quiero que arranques a mi padre de la muerte.

Se sentaron cara a cara ante una ligera mesa de madera. Gnoma puso una copita frente a él y la llenó con un líquido azul de una botella con cuello de cisne. Pyrgus lo contempló, inseguro.

Gnoma sonrió y mostró sus extraños dientes de serpiente.

—Vino de libatrix, un sencillo tinte herbal que prolonga la vida y aclara la mente. —Sacó una segunda copa, la llenó y la bebió de un trago—. ¿Ves? Completamente inofensivo. No me interesa envenenar a mis clientes.

Pyrgus lo observó y tomó un sorbo. El líquido era fresco, fuerte y ligeramente dulce.

Gnoma puso las manos, con las palmas hacia abajo, sobre la mesa.

—Tal vez resulte difícil resucitar a tu padre.

—Te pagaré lo que quieras.

—No es cuestión de dinero —respondió Gnoma, y esbozó una fría sonrisa.

Pyrgus no lo creyó. Con los elfos de la noche siempre era cuestión de dinero.

—Pero ¿puedes resucitarlo?

—¡Oh sí! —afirmó Gnoma. Le había destilado una gota de mucosidad hasta la punta de la nariz y la sorbió para librarse de ella—. Hay métodos. Pero por desgracia…

—¿Qué? —siseó Pyrgus—. ¿Por desgracia qué?

El silencio se prolongó de forma interminable hasta que al fin Gnoma dijo:

—El método más fiable no es legal.

—¡Soy el emperador! —exclamó Pyrgus, tajante—. ¡Yo digo lo que es legal!

—Eres el emperador electo —precisó Gnoma—, pero te haré caso. Sin embargo, debo advertirte que el método que tengo en mente resulta contrario a las leyes espirituales, que se escapan a tu poder.

Pyrgus apartó la silla con tanta prisa que la volcó.

—¡Debo hablar con mi padre! —gritó—. ¡Como emperador electo te ordeno que lo resucites!

Gnoma permaneció sentado, miró a Pyrgus y volvió a sonreír.

—Entonces, tráeme el cadáver de tu padre —pidió.