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—¡No me mientas! —gritó Blue—. ¡He estado toda la noche levantada, he hablado con el bestia de Chalkhill y ya no aguanto más!

Parecía que Pyrgus estaba mejor. Tenía un brazo vendado y otros vendajes le rodeaban el pecho y el estómago debajo de la camisa, pero tenía buen color, a excepción de las oscuras ojeras. Quizá tampoco él había dormido mucho.

—Blue, yo… —dijo Pyrgus—. Escucha, todo fue muy confuso. No creo que ninguno de nosotros llegue a saber nunca lo que realmente…

—Comma ha inventado historias sobre ti —repuso Blue—. No le creo, pero tampoco te creo a ti. ¡Sólo quiero saber la verdad!

—¿Qué ha dicho Comma? —quiso saber Pyrgus con acritud.

—Que tú le cortaste… le cortaste… —No pudo acabar. De repente se sintió tan cansada que apenas se tenía en pie.

Pyrgus se apartó de ella.

—¿Y lo has creído?

—No, claro que no. Pero he hablado con Chalkhill y me ha mentido. Sé que me ha mentido, pero no sé por qué.

—Porque yo le dije que le concedería la libertad si lo hacía —respondió él con dulzura.

—¿Le dijiste eso? Y ¿por qué quieres concederle la libertad?

—O lo sobornaba o lo mataba, y ya no aguanto más muertes.

—No te entiendo, Pyrgus —dijo Blue mirándolo boquiabierta—. No entiendo nada.

—No fue Hairstreak el que resucitó a nuestro padre. Fui yo.

Blue miró a su hermano con atónita incredulidad. Se habían retirado al invernadero, donde su padre cuidaba de las orquídeas, cuyo aroma reinaba en la estancia. El refuerzo de los hechizos convertía ese lugar en uno de los más íntimos del Palacio Púrpura.

—¿Qué hiciste? —preguntó Blue, asombrada.

Pyrgus tenía aspecto de enfermo.

—Temía convertirme en emperador —respondió.

—¿Temías?

—Ya sabes lo inútil que soy para esas cosas: política, negociaciones, diplomacia; incluso sería un inútil al frente del ejército. El reino se desmembraría conmigo como Emperador Púrpura. Peor aún, caería en manos de los elfos de la noche; habría guerras, caos y…

—¿Así que tú resucitaste a nuestro padre? —preguntó Blue, incrédula.

Pyrgus asintió con gesto abatido.

—No sabía qué hacer.

—¿Tienes idea de que es ilegal, terrible, de que… está prohibido?

Pyrgus volvió a asentir. Estaba sentado en un banco, encorvado, y parecía que iba a vomitar.

—¿Cómo pudiste hacerlo? —preguntó Blue—. ¿Cómo fuiste capaz? —Entonces un pensamiento le cruzó la mente y añadió—: ¿Cómo lo hiciste?

—Acudí a un nigromante —murmuró Pyrgus.

—¿Un elfo de la noche? ¡Tuvo que ser un elfo de la noche! Ningún elfo de la luz tocaría la magia negra relacionada con la muerte.

—Sí.

—¿Es que no tienes sentido común? —replicó Blue. Pyrgus estaba desesperado; en cualquier otra circunstancia Blue lo habría consolado, pero en ese momento la dominaba una sensación de pánico que le desató la lengua—. ¿Acaso no conocías a ningún nigromante capaz de controlar a la persona resucitada? Eso fue lo que salió mal. Tenía que salir mal. ¡Sabías que saldría mal!

Pyrgus negó con la cabeza, impotente.

La furia había arrastrado a Blue hasta ese punto, pero se le estaba desvelando la enormidad de lo que había hecho Pyrgus. Ella nunca había estudiado la magia en profundidad, pero sabía lo suficiente para darse cuenta de que la nigromancia (brujería relacionada con la muerte) era una práctica diez veces peor que las técnicas de demonología que los elfos de la noche solían utilizar.

—Será mejor que me lo cuentes todo —dijo.

Pyrgus respiró a fondo y así lo hizo.