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Brimstone fue presa del pavor; no se había tomado la molestia de dibujar un círculo y había un terrorífico montón de demonios que controlar. Alzó una mano y dibujó una serie de sigilas de órdenes con el dedo, que tendrían que haber aparecido en el aire, bordeadas de llamas, pero no pasó nada. Volvió a intentarlo. Nada. Maldiciendo en voz baja, se acordó de que la magia no funcionaba igual en el Mundo Análogo: ¡había que exponer todas las visualizaciones!

Mientras tanto, los demonios se habían diseminado por la iglesia, saltaban entre los bancos y trepaban por las paredes; uno de ellos aporreaba con todas sus fuerzas la estatua de un santo. Brimstone sacó un trozo de pergamino de su bolsa y se mordió salvajemente la punta del pulgar derecho. Cuando brotó sangre, dibujó con torpeza las siglas sobre el papel:

ح ص ى س ع

—¡Dadle a este pergamino el poder de integrar los signos que he hecho sobre él! —exclamó con los labios apretados, pues el dedo mordido le dolía increíblemente—. Los he escrito con mi sangre para que se revistan del poder que deseo. —Honorio el Grande era muy pesadito—. Y haced de forma que también rechace la maldad de los demonios para que se asusten al ver estas inscripciones y tiemblen cuando las contemplen. —Con eso debía bastar. Brimstone agitó el pergamino con la parte escrita de cara a los demonios que se aproximaban—. ¿Lo veis? —gritó—. ¡Ahora comportaos y formad filas ordenadas! —Los demonios no le hicieron caso. Varios corretearon por la ventana rota de la pared de detrás del altar y desaparecieron por ella hacia el mundo exterior—. ¡Volved! —ordenó.

Se hallaban a un tiro de piedra de Nueva York y los demonios recorrerían la distancia en un abrir y cerrar de ojos. Habría motines si aparecían en Times Square. Brimstone agitó el papel otra vez y gritó:

—Si no os comportáis, meteré el pergamino en…

Súbitamente, los demonios dejaron de deambular, se congregaron a un lado del altar y los que se habían encaramado a las paredes bajaron, obedientes.

—Buenos chicos —dijo Brimstone antes de darse cuenta de que aquello no tenía nada que ver con sus sigilas: una enorme figura con cuernos había emergido con torpeza del portal.

—Podrías haberlo hecho más grande —gruñó Beleth—. Ya sabes que he establecido una conexión especial desde el reino de los elfos.

El príncipe de los demonios parecía más animado que la última vez que Brimstone lo había visto: el cuerno roto le había vuelto a crecer y la piel mostraba un matiz rojizo que le daba el aspecto de tener un fuego interior; al parecer, también le habían salido garras, ¿o las había tenido siempre? No podía ser; Brimstone se habría dado cuenta antes.

—Honorio no sabía nada de redimensionamiento —explicó el hombre—. Y si lo sabía, no lo puso en su grimorio. —Contempló a Beleth con cautela, más consciente que nunca de que no había dibujado un círculo de protección, pero el príncipe de los demonios se limitó a desperezarse con fruición.

—No importa —dijo Beleth—. Has hecho un portal que funciona y eso es lo esencial.

—Entonces, ¿estamos en paz? —se apresuró a preguntar Brimstone—. ¿Puedo irme?

No le gustaba reconocerlo, pero siempre se sentía un poco incómodo en el Mundo Análogo, cuya magia básica no funcionaba en parte como debía y donde vivía un montón de gente loca. No tenía ni idea de por qué Beleth quería que el portal desembocase en esa iglesia, pero ahora que los demonios pululaban por ahí, no deseaba otra cosa que alejarse de ellos fuera el que fuese el daño que pretendían hacer en Nueva York.

—¿En paz? —repitió Beleth, cuya voz resonó en la iglesia, y añadió sonriendo—: No del todo, Brimstone. No del todo.