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«¡Dile que no!», gritó el wyrm, desesperado.

Chalkhill, que no necesitaba que lo azuzaran, ya estaba chillando.

—¡No, no lo haré! Ahora no. Jamás. Dejadme en paz. Apartad vuestras asquerosas manos de mí. ¡No quiero, absoluta y definitivamente no! No podéis hacerme esto.

Hairstreak lo observaba con gesto divertido.

—La verdad es que sí —dijo, e hizo una indicación con la cabeza a dos guardias de uniforme negro que se acercaron a Chalkhill y lo sujetaron por los brazos.

«¡Defiéndete! Te ayudaré. ¡Dales un cabezazo en la cara!».

«¿Quieres callarte? —siseó Chalkhill mentalmente—. No saldremos de ésta si no me dejas pensar».

En cuanto el wyrm se calló, Chalkhill repasó sus posibilidades y comprobó que no tenía ninguna. Podía ir como un cordero al sacrificio y sufrir la operación letal o luchar con uñas y dientes hasta que lo llevasen a rastras para practicársela. De cualquier manera, tendría que someterse a ella.

—No sé por qué montas tanto lío —comentó Hairstreak—. Es un trámite sin importancia.

—¡Que me matará! —repuso Chalkhill. Seguía dándole un miedo horrible Hairstreak, pero pasaba de ser amable con él.

—¿Quién diablos te ha dicho eso?

Chalkhill se lo quedó mirando; Cyril era el único que le había asegurado que la operación era letal y no había demostrado ser muy veraz en el pasado.

«No creo que pueda convencerte…».

«¡Cállate!», gruñó Chalkhill.

Si lo pensaba bien, no tenía mucho sentido que Hairstreak lo matase, pues le había prestado muchos servicios en otras ocasiones. Por lo tanto, tal vez la operación no fuese peligrosa. Quizá…

—¡Oh, muy bien, lord Hairstreak! —dijo Chalkhill con decisión—. Estaré encantado de someterme al trasplante si sirve de algo. —Dio un tirón para librarse de las manos de los guardias y caminó con paso rápido hacia la puerta abierta.

«¡Noooo!», gimió Cyril en la mente de Chalkhill.

Resultaba irritante, pero la teatral salida se vio estropeada por el hecho de que Chalkhill no sabía a dónde iba. Se detuvo en la puerta y esperó hasta que los matones de Hairstreak lo alcanzaron.

—¡Adelante, mis valientes! —ordenó Chalkhill en tono grandilocuente.

Los guardias miraron a Hairstreak, que asintió ligeramente y fue a reunirse con ellos.

—Me alegro de que hayas entrado en razón, Jasper —dijo con amabilidad—. Pero te aseguro que es del todo segura.

Para sorpresa de Chalkhill, Cyril no soltó ni un quejido.

* * *

Se hallaban en una zona de la mansión de Hairstreak que Chalkhill no había pisado antes, aunque había oído rumores sobre ella. Pasaron por unas criptas siniestras y descendieron por una amplia escalera de piedra hasta lo que parecía una enorme caverna natural. Chalkhill se fijó enseguida en el laberinto de obsidiana, pero se apresuró a desviar la mirada y fingió que no lo había visto. La gente que conocía los secretos más perversos de Hairstreak tenía la costumbre de desaparecer para siempre. Miró a su alrededor con gesto exagerado procurando localizar el teatro de operaciones.

Se le ocurrió una idea horrible: tal vez toda la cháchara sobre la operación no tenía otra finalidad que llevarlo hasta allí y a lo mejor lo lanzaban al laberinto para que se enfrentase a…

«¡Así es! —exclamó Cyril de pronto—. ¡Eso es lo que planea! Tenemos que salir de aquí. ¡Dale un rodillazo en el estómago! Pégale con…».

Pero no podía ser cierto. Si Hairstreak quería que bajase a la caverna, se habría limitado a ordenárselo o hacer que lo arrastrasen los guardias. No había necesidad de un engaño complicado.

—Encima de tu cabeza —indicó Hairstreak.

—¿Cómo?

—Estás buscando el teatro de operaciones, ¿no? Pues lo tienes encima de tu cabeza.

Chalkhill miró hacia arriba.