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Brimstone encontró la estrecha escalera entre una tienda budista de recuerdos y un minúsculo establecimiento especializado en la venta de huevos en escabeche. El asiático instalado en el primer descansillo estaba sentado en una silla de madera leyendo el National Inquirer, y como llevaba la chaqueta desabrochada dejaba al descubierto la pistolera que le colgaba del hombro.

El individuo reconoció a Brimstone enseguida.

—¿Ho? —preguntó.

—¿Qué tal? —repuso Brimstone utilizando uno de esas expresiones tan coloquiales que había aprendido durante una visita anterior al Harlem hispano. Allí nadie sabía de dónde procedía y prefería que siguiese siendo así.

El asiático señaló con el pulgar el siguiente tramo de escalones y volvió a centrarse en el National Inquirer.

Dos encantadoras jovencitas lo condujeron a las oficinas del señor Ho en el primer piso, mientras se tapaban la boca con la mano para reírse. El señor Ho, sentado en un agrietado sillón de cuero, fumaba algo resinoso en una larga pipa de barro. Tenía los párpados arrugados característicos de un elfo de la noche, pero en cambio las pupilas no eran alargadas. Se sacó la pipa de la boca y le dedicó a Brimstone una benévola sonrisa.

—Señor Brimstone —reconoció.

—Señor Ho —repuso Brimstone asintiendo. Echó un vistazo a la habitación y se alegró al ver que los estantes del señor Ho estaban bien provistos de libros y suministros.

—Disculpe que no me levante como deferencia a su avanzada ancianidad —dijo Ho, y volvió a sonreír con benevolencia—. Me veo incapaz de reverenciarlo debido a una fuerte embriaguez.

—No tiene importancia, señor Ho.

—¿Té, señor Brimstone? ¿O una pipa?

—Nada, gracias, señor Ho. ¿Me permite que me interese por la salud de sus nietas?

El señor Ho siguió sonriendo, encantado.

—Tengo el placer de decirle que es excelente. Observo por el anillo de su dedo que se ha casado recientemente, señor Brimstone. ¿Puedo preguntar, por mi parte, por la salud de su ilustre nueva esposa?

—Ha muerto —respondió Brimstone.

—¡Ah! ¿Y su herencia?

—Sustancial.

Ho dio otra calada a la pipa.

—Entonces, ¿desea suministros, señor Brimstone? ¿Algunos artículos en los que gastar su sustancial y fortuita herencia?

—Un grimorio, señor Ho.

—¿El Lemegeton, señor Brimstone? —preguntó Ho, abriendo un poco los ojos de asombro—. ¿O la Clavícula completa? ¿O tal vez el Grimorio Verum? ¿O debo decirles a mis damas que le busquen El libro de las maravillas del mundo?

Los dos se rieron con ganas porque ese libro era un volumen de magia blanca.

—No, no, señor Ho. Necesito el Grimorio de Honorio el Grande.

El señor Ho dejó de reír al momento.

—¿Habla en serio, señor Brimstone?

—Totalmente, señor Ho.

—No lo tengo.

—Pero ¿puede conseguirlo?

—El coste sería astronómico —declaró Ho sin rodeos.

—Tengo la American Express platinum.

Los ojos de Ho se ensancharon de nuevo.

—¿Me deja verla, señor Brimstone? —Y Ho volvió a abrir los ojos, más asombrado todavía.

Brimstone buscó en su bolsa y sacó la tarjeta que le había dado Beleth. Ho la tomó, examinó la banda magnética del dorso y la mordió con cuidado.

—Parece que es buena, señor Brimstone.

—Entonces, ¿puede conseguir el libro?

—Una hora, señor Brimstone. —Ho levantó un dedo—. Déme una hora.