66

Henry ascendió poco a poco desde las cálidas y oscuras profundidades. El pecho ya no le dolía tanto, aunque lo sentía tenso y le costaba respirar. Primero vio luz, luego sombras, pero no enfocaba bien, así que no supo a quién pertenecían.

—Creo que vuelve a abrir los ojos.

—¿Estás seguro?

—No. Me parecía que lo había visto…

—Tomadle el pulso otra vez, príncipe Pyrgus.

¡Pyrgus estaba ahí! Estupendo. Pyrgus estaba ahí. Henry intentó decir: «Hola, Pyrgus», pero no logró tomar aliento suficiente para pronunciar las palabras. Sintió un roce en el cuello, como si le tocara un ala de mariposa.

—No… nada. —Era la voz de Pyrgus, aunque no sonaba como su voz porque todo retumbaba y hacía eco.

—¿Ha dado resultado la aplicación de la seda?

—Se ha efectuado la fusión, Serenidad, pero eso no implica necesariamente…

¿Serenidad? ¿Significaba que Blue estaba allí? Henry hizo un esfuerzo sobrehumano y abrió los ojos. La luz lo cegó.

—Le estamos poniendo los guantes. Tiene las manos mucho peor que el pecho. Seguro que intentó protegerse.

—La fusión es automática, una propiedad de la seda. Pero no quiere decir que se produzca la curación.

—Ésta es una propiedad del cuerpo.

—Aunque las fusiones de la seda producen curaciones en determinadas circunstancias.

—Siempre que el cuerpo sea capaz de soportarlo.

—Si el cuerpo lo aguanta, la curación suele ser bastante rápida.

No era Blue. Había una mujer inclinada sobre él, pero no se trataba de Blue. Henry se imaginó que estaba enfermo: no veía bien, ni oía, ni respiraba y sentía la piel tirante y unos dolores desgarradores en las manos y el pecho. Algo iba mal. ¿Tendría gripe?

Vio a Pyrgus al lado de la mujer e intentó sonreírle, pero la cara no lo obedeció.

—Tiene los ojos abiertos, alteza —susurró una suave voz femenina.

Era cierto; tenía los ojos abiertos. Las cosas comenzaban a tomar forma.

Pyrgus alargó la mano para tocarle el cuello.

—Henry —llamó—, ¿me oyes?

«Te oigo, Pyrgus —pensó Henry—. Pero no puedo decírtelo».

—Noto el pulso —informó Pyrgus—. Bastante fuerte.

—El olor a canela significa…

Alguien empujó a Pyrgus y a la mujer que estaba a su lado y se inclinó sobre Henry, que seguía viendo borroso. Era Blue. Sin duda era ella.

—¡Oh, Henry! —exclamó Blue, y lo besó en la boca.

El dolor era horrible y no podía moverse, pero el chico se encontró mejor instantáneamente.

Henry consiguió ponerse de pie. Veía con mayor claridad e incluso se acordaba, más o menos, de lo que había ocurrido, aunque no tenía mucho sentido. Pensó que tal vez había recibido el impacto de un rayo: una enorme bola de fuego corría hacia él antes de perder el conocimiento. Pero si había sido un rayo, había sobrevivido.

Sorprendentemente, el pecho dejó de dolerle; notaba menos tirantez y respiraba con normalidad. Se acordó de que las amas de la seda habían intentado ayudarlo, pero Blue también estaba ahí, y Pyrgus. Le habría gustado saber qué sucedía.

Le sonrió a Blue, que acababa de besarlo. (¡Lo había besado!).

—¡Hola, Blue!

—¡Hola, Henry! —replicó Blue.

—¡Hola, Henry! —se sumó Pyrgus.

A la derecha de Pyrgus había una chica muy guapa con uniforme negro y otras dos personas, también vestidas de negro, detrás de ella. Del mismo modo Pyrgus y Blue llevaban trajes del mismo color. Todos portaban armas y tenían la expresión nerviosa y alerta que se apreciaba en la televisión cuando ofrecían reportajes sobre soldados en zonas de ocupación.

Henry respiró a fondo. Ya no se sentía a punto de caer a cada momento ni temblaba y notaba un agradable calor en el pecho que parecía darle energía.

—¡Hola, Pyrgus! —dijo—. ¿Qué pasa?

—Príncipe Pyrgus, el tiempo apremia. Tenemos que seguir —urgió la chica que estaba junto al emperador electo.

—¡Henry viene con nosotros! —exclamó Blue con furia.

—Ésta es Nymphalis —anunció Pyrgus, y señaló a la chica de negro.

—Si puede. Claro que él… —dijo Nymphalis.

—Henry viene, pueda o no pueda —repuso Blue.

Henry creía que podía; notaba calor en todo el cuerpo y estaba experimentando un apreciable aporte de energía. Extendió la mano y dijo:

—Encantado de conocerte, Nymphalis.

—Tenemos que encontrar a mi padre —anunció Pyrgus—. Te lo explicaré de camino. —Miró a Nymphalis—. ¡Claro que Henry viene!

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Nymphalis a Henry, preocupada.

Pero el chico se había quedado de piedra, totalmente atónito: ¡tenía las manos multicolores!