Era maravilloso volver a la ciudad.
Aunque en realidad había estado muy poco tiempo en el campo, a Brimstone le resultaba demasiado solitario, demasiado silencioso por las noches. Saludó alegremente a los guardias de la Puerta del Tullido y tras caminar unos pasos se dio cuenta de que eran elfos de la noche. ¡Vaya, vaya! Black Hairstreak actuaba con rapidez. Hacía cinco siglos que los elfos de la noche no vigilaban las puertas de la ciudad.
Se detuvo y respiró hondo. Siempre le había gustado el olor de la ciudad: una mezcla de sudor y ropa sucia con el exquisito contrapunto de las alcantarillas. Trescientas veintidós mil setecientas almas se apiñaban en un encantador laberinto de callejones y barrios; no había nada igual en el mundo entero.
Un desfile de danzarines serpenteaba haciendo cabriolas y Brimstone se detuvo para admirar a los malabaristas. Con una punzada de placer comprobó que se trataba de una celebración de los partidarios de la noche. Ese tipo de desfiles no solía desarrollarse fuera de los distritos de los elfos de la noche. Era extraordinario ver cómo habían cambiado las cosas.
La maraña de callejones del Refugio del Marinero lo condujo hasta el río; paseó lentamente por el camino de sirga examinando todas las escaleras de madera que bajaban hasta el agua y por fin encontró una de ellas en cuyo extremo estaba sujeta una barca de alquiler. El remero era un rufián sin afeitar, pero Brimstone llevaba su manto de demonólogo con la insignia en forma de cuerno y suponía que no tendría dificultades.
—Veintisiete monedas de cuatro peniques —dijo el hombre a modo de prueba, pero empujó la nave sin quejarse cuando Brimstone le dio seis.
El río siempre había sido el camino más fácil para rodear la ciudad. Brimstone se acomodó en la proa y observó, satisfecho, cómo las hileras de almacenes dejaban paso a edificios de oficinas y, a continuación, a imponentes casas residenciales. Se sentía… ¿Cómo se sentía? Bien, muy bien. Había hecho la paz (¡y un nuevo trato!), con Beleth. Pyrgus ya no aspiraría más al trono, puesto que Hairstreak lo había desbancado y los elfos de la noche mandaban. La vida era dulce. Y el futuro, en otro tiempo reducido al asqueroso alojamiento de la viuda Mormo, revelaba vistas panorámicas.
—Pocos cambios últimamente —comentó con aire de suficiencia.
El remero parecía uno de los pocos productos del cruce de los elfos de la luz con los de la noche. Pero incluso así, su ocupación implicaba que sus lealtades se inclinasen hacia el mejor postor.
—Eso creo —dijo, lacónico.
Brimstone miró a su alrededor y se dio cuenta de que también se habían producido cambios en el río. En general el tráfico parecía más intenso y varios barcos lucían banderines, lo cual indicaba cierta tendencia a la piratería. En otro tiempo la Policía del río los habría hundido sin miramientos (haciéndoles las preguntas después, muy sensatamente), pero ahí estaban, frescos como lechugas. Había incluso una gran nave de recreo, o eso le pareció, que tenía una morsa multicolor en la bandera. Si no se equivocaba, era la primera vez en cuatro décadas que las prostitutas tomaban el agua.
Las casas de la orilla del río daban a una amplia plaza con pavimento de piedra que conducía a la antigua iglesia de Saint Batwits, un santo de la luz muy venerado en caso de picaduras de avispas, y un ajetreado mercado estaba instalado junto a la misma puerta de la iglesia. Un pequeño grupo de peregrinos vestidos de blanco intentaba abrirse paso entre la desconcertada multitud, pero los detuvo un tragafuegos que se negó a interrumpir su actuación para dejarlos pasar. Si bien en otra época los guardianes de la iglesia lo habrían molido a palos, en la actualidad no ocurría nada. Se percibía el nuevo estilo de gobierno en todas partes.
La barca atracó en el muelle de Cheapside.
—¿Aquí? —preguntó el remero mientras buscaba una cuerda.
—¡Fantástico! —repuso Brimstone, muy contento. Tuvo intención incluso de darle una pequeña propina al hombre, pero pensó que era llevar el buen humor demasiado lejos.
Cheapside resultaba tan bullicioso como siempre y parecía haber aún más indeseables de lo habitual, sobre todo borrachos. Brimstone se ciñó el manto sobre los hombros y se metió entre la multitud, inmensamente complacido por la forma en que la gente le dejaba pasar. Era cosa de la insignia, claro. A pesar de que los portales de Hael estaban cerrados, todo el mundo respetaba a los que mandaban en las jerarquías infernales, pues se sospechaba que los portales no permanecerían siempre cerrados.
Cuando llegó a Seething Lañe, el humor de Brimstone rozaba el éxtasis. No había motivo para no subir a su antiguo alojamiento porque, si el viejo emperador había muerto, el príncipe Pyrgus estaba en el exilio y Beleth aplacado, ¿qué debía temer él? Regresaría y pondría algunos agradables engranajes en funcionamiento, como la venta de la finca de su difunta esposa; se haría con algún dinero propio sin tener que compartirlo con Chalkhill; recuperaría su antiguo cargo en la fábrica de pegamento; buscaría…
Pero… pasaba algo raro: Seething Lañe no olía bien.
Silas Brimstone se detuvo, horrorizado. ¡La fábrica de pegamento milagroso de Chalkhill y Brimstone había desaparecido! El final de Seething Lañe no era más que un montón de escombros, y desde donde se hallaba veía las verjas de hierro retorcidas. Una brisa procedente de Wildmoor Broads llevó hasta él el ácido aroma de la uña de gato.
Brimstone contempló como loco Seething Lañe. Alguien había destruido una de las empresas más rentables que había tenido en su vida.
Y eso significaba que alguien lo pagaría.