A Henry le dolía la cabeza, pero ni la mitad de lo que le atormentaban las manos y el pecho. Tenía serias dificultades para centrar la vista, aunque logró ver que las palmas de las manos estaban en carne viva; intentó moverse y su cuerpo protestó con un alarido agónico.
Se quejó, pero no emitió ningún sonido.
De pronto reparó en que había gente alrededor; sin embargo, no logró recordar quiénes eran. Consiguió enfocarlos pero al punto volvieron a salir de su campo de visión; el tono de las voces crecía y se apagaba, se acercaba y disminuía. Una de aquellas personas se parecía bastante a Blue. Esperaba que fuese ella porque eso significaría que no estaba muerta en el bosque, aunque no sabía si se había enfadado con él por llegar tarde.
—Aún vive. Creo que está vivo.
—¿Lo ves respirar?
—No.
—Creo que ha abierto los ojos.
—Es un reflejo. A menudo ocurre al arrojar una bola de fuego.
—El cuerpo está activo unas horas después de que el corazón se ha detenido. Las energías siguen moviendo los nervios.
—Una vez vi cómo una persona caminaba cinco pasos estando más muerto que el clavo de un ataúd.
—¡Está vivo, vaca estúpida! —Era Blue. Henry estaba seguro de haber oído su voz e intentó decir:
—¡Hola, Blue! —Pero no articuló ningún sonido.
Se le se cerraron los ojos otra vez involuntariamente mientras se sumía en la oscuridad roja y preñada de dolor. Se le ocurrió que estaba agonizando, pero no le importó.
—¡Está vivo! —repitió Blue—. ¡Respira!
—Noto cómo respira.
Alguien le estaba quitando la camisa, la que le habían dado las amas de la seda. El chico oyó una exclamación de asombro.
—Siempre pasa esto —dijo una fría voz femenina—. Si no llevara seda de hilandera, lo habría quemado hasta quitarle el corazón.
—Sale a borbotones… ¡Puf, mana sangre!
—Ampollas. ¡Se le está cubriendo la piel de ampollas!
—¡Borbotea!
—No me gusta nada la pinta que tiene.
Henry sintió que algo en su interior se relajaba; fue como si el dolor se apagase y se hundió dulcemente en la oscuridad.
* * *
—¡Haz algo! —siseó Blue con furia. Notaba cómo el terror crecía en su interior. Su padre había muerto así: un día estaba sano y fuerte, y al siguiente, muerto; estaba ocurriendo lo mismo con Henry.
—Necesita piel nueva —sentenció Nymph, ceñuda—. Es la única solución.
—Entonces conseguidla —ordenó Pyrgus.
—No la tenemos. No estamos equipados.
—¡Lo has hecho tú! —gritó Blue a Ziczac—. ¿No puedes arreglarlo?
El pequeño mago parecía desolado y negó tristemente con la cabeza.
—Blue… —dijo Pyrgus.
—¡Tú lanzaste la maldita bola! Tienes que hacer algo. Invierte el hechizo. Cura…
—Blue…
—No soy curandero —declaró Ziczac—. Ni siquiera sé mucho de hechizos militares.
—Blue —dijo Pyrgus dulcemente—. Creo que ha muerto.