—Hay gente en el reino que no descansará hasta que el príncipe Pyrgus ocupe de nuevo el lugar que le corresponde —dijo Flor de Melocotón—. El príncipe Comma podría ser un verdadero elfo de la noche a estas alturas, pues todo el mundo sabe que gobierna Black Hairstreak. Y la vieja reina, la madre de Comma, es peligrosa como una slith, pero es su hermano quien lleva las riendas del poder. No podemos seguir así.
Por su expresión y la de las mujeres que lo rodeaban, Henry no dudó que la hermandad de la seda se contaba entre quienes querían que Pyrgus regresase y le hubiera gustado saber si las hermanas habrían emprendido alguna acción para conseguirlo. Por las películas de guerra que había visto en televisión, los movimientos de resistencia brotaban como setas en épocas conflictivas.
—¿Sabes adonde han ido Pyrgus y Blue, o sea, el príncipe heredero y su hermana? —preguntó Henry—. ¿Es cierto que están en Haleklind?
—Sí —asintió Flor de Melocotón.
—Supongo que no sabrás dónde está.
—Se trata de un país fronterizo, fuera del imperio. Por eso Hairstreak los mandó ahí.
A Henry se le encogió el corazón.
—¿Está lejos?
—¿Quieres reunirte con ellos?
Henry no respondió de inmediato; no estaba en su ambiente ni lo había estado nunca desde su regreso al reino. Se había trasladado al mundo elfo para ayudar a Blue (y a Pyrgus), pero no había contado con verse inmerso en una crisis como aquélla. ¿Quería de verdad reunirse con ellos y acompañarlos en el exilio? ¿Podía hacer realmente algo para ayudarlos? Acabarían luchando antes o después, y él no era un soldado. Y aquel asunto se estaba complicando mucho más de lo que había pensado. ¿Cuánto durarían los hechizos Lethe que había dado a su madre y Aisling? Daba igual…
—Sí —dijo al fin—. Sí, iré.
—Nosotras podemos ayudarte —afirmó Flor de Melocotón, y lo miró de reojo—. Y hacer algo con ese corte que tienes en la cara; si no lo supiera, diría que parece el tajo de una hilandera.
* * *
Las mujeres no se parecían a las otras que Henry había conocido y eran tan implacables que le recordaban un poco a su madre. Ellas le indicaron lo que tenía que hacer; no había discusión posible.
Las alegres ropas que lo habían hecho sentirse tan bien consigo mismo habían desaparecido, sustituidas por otras de recia seda, bien cortada y artesana; pero él se negó a que las hermanas lo ayudasen a ponérselas.
—No debes llamar la atención —dijo Flor de Melocotón—, pero tampoco has de ir vestido con harapos. Es preciso que te tomen en serio, sobre todo en Haleklind; los magos dan mucha importancia a la apariencia. Nada llamativo, pero un corte apropiado te será útil para entrar en todas partes.
—Gracias —repuso Henry sin saber de qué diablos le hablaba.
—Tienes que encontrar al príncipe heredero —declaró Flor de Melocotón como si le leyese el pensamiento—. Y ahora… —Le entregó una bolsa de material fino y brillante que parecía fuerte y resistente al agua—. Tu mapa y un poco de oro.
—¿Oro?
—No creo que puedas ir a Haleklind a pie porque está demasiado lejos. Serás de poca ayuda para nuestra familia real si tardas un mes en llegar, así que el oro es para que compres un billete y utilices el transporte público.
¿Transporte público? ¿Qué transporte público? Henry estaba tan perdido en el reino como si lo hubiesen abandonado en medio del desierto del Sahara. ¿Cómo podía tomar un transporte público si ni siquiera sabía dónde encontrarlo ni cómo era? Pero a pesar de su creciente confusión, dijo:
—¿Oro? No puedo aceptarlo…
—No tienes opción —lo interrumpió Flor de Melocotón—. Créeme, no sobrevivirás sin dinero. Si así te sientes mejor, considérate al servicio de la hermandad. Deseamos que lleves un mensaje al príncipe Pyrgus y la princesa Blue.
—¿También está en la bolsa? —preguntó Henry.
—No es un mensaje de ese tipo. Queremos que les digas que las hermanas de la cofradía de la seda se mantienen leales a su legítimo gobernante y lucharán hasta la muerte para restaurarlo en el trono y… —titubeó— castigar la abominación de lord Hairstreak por lo que le ha hecho al emperador anterior.
—Se lo diré —murmuró Henry. Sentía admiración por aquellas mujeres. A pesar de lo poco que había visto del reino desde su regreso, sabía muy bien que estaban arriesgando sus vidas.
—Una de las hermanas te llevará a la ciudad —indicó Flor de Melocotón—. Hairstreak aún no sospecha de la cofradía. Pero debes… ¿Qué ha sido eso?
«Algo pasa», pensó Henry.
Se oyeron ruidos en el pasillo de fuera y un grito de mujer; la puerta de la estancia se abrió de golpe y Henry entrevió unos soldados con uniformes negros y siluetas oscuras antes de que una bola de fuego atravesase la habitación y le golpease en el pecho. El impacto fue tan violento que lo levantó del suelo y lo lanzó contra una pared; el golpe le produjo un dolor insoportable y sintió que se deslizaba por la pared. Intentó aferrarse a la conciencia, pero cuando llegó al suelo, las extremidades se le doblaron como las de un muñeco de trapo y todo se volvió negro.