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Estaba seguro de que se había olvidado de algo: la había tirado al hoyo sin clavarle la estaca en el corazón. Pero ya era demasiado tarde: alguien se acercaba, y Brimstone no podía permitirse el lujo de que lo encontraran junto a un hoyo en cuyo fondo yacía su esposa; sobre todo, porque la mujer tenía el cráneo aplastado y su estúpido cerebro arrugado le salía por la nariz. Contempló cómo los cuervos volaban en círculo armando barullo.

Recogió la pala y se dispuso a cubrir la tumba.

Era un trabajo engorroso, pero no podía detenerse. Los cuervos —pájaros necios— se estaban volviendo locos y alguien se acercaba entre la maleza. Por suerte, cubrir una tumba con tierra recién excavada resulta más fácil que cavarla. Echó la última palada y contempló su obra con ansiedad: ¡maldición!, se notaba que allí habían cavado. Era como si hubiera puesto un letrero que proclamara: «Tumba nueva».

¡Hojarasca!

Eso es: ¡debía cubrir la tumba con hojarasca! Si lo lograba, tal vez el caminante pasaría de largo sin detenerse, y él regresaría más tarde para terminar el trabajo. Acumuló brazadas de hojas secas sobre la tumba y estaba casi a punto de acabar cuando lo hipnotizó una brillante luz azul, y algo alto y horrible apareció en el claro. Brimstone soltó el montón de hojas y sintió que el corazón se le paraba.

A pocos metros de él se erguía Beleth, Príncipe de la Oscuridad.

* * *

Beleth tenía muy mal aspecto.

Se presentó bajo la forma de demonio gigante, pero con un cuerno abollado, dos colmillos rotos y sin una oreja; tenía un cardenal desvaído debajo del ojo derecho, un bulto en la cabeza que le latía y una horrible cicatriz que le recorría la mejilla izquierda, la mandíbula y la garganta. Como en ese momento el demonio apenas parecía capaz de arrancarle una pierna a un bebé, Brimstone recuperó el color del rostro, aunque siempre le había aterrorizado el príncipe del infierno.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó.

—Eso no importa —respondió Beleth, ceñudo.

—No, en serio —insistió Brimstone—. Me interesa.

—Me explotó una bomba en la cara. Por fortuna, la forma que tengo ahora es virtualmente indestructible. Pero lo que importa…

—¿Cómo has venido si todos los portales de Hael están cerrados? —preguntó Brimstone. Beleth debía de haber viajado en vimana; era la única forma. Pero como un viaje en esa clase de vehículo duraba años, tenía que haberse desplazado él solo en un veloz platillo volante de un asiento, cosa que jamás habría hecho antes.

Beleth cubrió la distancia que los separaba en tres zancadas y agarró a Brimstone por la garganta, levantándolo como si fuera un vilano de cardo.

—¡Aaah! —Se ahogaba—. ¡Aaaggghh!

—Lo que importa —repitió Beleth, con la cara pegada a la de Brimstone— es que el resto del reino de Hael no ha tenido la misma suerte que yo. —Lo soltó y las vértebras le crujieron al caer al suelo.

—¿El reino de Hael ha sido destruido? —preguntó Brimstone sin aliento mientras se masajeaba el cuello.

—No seas estúpido. Pero necesita una considerable reconstrucción. —Fulminó a Brimstone con los ojos inyectados en sangre—. Costará millones.

Brimstone tragó saliva y le produjo mucho dolor.

—Me temo que no ando muy bien de dinero. Yo… —Se fijó en la expresión de Beleth y se calló—. No es eso, ¿verdad? —Quería enterarse de qué había sucedido, pero tenía la certeza de que era una buena noticia. Si el reino de Hael se hallaba en ruinas, Beleth tendría muchas cosas de que ocuparse más que de un simple contrato. Además, aquella tontería de sacrificar a Pyrgus ya se había quedado obsoleta, no valía la pena pensar…

—¡Se trata de una traición! —rugió Beleth—. ¡Se trata de ingratitud! ¡Se trata de pactos rotos, deudas no pagadas, cerdos renegados!

A lo mejor sí valía la pena pensar en ello.

—Siento lo del contrato —se apresuró a decir—. Circunstancias fuera de mi…

—¡Tú no, imbécil! —tronó Beleth—. ¡Ese cretino remilgado y arribista de Hairstreak!

—¿Hairstreak? ¿Lord Hairstreak? —Beleth y lord Hairstreak habían sido aliados en el último intento de derrocar a los elfos de la luz.

—¡Sí, lord Hairstreak! Ese crápula de cara asquerosa, boca vomitiva, cabeza de alcantarilla, pequeño… pequeño…

Beleth estaba perdiendo los nervios; los ojos le refulgían y de la boca le corría un hilo de baba; el bulto de la cabeza había empezado a vibrar y parecía que la cicatriz que le cruzaba la garganta dejaría a la vista una serie de tirantes puntos de sutura. A Brimstone le hubiera gustado saber si Beleth había tenido que coserse la cabeza después de la explosión de la bomba. Pero no había tiempo para especulaciones.

—Creí que Hairstreak y tú erais aliados —comentó.

—Éramos —precisó Beleth con amargura—. En pasado, ¿entiendes? A Hairstreak le encantó aceptar mi ayuda cuando creyó que así llegaría al Trono del Pavo Real. Pero ahora que yo lo necesito a él, no quiere saber nada.

—Lo siento —lo compadeció Brimstone. Pero ¿qué esperaba Beleth de un elfo de la noche?—. Te ha traicionado cuando más lo necesitabas, ¿verdad?

—¡Exactamente!

A Brimstone se le ocurrió una idea: Beleth daba signos de debilidad; de hecho, lo habían humillado, de modo que era el momento perfecto para darle la patada. Lo que ocurría era que los príncipes de los demonios siempre tenían recursos: disponían de una magia muy desagradable. Por otra parte, Beleth sabía que Brimstone había enterrado un cuerpo. Tal vez fuese más prudente mostrarse sutil…

—Entonces ¿qué es lo que quieres de mí? —preguntó con cautela.

Beleth se lo contó.