56

Resultó embarazoso pero agradable. Las mujeres lo condujeron a una pequeña habitación con una enorme bañera empotrada en el suelo, llena de humeante y espumosa agua perfumada, e insistieron en que se bañase. No abandonaron la estancia cuando se desnudó, aunque se volvieron de espaldas. Al deslizarse bajo la espuma, Henry temió que pretendiesen ayudarlo, pero lo único que hicieron fue retirarle la apestosa ropa.

Henry se estiró en la bañera y se dio cuenta de lo agotado que estaba. No obstante, el agua contenía algo (tal vez un ingrediente herbáceo) que le distendió los doloridos músculos —no había que olvidar que había encogido hasta convertirse en una mariposa y luego había estado a punto de ahogarse en una cloaca—, hasta aliviarlos del todo. Movió los dedos de los pies y pensó en Blue. Le parecía curioso que la primera vez que la había visto, ella también se estaba bañando y era atendida por sus doncellas. El baño de Henry era mucho más privado que el de Blue, pero también él tenía doncellas. Le hubiera gustado saber quiénes eran.

Henry se hundió rápidamente en el agua cuando una de las mujeres entró con unas toallas y prendas de alegres colores. Las mujeres eran muy distintas entre sí en cuanto a edad y aspecto, pero todas caminaban de la misma forma elegante y lucían aquellos sorprendentes vestidos, más bien trajes largos, supuso Henry, que resultaban increíbles por la manera en que se adherían al cuerpo y ondulaban. Todas se mostraban agradables con él, aunque no tenían mucha idea de lo que era la intimidad.

—Te traigo ropa limpia —anunció la mujer, y dejó el montoncito junto a la bañera con una sonrisa—. Reúnete con nosotras cuando acabes. Tal vez consigamos algo de comida.

Henry abrió los ojos y la observó marcharse. Hacía un minuto estaba adormilado, con la cabeza apoyada en el borde de la bañera, pero las últimas palabras de la mujer de pronto le despertaron un hambre voraz.

Salió de la bañera y se secó a toda prisa. Debía de haber algo en el agua, o quizá rociado en las toallas, porque el agotamiento se le pasó de repente. El hambre, en cambio, se agudizaba por momentos.

No le habían devuelto su ropa sino que le dejaron un conjunto de seda de colores —camisa, bombachos y calcetines a juego—, una especie de traje de gitano. Buscó la ropa interior, pero no la encontró. O se vestía con el traje de gitano o nada, así que se lo puso, aunque se sintió bastante raro sin calzoncillos. No obstante, el atuendo le gustó. Aquellas prendas no se parecían en absoluto a las que solía usar: tenían demasiados colores y un aire afeminado, pero se sintió muy a gusto con ellas. Le gustaba cómo se movían cuando caminaba y le dio la impresión de que le sentaban bien. En fin, mejor que su vieja camiseta IMÁN PARA CHAVALAS, y aquel atuendo también resultaría un imán para chavalas.

Las botas eran lo más extraño del vestuario: de color marrón oscuro, altas hasta la rodilla y hechas de la misma seda que la camisa y los bombachos; la suela consistía en una serie de capas de seda superpuestas que parecían almohadillas. No durarían ni cinco minutos en un suelo de piedra, pero ya se vería; de momento se le adaptaron como si fueran zapatillas.

Seguía sintiéndose bien cuando salió del cuarto de baño.

Las mujeres lo esperaban. Con su recién adquirida confianza, Henry sonrió y dijo:

—No sé cómo os llamáis, pero me gustaría daros las gracias.

—Yo me llamo Flor de Melocotón —respondió la mujer que estaba más cerca de él, y le devolvió la sonrisa sin hacer ademán de presentarle a las demás—. ¿Darnos las gracias por qué?

Estaban sirviendo comida en una mesa. Algunos alimentos le resultaban desconocidos, pero todo olía de maravilla.

—No sé… por el baño. —Y la comida, pensó Henry, aunque aún no se la habían ofrecido. Recordó las normas de educación y añadió con cierto retraso—: Me llamo Henry.

—Sabemos quién eres.

Él no supo qué responder y sólo atinó a preguntar:

—¿Quiénes sois vosotras?

—Las amas de la seda —replicó Flor de Melocotón—. Somos hermanas de la cofradía de la seda.

* * *

Henry estaba comiendo algo que se llamaba hordio, de sabor ahumado y riquísimo, e instintivamente preguntó:

—¿No os meteréis en líos por darme de comer?

—¿Por qué? —repuso Flor de Melocotón.

¡Uy! Lamentó haberlo dicho. Era mejor que no supiesen que se había escapado de la prisión del palacio ni nada de eso. Si hubiese mantenido la boca cerrada, podría haber fingido que era un visitante que se había perdido y metido donde no debía. Tal vez aún las convencería de ello. Sin embargo, cuando dijo su nombre, la mujer había respondido: «Sabemos quién eres». ¿Cómo lo sabía? Y ¿sabría también todo lo sucedido desde que lo habían metido en aquella mazmorra?

Henry decidió probar; con un poco de suerte no tendría que retractarse.

—La nueva reina no está muy contenta conmigo —comentó con indiferencia. Si mantenía la calma, tal vez averiguase qué opinaban de la reina sin comprometerse.

—La nueva reina está más loca que una cabra —dijo Flor de Melocotón.