A Pyrgus le costaba dar crédito a sus ojos: casi un millar de elfos había invadido el claro del bosque y continuamente se les unían muchos más. Parecían emerger de los árboles al igual que él mismo había salido de uno de ellos momentos antes, junto con Nymph y los otros que iban en la balsa voladora. Los hechizos que permitían hacer eso debían de guardar relación con la tecnología del portal que trasladaba personas a otra dimensión, pero nunca había visto nada parecido. Porque aquello no era pasar a otra dimensión, sino entrar en el hueco de un árbol. Al menos eso había hecho él, aunque para ello había tenido que pasar a través del tronco, lo cual suponía la existencia de un hechizo. Jamás había conocido a ningún mago halek capaz de semejante acción, y le hubiera gustado saber cómo lo conseguían los elfos del bosque.
Entonces tuvo una idea fugaz: con un hechizo de ese calibre, no habría castillo que estuviera seguro, pues se podía invadirlo por sorpresa a través de los muros.
Los elfos del bosque estaban formando filas, aunque no todos llevaban el uniforme verde. Tal vez éstos fuesen soldados libres de servicio o es que eran disciplinados por naturaleza. Pyrgus buscó a Nymph para preguntarle estas cuestiones, pero no la encontró por ningún lado; tampoco vio a madame Cardui y se azoró al recordar que había intentado estrangularla.
Blue salió del árbol un poco ceñuda; Fogarty apareció tras ella y se dio la vuelta para mirar el árbol.
—¿Sabe cómo lo hacen? —le preguntó Pyrgus en voz baja.
—No, pero me gustaría —repuso Fogarty.
—Pyrgus, ¿qué le ha ocurrido a…? —Blue se calló cuando la multitud que ocupaba el claro hizo un silencio repentino. Todos giraron la cabeza hacia un camino que procedía del bosque. Pyrgus oyó a lo lejos un sonido como de campanas de iglesia.
Dos jinetes llegaron al claro y se situaron a cada lado del camino. Aunque nadie dijo una palabra, la multitud circuló (no había otra palabra para expresarlo) para agrandar el espacio y volvió a circular para formar una circunferencia en medio del claro. Pyrgus se hallaba en un extremo de éste con Blue y Fogarty, separados del grueso de los elfos del bosque. Se preguntó si debía retroceder, pero decidió que no. Al menos allí veía bien lo que pasaba, y si querían que se cambiara de lugar, ya se lo dirían. Se fijó en que ni Blue ni Fogarty parecían muy partidarios de apartarse.
Un grupo de arqueros a caballo se acercaba por el camino. A Pyrgus le pareció un armamento primitivo, pero estaba aprendiendo rápidamente a no subestimar a esa gente, ya que las puntas de flecha que usaban habían perforado la capa de plata diamantina de la cabina del ouklo. A lo mejor las flechas también estaban provistas de hechizos especiales. Una flecha no era lo último en tecnología de armamentos, pero… Tal vez las puntas de flecha poseían la misma clase de magia que permitía a los elfos del bosque entrar en los árboles. Si las flechas tenían el mismo poder, no habría armadura en el mundo que las parase. ¡Incluso atravesarían la piedra!
El sonido de campanas se aproximó y Pyrgus centró la atención de nuevo en el camino. Un grupo a caballo más numeroso seguía a los arqueros.
—Utilizan caballos. ¿Por qué no usan ahora los hechizos de levitación? —murmuró con preocupación. Estaba claro que los elfos del bosque disponían de esa clase de hechizos, a juzgar por los transportes aéreos y los discos voladores.
—Porque en un bosque los caballos dan mejor resultado —repuso el guardián Fogarty—. Y no es necesario guiarlos, puesto que un buen caballo encuentra el camino sin dificultad; resulta más seguro que un disco volador y probablemente más rápido.
El segundo grupo ofrecía un aspecto imponente, más que nada por su paso majestuoso. Pyrgus estiró el cuello para captar más detalles, pero el bosque que rodeaba el claro era denso y un dosel de hojas formaba un arco sobre el camino y lo dejaba en penumbra.
Los arqueros avanzaron por el claro y, siguiendo el ejemplo de los dos primeros jinetes, se dividieron en dos grupos para formar a su vez otro círculo. A Pyrgus le sorprendió y también lo atemorizó un poco que se colocasen detrás de él, pues se quedó aislado con Blue y Fogarty dentro del círculo. Echó un vistazo atrás y vio que no podía hacer nada, así que esperó.
En ese momento apareció una extraña procesión: los jinetes iban acompañados de corredores a pie que retozaban, saltaban y agitaban los brazos como posesos, mientras mantenían el paso de los caballos sin aparente dificultad. Tanto los jinetes como los corredores iban disfrazados con una curiosa variedad de trajes de cinco siglos atrás; predominaban los sombreros puntiagudos y los escarpines de terciopelo rematados en punta.
—¡Dios mío! —exclamó el señor Fogarty—. ¡Es la Caza Salvaje! Una antigua superstición popular de mi mundo, o al menos así lo creía hasta ahora. En la Edad Media se daba por hecho que en ciertas noches del año las brujas y otros seres sobrenaturales cabalgaban por el bosque a la caza de… no sé… almas, supongo. Se llamaba la Caza Salvaje y también la Caza de los Elfos. El mito debió de basarse en lo que estamos viendo; fijaos en los trajes, las descripciones coinciden: sombreros puntiagudos, arqueros, caballos y las mujeres al frente.
Pyrgus observó que, en efecto, delante de todo iba una mujer; no comprendió cómo no se había percatado antes. Era la criatura más extraña que había visto en su vida: no sólo vestía de verde (un manto ribeteado de piel sobre un blusón y pantalones de montar ceñidos), sino que su piel también era verde y le resaltaban unos enormes ojos dorados.
—¿Qué es esa mujer? —susurró Pyrgus, fascinado con aquella figura (incluso tenía el pelo verde entretejido con una guirnalda de florecillas del bosque).
A escasa distancia la seguía un hombre, también de color verde y provisto de una capa, desnudo de cintura para arriba, de poderosa musculatura y con un arco a la espalda; sus ojos eran casi negros y el cabello de un rubio dorado.
La mujer cabalgó directamente hacia Pyrgus, se detuvo a pocos centímetros de él y desmontó con elegancia. De cerca, el color de la piel de la mujer resultaba aún más desconcertante que en la distancia. Miró a Pyrgus a los ojos como si pretendiese leerle el pensamiento y en tono muy serio le dijo:
—Príncipe heredero Pyrgus Malvae, soy la reina Cleopatra. —Se dio la vuelta y señaló al hombre verde, que seguía montado a caballo—. Éste es mi consorte, Gonepterix. —El aludido hizo una pequeña inclinación; tenía un rostro agradable, pero de expresión precavida.
—¿Reina Cleopatra? —repitió el guardián Fogarty, extrañado—. ¿Has dicho Cleopatra?
La mujer le dedicó una lenta mirada de reojo; parecía divertida.
—Así me llamo. Y tú eres el Guardián del otro mundo. La Dama Pintada me ha hablado de ti.
¿Reina Cleopatra? ¿Reina de qué? ¿De dónde? Pyrgus estaba descubriendo que los elfos del bosque no eran lo que creía todo el mundo. Se les daba muy bien esconderse y ocultar lo que sabían; se trataba de seres que vivían dentro de los árboles y prácticamente constituían un reino independiente dentro del propio reino que le pertenecía a él.
La reina Cleopatra posó de nuevo sus inquietantes ojos dorados en Pyrgus.
—Deseo darte la bienvenida y conocer a tu hermana. ¿Está contigo?
—Yo soy la princesa Blue —se presentó ella. Fogarty la ocultaba en parte.
Cleopatra le dedicó una cálida sonrisa.
—La Dama Pintada me ha hablado mucho de ti, más aún que del Guardián.
Parecía una bienvenida bastante afectuosa, pero a Pyrgus se le ocurrieron muchas preguntas. Antes de poder formularlas, se le adelantó Blue.
—¿Dónde está madame Cardui? Estaba con nosotros hace poco, pero ha desaparecido.
—Se ha adelantado —explicó la reina—. Nos esperará en la Gran Mansión. Ahora mismo iremos allí; tenemos que hablar de muchas cosas.
—No me gustan los caballos —declaró Fogarty, y miró al corcel de la reina con mala cara.
Cleopatra pareció confusa, pero su expresión se tranquilizó enseguida.
—Oh, ¿lo dices por el viaje? —Sonrió—. Guardián, la Gran Mansión está más cerca de lo que piensas.