Como el ouklo se había destartalado por completo y se negaba a abandonar el cementerio, los Brimstone partieron para su luna de miel en un planeador de dos asientos. Era una nave incómoda y con los muelles en mal estado, pero barata y sorprendentemente rápida en campo abierto, o al menos eso aseguró el hombre de la empresa de alquiler. Para Brimstone el principal problema era su propio tamaño, pues no había espacio para apartarse de la señora Brimstone, que se le agarraba del brazo y hacía ruiditos de satisfacción mientras él miraba con gesto pétreo por la ventanilla abierta.
El sistema de navegación del planeador había sido diseñado para que volara por la ciudad, de modo que sorteaba las retorcidas calles de Cheapside con bastante facilidad. Incluso se las apañó bien en Westgate, una zona muy difícil a causa de la magia de precisión que poseían las rocas de cuarzo del lugar. Pero cuando salía de los límites urbanos, se paraba en seco y se quedaba quieto esperando nuevas instrucciones.
—Necesito las coordenadas de la cabaña, corazoncito —pidió Brimstone esforzándose por sonreír.
—Ochenta, cuarenta y dos —murmuró ella devolviéndole la sonrisa.
—¿En serio? —preguntó Brimstone—. ¿Tan profundas? —Se inclinó hacia delante y repitió los números al tablero de mandos del planeador, que los asimiló en unos instantes y poco después se desplazó en dirección noroeste hacia el bosque. Brimstone se reclinó en el asiento y admiró el paisaje mientras procuraba ignorar la presión que la mano de la señora Brimstone le ejercía en la rodilla.
Tardaron apenas noventa minutos en llegar a la cabaña y Brimstone se sintió un poco mejor cuando surgió ante ellos el claro. Suponía que la cabaña sería de madera, bastante cómoda pero pequeña. Y en cambio tenía ante sí una lujosa casa de madera, diseñada por un arquitecto y muy espaciosa. Se había invertido mucho dinero en ella, y como en un lugar tan aislado no hacía falta utilizar hechizos de ilusión óptica, lucía mucho.
—¿Te gusta mi casita? —preguntó la señora Brimstone al bajar del planeador.
Brimstone no respondió. Estaba demasiado ocupado calculando cuánto valdría el lugar después de que él honrase la muerte de su inolvidable esposa.
* * *
La señora Brimstone insistió en preparar la cena personalmente, sin necesidad de criados. Tal interés escamó a Brimstone. No se le había ocurrido que la muy bruja intentase envenenarlo en su noche de bodas, lo normal era esperar unas semanas para que no pareciese demasiado evidente.
Minutos después de que ella desapareciese en la cocina, Brimstone la siguió, como quien no quiere la cosa, con la esperanza de sorprenderla, pero Maura lo echó de inmediato.
—Éste no es sitio para un hombre —dijo con voz ronca—. Y menos aún para mi marido. Ve y lee un libro edificante; encontrarás un ejemplar de Lapedorreta en el salón. Deja que te sirva algo delicioso. Se acabaron las gachas de huesos, Silas. ¡Ya no habrá más gachas de huesos!
Brimstone abandonó la cocina de mala gana. Aún no estaba preparado para matarla y como ella tenía un hermano al que tendría que dar explicaciones, la muerte debía parecer un accidente y eso requería un poco de planificación. No le quedaba más remedio que correr el riesgo de comer lo que ella le guisara. Afortunadamente, los venenos discretos eran caros, así que la vieja bruja mezquina no los utilizaría. Con un poco de suerte y buen juicio, él detectaría los venenos baratos que seguramente compraba. La cuestión estaba en librarse de ellos sin que la mujer sospechase nada.
Encontró el libro y fingió leer. Al cabo de un rato la señora Brimstone asomó la cabeza por la puerta.
—Todo listo —gorjeó—. He preparado el comedor.
Brimstone se dirigió hacia allí y comprobó que no sólo estaba dispuesto el comedor, sino que el aperitivo ya estaba en la mesa
—Siéntate, siéntate —ordenó la señora Brimstone con brío. Lo miraba de forma extraña, con un destello de expectación en los ojos.
Brimstone se sentó y examinó el aperitivo: era una especie de sustancia gris y gelatinosa salpicada con trocitos helados de carne blanca. Tal vez la vieja urraca estuviese haciendo un esfuerzo, pero ese plato no tenía mejor aspecto que las gachas de huesos. Parecía vómito de gato sobre hojas de lechuga.
—¿Qué es? —preguntó.
—Mousse de pescado —respondió la señora Brimstone, y se sentó—. He dejado la piel por economía.
Brimstone pensó que tal vez le sentase mal, pero ¿lo envenenaría? Entonces miró el plato de ella.
—Te has servido muy poco —comentó.
—Hay una ración para las mujeres y un lugar para las mujeres —declaró la señora Brimstone citando un viejo refrán elfo.
—Pero querida, no puede ser —repuso Brimstone—. Tú has hecho la comida y te mereces la ración más grande. —Se esforzó por componer algo parecido a una sonrisa y cambió su plato por el de ella. «A ver si se lo come», pensó.
La señora Brimstone miró el aperitivo. ¿Ponía expresión de desconsuelo? ¿Comprendía que le había salido el tiro por la culata? Sin embargo, la mujer alzó los ojos con una sonrisa radiante.
—Vaya, gracias, Silas. ¡Qué considerado! —Pinchó un bocado de mousse de pescado con el tenedor y se lo llevó a la boca.
Brimstone siguió su ejemplo y se sorprendió porque sabía muy rica.
El segundo plato era cerdo asado y, muy a pesar suyo, a Brimstone se le hizo la boca agua cuando su esposa lo presentó en la mesa. Lo había cocinado como a él le gustaba: relleno, con la corteza crujiente y la aromática salsa de la carne.
La señora Brimstone sostenía un cuchillo de aspecto siniestro.
—Te gusta, ¿eh? —le preguntó en tono amenazador—. Brimstone casi dio un brinco en la silla hasta que se dio cuenta de que se refería al guiso. Abrió la boca para responder, pero ella continuó alegremente: —¿Tal vez una rodaja o dos de esta parte?— Señaló con el cuchillo y, sin esperar respuesta, empezó a cortar.
El veneno estaría tan sólo en una porción del asado, y ella acallaría las sospechas de su marido sirviéndose una ración de cualquier otra parte.
—No, no —se apresuró a decir el hombre—. De ahí no. Me gusta más de aquí. —Y señaló con el dedo.
La señora Brimstone no dio la menor muestra de inquietud, depositó las rodajas en su propio plato y comenzó a cortar donde él le había indicado.
—¿Corteza? —preguntó—. Espero que te apetezca. Yo no puedo tomarla porque me sienta fatal.
¡Estaba en la corteza de la carne! ¡Tenía que estar ahí! Él la comería y ella no. ¡Qué astuta! ¡A él le encantaba la corteza de cerdo!
—Yo tampoco puedo tomarla —repuso Brimstone—. Me produce gota.
Si la muy bruja se sintió decepcionada no lo demostró.
—¿Relleno?
—Si tú tomas un poco.
—Claro que sí —afirmó la señora Brimstone—. Y patatas, zanahorias, sinderack mentolado y guisantes. Siempre he sido partidaria de comer bien.
Brimstone contempló el plato lleno. Tal vez la había juzgado mal. Allí no había veneno, a menos que estuviese dispuesta a tragarlo también ella. De pronto se le ocurrió una idea: ¿y si utilizaba un veneno especial? A lo mejor ya había tomado el antídoto. Quizá…
Tonterías. Su imaginación se había desbocado. Aquella vieja era demasiado estúpida y tacaña para hacer algo semejante. Y además, era absurdo que lo envenenase la noche de bodas, con cinco muescas en el pilar de la cama. Demasiado sospechoso. Seguramente esperaría uno o dos meses para intentarlo. Pero para entonces ya sería demasiado tarde para ella.
—Lo siento, querida —murmuró Brimstone (ella había dicho algo a lo que no había prestado atención).
—¡Un brindis! —repitió la vieja.
Horrorizado, Brimstone se dio cuenta de que tenía delante una copa de vino. No la había visto servirlo. ¡Allí estaba el veneno! Lo había echado en la copa mientras él estaba distraído. ¿Cómo iba a salir del atolladero sin que Maura se percatase de que sabía lo que tramaba?
—Por nosotros y los que son como nosotros —brindó la señora Brimstone alegremente. Levantó su copa y esperó, expectante, a que su marido bebiese.
Él frunció el entrecejo. ¿Qué clase de brindis era aquél? ¿Y de dónde había salido la copa de vino?
—¿Qué significa este brindis? —preguntó Brimstone para ganar tiempo. En la mesa había una pesada jarra de cristal tallado llena de clarete, y supuso que el vino procedía de allí.
—¿Se te ocurre otro mejor? —repuso su mujer en tono irritado mientras contemplaba la copa de su marido.
Brimstone se puso en pie de un brinco.
—Claro, ¡por una feliz vida conyugal! —exclamó. Movió los brazos, excitado, y se las arregló para volcar la copa. El vino fluyó sobre la mesa como un río de sangre—. ¡Oh! ¡Qué torpe soy! No importa, cariño, me serviré otra copa. —Cuando iba a levantar la jarra reparó en que el mantel echaba humo y se deshacía en pedazos.
Ella se apartó a toda prisa antes de que el líquido llegase a su regazo.
—Voy por un paño para limpiar esto —anunció con voz chillona.
—Espera un momento, corazoncito —gritó Brimstone, que fingió no darse cuenta de que el vino estaba corroyendo la mesa—. ¡Primero nuestro brindis, nuestro maravilloso brindis! —Se sirvió una segunda copa y rodeó la mesa para entrelazar el brazo con el de su mujer—. ¡Por una feliz vida conyugal! —repitió, y la golpeó con la jarra de vino.
La señora Brimstone se desplomó como un saco de patatas.