La mujer era delgada y morena, y a Henry le pareció bastante guapa, aunque tenía unas pupilas muy raras. Estaba sentada en una silla junto a la puerta y se había revestido de una paciente quietud que daba escalofríos. Era probable que hubiera permanecido allí todo el rato observándolo, no sólo mientras se hallaba inconsciente, sino también cuando recuperó el conocimiento y se levantó y luchó por mantener el equilibrio. Los ojos de la mujer eran como endrinas y en ese momento lo escrutaban. El muchacho la comparó con una serpiente observando a un pájaro.
La mujer sonrió y, al desaparecer su aspecto siniestro, la cara se le iluminó con una alegría contagiosa.
—Tú debes de ser uno de los jóvenes amigos de Blue —dijo.
—¿Blue se encuentra bien? —se apresuró a preguntar Henry.
—A estas alturas debería estar a salvo en Haleklind —respondió la mujer con tono esperanzado—. Tienes que ser un amigo muy íntimo de ella para que yo te haya encontrado en su habitación.
—En realidad soy amigo de Pyrgus —precisó poniéndose como la grana. Y era verdad. Se preguntó si debía explicar lo del portal, el filtro perdido y la araña, pero decidió que no. Era mejor simplificarlas cosas—. Yo… mmm… quería ir a la habitación de Pyrgus y… me perdí. —Lo cual casi era cierto y tenía más de verdad que de mentira.
—¿Quieres que te lleve a su habitación? —preguntó la mujer—. Está un poco más allá, no muy lejos, nada lejos. —Se levantó y esperó, sin dejar de observarlo.
—Sí. Gracias. Sí, eso estaría… bien. —Intentaba saber quién era aquella mujer; a lo mejor se trataba de una doncella o una dama de honor, pues Blue tenía muchas sirvientas. Pero no vestía como ellas, sino que su vestido parecía de cara seda púrpura. A Henry le parecía que ese color se reservaba para los miembros de la familia real, aunque no estaba seguro. En un momento de inspiración se le ocurrió decir—: No creo que nos conozcamos. Me llamo Henry Atherton. —Extendió la mano y esperó.
—Yo soy Quercusia —repuso la mujer, y le estrechó la mano antes de conducirlo con suavidad fuera de la habitación—, la reina de los elfos.
Henry no sabía que existiera una reina de los elfos, y tampoco le cuadraba. La madre de Pyrgus y Blue había muerto, eso sí lo sabía, así que Quercusia no podía ser la esposa del viejo emperador, y tampoco tenía edad para ser su madre. Por tanto, ¿dónde encajaba esa mujer? Tal vez fuera una tía que gobernaba una parte del reino, o se trataba de una especie de título honorífico sin mucha relevancia.
Se sintió como un bobo porque ella lo llevaba de la mano.
La mano de Quercusia era pequeña, fina y muy fría. En realidad hacía bastante frío, como si ella proviniera de una tormenta de nieve.
Pasaron bajo un arco donde dos guardias tristones se pusieron firmes y saludaron a Quercusia. Fuera la que fuese la procedencia de su título, en el palacio la conocían. Henry volvió la cabeza para mirar a los guardias y observó que tenían una extraña expresión en el rostro. Casi habría jurado que era miedo.
Pyrgus utilizaba los aposentos que había ocupado su padre antes del asesinato, de modo que también había guardias allí; los hombres de servicio, cuyo rostro se mantuvo inexpresivo, se apresuraron a saludar. Quercusia empujó la puerta e hizo entrar a Henry, que buscó a Pyrgus sin encontrar ni rastro de él.
Henry liberó la mano, se acercó a la repisa de la chimenea y fingió examinar los adornos. Había una miniatura enmarcada de una abeja, realizada con tanta habilidad que parecía tatuada sobre piel humana. Se alegraba de alejarse de Quercusia; por algún motivo lo ponía nervioso.
Miró alrededor y vio que ella le sonreía con condescendencia.
—¿Cree que tardará? —preguntó Henry.
—¿Quién?
—Pyrgus.
—Pyrgus no está aquí.
—¿No?
—Claro que no.
—Entonces ¿por qué me ha traído aquí?
Quercusia alzó la vista y observó con atención una esquina del techo.
—Dijiste que querías venir a su habitación.
El nerviosismo de Henry aumentó. Frunció el entrecejo y esbozó una inquieta sonrisita.
—En realidad quería ver a Pyrgus. Lo siento.
Aquellos ojos negros como endrinas se posaron en él de nuevo.
—No puedes. Pyrgus está en el exilio. —Una expresión de orgullo se le dibujó en el rostro—. Ahora mi hijo es el emperador. —Parpadeó varias veces como si saliera de un profundo sueño y de pronto se puso muy seria—. Creo que te voy a meter en la cárcel. Eres un chico horrible.
Henry sintió un escalofrío, tragó saliva y comenzó a deslizarse hacia la puerta.
—Majestad… —dijo para complacerla.
Henry no vio que hiciera sonar ningún timbre ni que hiciera ninguna señal, pero la habitación se llenó de hombres.
—¡Encerradlo en los calabozos! —ordenó Quercusia. Tenía los ojos desorbitados y el semblante desencajado—. ¡Encerradlo en los calabozos y tirad la llave!