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Resultaba agradable estar libre de nuevo, no sólo de la prisión (aunque no dejaba de ser una clara ventaja), sino también de responsabilidades. Con un poco de suerte Hairstreak se olvidaría de él, pues a buen seguro tenía bastante con gobernar el reino. Chalkhill se rascó la oreja. Le convendría cambiar de nombre como medida de precaución y tal vez adoptar uno heroico como Esfinge del Tilo, pero aparte de eso podía ir a donde le diese la gana y hacer lo que quisiera. Vendería su propiedad, por supuesto, y con el dinero empezaría una nueva vida. Tal vez fuese a ver a su antiguo socio Brimstone, terrible criatura, aunque había que reconocerle buen ojo para los negocios. El mundo, como decía el refrán, era su crisálida.

Pero primero tenía que librarse del gusano.

La placa de bronce indicaba solamente «Doctor Vapourer» y era tan discreta como el resto de la clínica. Chalkhill había acudido allí para desembarazarse del molesto problemilla que había contraído en el salón de tatuajes. Esa clínica resultaba cara, pero cauta y extremadamente eficaz en ciertos casos, y él estaba seguro de que le extraerían la criatura sin dolor en menos tiempo del que había mencionado el fisónomo.

El hombre estiró el brazo para tocar el timbre y el gusano se lo paralizó.

—¿Qué haces? —preguntó Chalkhill, enfadado. En realidad estaba bastante desconcertado, pues no había reparado en el dominio que el gusano ejercía sobre él, aunque tal vez éste fuese temporal o, quizá con un esfuerzo, sería capaz de superar la influencia vermicular. Intentó mover el brazo otra vez, pero seguía paralizado.

«No quieres hacer eso», dijo el gusano resueltamente en el cerebro de Chalkhill.

«¿Ah, no?».

«No. No quieres —insistió el gusano—. Al menos hasta que hayas escuchado lo que tengo que decirte».

Chalkhill gruñó en silencio. La criatura estaba a punto de embarcarse en uno de sus interminables debates filosóficos, seguro.

«Cyril —dijo con paciencia—, ha sido un placer conocerte, pero ha llegado el momento de que tomemos distintos rumbos. —Una pareja de ancianos que pasaba por la calle lo miraron extrañados, pero Chalkhill no les hizo caso—. Sé que te das cuenta…».

«Me han ordenado que te reclute», interrumpió Cyril.

«¿Reclutarme?».

«Eres un hombre inteligente —afirmó el gusano en tono meloso—. Estoy convencido de que no te ha pasado por alto que el reino se encuentra en un atolladero. Los elfos se pelean entre sí por cosas tan absurdas como el color de los ojos o el carácter de sus creencias. Un emperador asesinado, el siguiente gobernante sustituido antes de su coronación, la amenaza constante de la guerra, la economía en decadencia, avaricia y hedonismo por todas partes, el derrumbamiento total de los antiguos valores familiares… El imperio se iría al infierno en una carretilla si los portales no estuviesen cerrados».

«Bueno, evidentemente las cosas no son perfectas —reconoció Chalkhill, que quería que el gusano le soltase el brazo, pues estaba empezando a dolerle bastante—. Pero tampoco están peor que siempre y no se puede hacer gran cosa al respecto, así que si me sueltas el bra…».

«Podemos hacer algo —aseguró Cyril, muy serio—. Y hay algo que tú puedes hacer en concreto. Te invito a que te unas a la revolución wangarama».

Chalkhill notó de pronto el brazo libre. Dobló los dedos para aliviar el dolor y lentamente apartó el brazo del timbre.

«¿Qué es la revolución wangarama?».