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El señor Fogarty abrió los ojos y tuvo la premonición de que algo malo iba a suceder segundos antes de que así fuera. Pero cuando ocurrió, al principio no supo qué era.

A través de la ventanilla del ouklo vio a uno de los escoltas, un hombre grande y corpulento que solía acercarse al coche para mirar dentro, como si quisiera asegurarse de que el príncipe Pyrgus y sus acompañantes seguían en el interior. Era lo que estaba haciendo en ese momento y, cuando tropezó con los ojos de Fogarty, esbozó una sonrisa desagradable.

Luego se retiró y, montado en su vehículo flotante, al instante desapareció. Fogarty se movió inquieto en su asiento. Un vehículo sin conductor se puso a la vera del ouklo, a la misma velocidad que el ouklo, casi a un metro y medio del suelo. Pero poco después, carente de una mano que guiara los mandos, viró bruscamente y deambuló sin rumbo. Hubo gritos, se lanzaron órdenes y se oyó un único chillido.

—Nos están atacando —anunció Fogarty en voz baja.

Pyrgus, enfrascado en una conversación con Blue, se puso en pie y se aferró a la ventanilla del ouklo como si pretendiese abrirla.

—¡Pyrgus, cuidado! —exclamó Blue.

—Sería buena idea que te apartases de ahí —sugirió Fogarty.

Pero el chico ya había abierto la ventanilla y asomado la cabeza. Oyeron un nuevo grito y otro vehículo flotante adelantó al coche, dando tumbos, sin nadie que lo guiara.

—Tiene razón —reconoció Pyrgus, y escondió la cabeza como una tortuga—. ¿Tenéis alguna idea?

—Puedes empezar por cerrar la ventanilla —respondió Fogarty secamente—. ¿Alguno de vosotros va armado?

—Llevo la daga de ceremonias —murmuró Pyrgus mientras subía la ventanilla.

—Yo tengo un pedreñal —dijo Blue.

—Eso es lo que yo llamo potencia de fuego —comentó Fogarty mirando a la princesa, admirado—. Me sorprende que no lo usaras contra el príncipe Comma. —Blue le sonrió—. ¿Se os ocurre quién puede estar detrás del ataque? —preguntó.

—¿Hairstreak, tal vez? —aventuró Pyrgus.

—Eso mismo diría yo, pero tú lo conoces mejor. ¿Cuál es su forma de actuar?

—Furtivamente, por sorpresa. Le gusta superar en número al enemigo, pero confía más en la velocidad que en la cantidad.

—Pues es él sin duda —afirmó Fogarty mirando de nuevo por la ventanilla—. Están utilizando discos voladores sin ningún distintivo. ¿Creéis que quiere matarnos?

—Sí —respondió Blue.

—Entonces será mejor tratar de disuadirlo. ¿Sabéis cuántas personas conducen este coche?

—Sólo un lacayo —dijo Pyrgus—. El hechizo hará que nos lleve directamente a Haleklind, una ruta conocida. El conductor no tiene mucho que hacer, aparte de admirar el paisaje. Los escoltas debían vigilar que no saltásemos.

—Me parece que los escoltas que quedan están muy ocupados —comentó el señor Fogarty—. ¿Crees que puedes encargarte del lacayo, muchacho? Lo haría yo, pero soy un poco viejo para trepar por coches en marcha. —Pyrgus asintió—. Bien, nosotros podremos contenerlos con el pedreñal —le dijo a Blue.

—Yendo en un ouklo no conseguiremos dejarlos atrás aunque nos hagamos con el mando —advirtió Pyrgus.

—Pues dirígelo hacia el agua —sugirió Fogarty—. Los discos voladores no funcionan en ella. ¿No hay un lago por aquí cerca?

—Creo que sí —respondió Pyrgus, que dio un respingo al oír un sonoro estallido en el exterior.

—Sal por la ventanilla. —Dijo Fogarty. Y cuando Pyrgus se dirigió hacia ella, le indicó—: Por la otra. Hay mucho más jaleo en ese lado.

Pyrgus se desplazó con rapidez. Bajó la ventanilla y se escurrió fuera con facilidad.

—Buena suerte —susurró Blue.

En el exterior se libraba un duro enfrentamiento entre la escolta del ouklo y unos atacantes vestidos de uniforme verde. Las flechas con puntas de sílex zumbaban como abejas furiosas. Pyrgus se aplastó contra el costado del ouklo, se dio impulso y se situó en el techo manteniendo la cabeza agachada.

La cabina del conductor era un elemento decorativo en la parte frontal del vehículo, adornada con unas alas majestuosas, así que el piloto no tuvo ocasión de divisar a Pyrgus cuando éste se arrastró por el techo hacia él. Sin embargo, tanto las alas como la parte posterior estaban reforzadas con plata diamantina para evitar que el hombre fuera atacado por detrás. Para llegar hasta él, Pyrgus tendría que trepar por la cabina y dejarse caer por el parabrisas. Como no quería matarlo (al fin y al cabo sólo era un sirviente de palacio que realizaba su trabajo), tendría que pelear para echarlo del asiento de mando y, con suerte, del coche. Nada de eso resultaría fácil.

Una flecha le rozó el lóbulo de la oreja.

Pyrgus se puso en movimiento. No podía seguir expuesto de aquella forma. Se arrastró por el techo del coche y se enderezó encima de la cabina. A su derecha vio a un hombre de la escolta enzarzado en un reñido combate de espadas con uno de los atacantes montado en un disco volador. Los combatientes se acercaron al ouklo, que reaccionó alejándose de las armas cuando su sistema de seguridad las detectó. Pyrgus estuvo a punto de salir despedido de la cabina, pero consiguió aferrarse al techo de fieltro con las uñas. A continuación se deslizó sobre la parte frontal de la cabina, preparado para enfrentarse al conductor.

Pero el hombre parecía muerto. Permanecía en el asiento de mando con los ojos desorbitados mientras un hilillo de sangre le escurría por la comisura de la boca. No se apreciaban heridas visibles, pero la expresión del rostro era de profunda sorpresa.

A Pyrgus le pareció raro, pero el hombre estaba muerto de verdad. Y como no podía hacer nada por él y tenía que alejar el ouklo del campo de batalla, lo agarró por los brazos e intentó sacarlo del asiento, pero la cabeza parecía pegada a la parte posterior… ¡Una flecha había penetrado por el respaldo de la cabina y ensartado al conductor desde atrás! Pero era imposible que esa arma o cualquier otra, daba igual, atravesara la plata diamantina, puesto que el material estaba hechizado para resistir todo tipo de ataques. Qué extraño. Pyrgus sacudió el cuerpo y la cabeza se despegó arrastrando consigo la punta de flecha. Murmuró una disculpa, empujó el cadáver fuera del ouklo y se dejó caer en el asiento.

No había mandos porque el ouklo respondía a las órdenes pronunciadas por el conductor siempre que diese la contraseña adecuada. Por suerte, ésta era la misma para todos los ouklos oficiales y Pyrgus la sabía: el nombre de su abuelo paterno, un emperador muy querido, muerto hacía mucho tiempo.

—«Dispar» —susurró, y ordenó—: ¡Gira a la derecha!

El ouklo mantuvo el rumbo como si el chico no hubiese hablado.

—«¡Dispar!» —repitió, y soltó una maldición en voz baja. ¡Comma había cambiado la contraseña! Claro que sí, el muy zorro. El ouklo se dirigía a Haleklind por el camino más corto y nada conseguiría pararlo. ¿Y entonces qué? ¿Qué podía hacer?

Existía una palabra que servía para frenar el ouklo. Seguro. No sería una palabra que permitiera el control del vehículo, pero lo detendría en caso de emergencia. Pyrgus echó un vistazo a la cabina y, afortunadamente, una flecha no lo hirió por cuestión de milímetros. El feroz enfrentamiento proseguía. Si lograba detener el vehículo ocurrirían dos cosas: en primer lugar, los vehículos flotantes y los discos voladores lo adelantarían y continuarían con la batalla aérea; en segundo lugar, Blue, el señor Fogarty y él podrían librarse yendo a pie, ya que sobrevolaban un terreno agreste con multitud de escondites. En medio de la confusión se presentaba una oportunidad de escapar, una oportunidad excelente.

¿Cuál era la palabra del freno?… Jolines, ¡no se acordaba!

Pyrgus oyó un ruido y se asomó al borde de la cabina: uno de los uniformados de verde de Hairstreak había saltado de su disco volador y trepaba por el techo del ouklo. En ese momento estaba de pie y avanzaba con cautela hacia Pyrgus.

Éste no quería hacer daño al personal de palacio, pero no tenía tantas contemplaciones con los hombres de Hairstreak. Sacó el puñal que llevaba en el cinturón, salió de la cabina y se lanzó sobre su atacante.

¡Y descubrió que se trataba de una chica!

Pyrgus se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de soltar el puñal. El soldado de uniforme verde era una chica esbelta y guapísima, aunque él no sabía que Hairstreak contase con mujeres en su ejército. A pesar de todo, la agarró por el jubón y se dispuso a acabar con ella, pero la chica tenía unos ojos violeta tan hechizantes… Mientras la contemplaba embobado, ella le dio un violento rodillazo entre las piernas.

Pyrgus se dobló de dolor y el puñal se le escapó de la mano. Sabía que moriría si no se deshacía con rapidez de aquella mujer soldado, pero apenas si logró soltar un aullido de agónico dolor. La chica le tocó con una varita la oreja izquierda y Pyrgus se hundió en la oscuridad.