Henry estaba pensando en dos cosas a la vez: una, que conocía aquella habitación; había estado allí anteriormente: era el dormitorio de Blue en el palacio; y la otra, ¡qué horror! Las arañas le daban miedo incluso cuando eran más pequeñas que su pulgar, y ésa parecía más grande que una cabeza.
También la reconoció. Se trataba de la criatura que Blue guardaba en su joyero, una especie de mascota. Pero lo fuera o no, él la veía como un monstruo capaz de comérselo, dado que había encogido de tamaño.
Aunque contaba con una ventaja crucial: él podía volar y la araña no. Así que se dispuso a lanzarse desde el borde del tocador, pero descubrió que no podía mover ni un músculo.
En su vida había experimentado una sensación más horrible: como si le hubieran envuelto la mente con filamentos, atándola tan fuerte que apenas podía pensar, y tenía el cuerpo helado e inerte, como el de una res muerta. Permaneció inmóvil en el borde del tocador y contempló espantado a la araña que avanzaba hacia él.
Los ojos del arácnido eran enormes, de forma ovoide pero sin ningún rasgo característico, negros como las profundidades del espacio, brillantes y espantosamente inteligentes. Y lo miraban con indiferencia.
La criatura se movía con decisión, elevaba mucho las patas y las posaba con cuidado, casi con delicadeza; daba la impresión de que percibía la superficie surcada por las vetas de la madera. Cada vez que se apoyaba producía un suave y amortiguado clic, y Henry se fijó en que tenía garras.
En ese momento se produjo un salto en el tiempo, como fotogramas de un viejo rollo de película, y de repente la araña se plantó a menos de un metro del chico. Su extraña fetidez dominaba el ambiente. Henry oyó un ligero siseo, un sonido crujiente como el del beicon al freírse.
La araña extendió una pata a modo de prueba y Henry luchó contra su parálisis, angustiado, pero siguió sin poder moverse. La garra era curva como una cimitarra y más larga que un puñal, completamente negra al igual que los ojos, y brillante como si fuera de cuerno. Se movía hacia un ojo de Henry.
De repente lo atacó.
La garra no encontró el ojo del chico, pero le hizo un profundo tajo en la mejilla. Sorprendentemente, no sintió dolor, pero la sangre brotó como una fuente, le salpicó los ojos y lo cegó. Sin embargo, al mismo tiempo Henry venció su inmovilidad y de forma instintiva retrocedió, saltó al vacío y cayó. Se frotó los ojos con desesperación y recobró la vista a través de una neblina roja y punzante que se aclaraba cuando parpadeaba. Caía como una piedra y el suelo iba a su encuentro.
Pero en el último momento logró accionar las alas y voló.
Le latía el corazón con fuerza, le temblaba todo el cuerpo y tenía la mente en blanco a causa del susto. Notó un calor pegajoso en la mejilla, que ya le dolía, y un escozor ardiente se le propagó por la cara. Aún así, las alas lo sostuvieron como si funcionasen solas. Se elevó con facilidad hasta que, sobrevolando por encima del tocador y de la araña, se mantuvo suspendido en el aire lejos del peligro mientras recuperaba el aliento y la calma.
El bicho estaba bebiendo su sangre.
Henry revoloteó más cerca para asegurarse de que no se trataba de un error: la sangre de la herida de su mejilla había formado un charco sobre el tocador y la araña se inclinaba sobre él, provista de una especie de tubo carnoso a través del cual la succionaba.
Por un momento Henry se limitó a mirar, sumido en la confusión. Pero sintió que algo le raspaba la mente, como si tuviese otra araña dentro de la cabeza. La sensación le resultó tan angustiante que de nuevo se quedó inmóvil, aunque cuando empezó a caer hacia la araña se acordó de mover las alas. En su ansiedad por alejarse de aquella tortura, se puso a revolotear en círculos como una mariposa herida. Pero no podía apartarse: aquello estaba dentro de su cabeza.
Henry casi perdió el control. Quería gritar y gritar, sacudirse, hacerse un ovillo, esconderse y no volver nunca mientras hubiera cosas como…
La araña se detuvo, alerta pero cautelosa. Lo miró con sus enormes ojos negros, como si hubiese detectado la presencia de otra araña. Eran dos arácnidos, pero en el fondo la misma araña. La criatura de abajo le parecía algo lejano. La criatura de abajo… A Henry se le ocurrió una idea poco menos que inconcebible: aquella araña quería entablar amistad.
¡Aquel ser le había desgarrado la cara y bebido su sangre! ¡Resultaba tan cariñosa como una víbora!
Daba lo mismo; volvió a pensar en ella y la observó. Permanecía quieta, esperando. «Debo de estar loco —pensó—. Debo de haber perdido la cabeza para pensar que tengo que hacer algo así».
La araña esperó. Henry revoloteaba y la araña esperaba. El chico no dejaba de pensar que la araña quería ser su amiga.
La criatura de abajo se estremeció de placer.
La acariciaría como si fuera un gatito. Si quisiera, tan sólo tendría que estirarse y acariciarla. Resultaba absurdo, pero cierto. La araña de abajo era la criatura más fea que había visto en su vida, pero la que le pendía en la mente parecía algo… distinto. El cerebro le decía que era la misma, pero…
La araña le penetró más en la mente, como un cachorro revolcándose sobre la barriga, que desea que lo acaricien y mimen pero está un poco asustado. Pero aquel monstruo no era un cachorro, sino la más peligrosa, terrible…
Henry expandió la mente y acarició a la araña.