Realmente era curioso: si pensaba en las alas, no sucedía nada. Pero si no pensaba en ellas, se movían (la verdad es que no mucho, pero un poco sí). La cuestión era que no se movían a la vez, pues a veces un ala se retorcía y la otra se agitaba ligeramente. Sin embargo, el problema no radicaba en que no tuvieran suficiente coordinación o potencia.
Cuando Henry intentó moverlas, descubrió que le había salido un flamante músculo que se extendía entre los omóplatos, y las alas arraigaban en él como un árbol. Asimismo descubrió que si se meneaba un poquito, también era capaz de mover ese músculo ligeramente. El chico se quedó plantado en medio de la llanura marrón, totalmente absorto. Tenía miedo, pero el hecho de que le hubieran salido alas era lo más emocionante que le había ocurrido en la vida.
De repente las alas se desplegaron y se extendieron como un… como un… No se le ocurría el término de comparación, pero se imaginaba a sí mismo como un increíble chico alado, orgulloso e inmóvil como una estatua en los límites de una tierra sin explorar, y se sintió heroico y confiado.
Henry giró la cabeza para mirarlas: le colgaban de la espalda, grandes y maravillosas. No eran alas de pájaro, sino más bien como de mariposa o insecto, color hierro oxidado con manchas irregulares y apagadas. Había visto mariposas más espectaculares, pero sus alas le parecían hermosas, muy hermosas. ¡Tenía alas! ¡Era un chico alado! Resultaba demasiado bonito para expresarlo con palabras.
Henry empezó a correr. Creía que de ese modo lograría remontar el vuelo.
Las alas se extendieron y Henry sintió cómo pasaba el aire entre ellas. Resultaba rarísimo. Percibía las alas y la tensión en el músculo nuevo entre los omóplatos mientras el aire parecía blando como una almohada. Creyó que podría despegar, pero no fue así. Volvió a intentarlo corriendo más. Las alas vibraron y se agitaron de forma incontrolable, pero no sucedió nada más.
Entonces se le ocurrió que como no podía moverlas realmente, lo mejor que podía hacer era mantenerlas rígidas. Corrió otra vez para probar. Fue fácil conseguir que las alas se mantuvieran juntas y experimentó una débil y reconfortante sensación de ascenso. Tal vez lo estaba haciendo bien.
Junto a uno de los grupos de cuatro árboles encontró un mullido montículo, en cuyo extremo opuesto había una suave ladera descendente que acababa en una brusca pendiente de varios metros, una perfecta plataforma de lanzamiento.
Como podía extender y plegar las alas más o menos a voluntad, y mientras no lograse moverlas de otra forma, le pareció un sistema adecuado, de modo que las desplegó, las mantuvo abiertas y corrió por la ladera hacia la pendiente.
Empezó a percibir la elevación cuando se halló en la ladera. Las alas tiraron de él, lo desequilibraron y estuvieron a punto de desviarlo hacia la derecha. Pero apretó los dientes, se estabilizó y consiguió mantener la cabeza recta. Antes de llegar al borde, sabía que saldría bien.
El borde se le acercaba más rápido de lo que había pensado. En el último momento titubeó. Le parecía estúpido: las alas nunca funcionarían. Corría por una extraña colina en una extraña llanura de un mundo extraño, y tenía muchas probabilidades de romperse el cuello en el instante siguiente.
Y llegó al límite de la colina.
* * *
Y voló.
Henry se elevó poco a poco. Era como si una mano gigantesca tirara de él hacia arriba, pero no se parecía a nada de lo que había experimentado anteriormente, como correr o nadar, se trataba de algo magnífico, maravilloso, delicioso y divertido.
Lo raro, lo genial de todo ello era que se sentía a sus anchas. Henry siempre había sufrido un poco de vértigo, pero en ese momento no le afectaba. Tenía la impresión de que había vivido en el aire toda la vida, tan seguro como si caminara.
Al cabo de unos segundos descubrió que dominaba la situación. No sabía muy bien cómo, pero había ocurrido. Si quería girar a la derecha, se inclinaba como un planeador con el ala derecha hacia abajo y lo lograba. Giró y giró, descendió, se elevó, cayó y volvió a elevarse. Resultaba absolutamente maravilloso.
Henry volaba cada vez más alto. Sentía el viento en la cara y euforia en el corazón. Voló hasta que creyó que casi iba a rozar el cielo.
Entonces extendió la mano y tocó el cielo realmente. No obstante, la cúpula azul no era un cielo, sino un techo. Eso lo impresionó muchísimo. Así pues, se encontraba en una gigantesca habitación: lo que había tomado por troncos de árboles eran patas de sillas, el horizonte una pared y el extraño aspecto del cielo allá en el horizonte correspondía a una cama. Había un tocador, un armario y un guardarropa. La «colina» que había utilizado como plataforma de lanzamiento era una prenda de ropa caída en el suelo.
Pero no se trataba de una habitación gigantesca. ¡Nada de eso! ¡Lo que sucedía era que él había encogido! Todo encajó de repente: las extrañas perspectivas del paisaje y el biofiltro perdido del control del portal. Había aterrizado en el palacio, en el dormitorio de alguien, pero había sufrido una transformación durante el proceso.
Se posó sobre el tocador y se contempló en el imponente espejo: era un elfo. Salvo por los dibujos de las alas, se parecía a Pyrgus cuando lo vio por primera vez. ¡Era un elfo que volaba! Tuvo ganas de bailar de alegría.
Entonces vio la araña.