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Eso no era el palacio. Sin embargo, Henry lo había visto desde el portal y lo seguía pareciendo cuando se lanzó a través de éste, pero en ese momento no se hallaba en el palacio, sino en una extraña y vasta llanura de hierba marrón que le llegaba a los tobillos. No dejaba de pensar en Pyrgus, que había utilizado uno de los controles del portal del señor Fogarty y fue a parar al infierno. ¿Acaso estaba en el infierno? Henry miró alrededor. La verdad es que no hacía mucho calor, pero ¿qué sabía él? Nunca había estado en el infierno.

Pero tampoco había estado jamás en un lugar como ése. La hierba era muy rara, pues crecía formando manojos, las briznas no eran tales sino finos mechones y era mucho más resistente que la hierba corriente (Henry no pudo arrancarla, ni cortarla, ni nada por el estilo); tampoco olía como la hierba común, sino que emanaba olor a lana porque debía de hacer poco tiempo que habían pasado ovejas por allí. ¿Tal vez las ovejas iban al infierno?

La llanura era muy vasta, aunque ocurría algo curioso en el horizonte. Henry se dio cuenta de que no veía bien de lejos (otra cosa que no entendía), pero la llanura no se curvaba contra el cielo, era como si… se acabara de repente. En realidad no sabía si miraba el horizonte o no, pues éste parecía más bien un enorme precipicio cortado a pico; era el más grande que había visto en su vida y tan alto que no podía divisar la parte superior.

El cielo también resultaba insólito: azul, sí, pero el color era lo único normal. No había nubes y, a decir verdad, parecía una cúpula plana, tal como se representaba la bóveda celeste en las antiguas pinturas medievales. Aunque, seguramente, ese efecto se debía a que Henry no enfocaba bien la vista.

Lo mismo ocurría con los árboles: los que había esparcidos por la llanura crecían en extraños grupos de cuatro. Cuatro aquí, cuatro allí, cuatro más allá… y en medio nada, ni siquiera maleza, solamente troncos redondos y rectos sin ramas ni hojas. Henry nunca había visto árboles como ésos, ni que crecieran tan juntos y unieran sus copas para formar un techo. ¿Por qué veía mal? ¿Dónde diablos se encontraba? Desde luego eso no era el Palacio Púrpura.

El chico miró hacia atrás con una vaga esperanza, aunque no había ningún motivo para tenerla. El portal ya no estaba allí, que era realmente lo que él suponía, puesto que se derrumbó en cuanto lo cruzó. A Henry se le aceleró el corazón. ¿Qué habría sucedido si el artefacto se hubiera desmoronado cuando él lo estaba atravesando? ¿Habría muerto? ¿Lo habría partido por la mitad de modo que la cabeza y el torso se hubieran quedado sangrando en el reino de los elfos mientras que la parte inferior del cuerpo pataleaba y se retorcía en el jardín trasero de la casa del señor Fogarty?

Henry respiró a fondo un par de veces para reanimarse; lo cierto era que el portal no lo había matado. Estaba vivo, sano y salvo, y no tenía nada de que preocuparse.

Sin embargo, no disponía de un control de portal, pues el que había fabricado estaba en el otro mundo, seguramente quemado a juzgar por las innumerables chispas que se habían producido. Ese contratiempo no representaba un gran problema si llegaba al Palacio Púrpura, que poseía un portal propio por el que podría regresar, pero no había llegado al palacio, sino a otro lugar en el que crecía una hierba absurda, ¡y no había retorno!

«No te asustes», se dijo Henry a sí mismo. No había nada que temer. Lo único que tenía que hacer era caminar hasta que encontrase una ciudad, un pueblo o una simple granja. Eso no era el infierno; estaba seguro de ello. No hacía calor, ni había demonios ni nadie con horcas. Debía de tratarse de una zona especial del reino de los elfos. Cuando encontrase a alguien, le pediría que le indicase dónde estaba el Palacio Púrpura. Tal vez incluso conseguiría que lo llevasen por la cara, y si no, iría caminando. No importaba cuanto tardase. Bueno, sí, porque Blue seguiría preguntándose qué le habría sucedido, pero él no podía evitarlo. El único recurso que le quedaba era encontrar a alguien y si seguía la trayectoria del sol, caminaría siempre en la misma dirección. No se perdería. Era muy fácil.

Pero no veía el sol.

¡Tenía que verlo! Un azul sin nubes teñía la bóveda del cielo, desprovista de sol. Reinaba la luz, como si fuera la luz del día, pero Henry no veía el sol y, aunque aún tenía dificultades para centrar la vista, no podía ser ése el motivo. Lo que ocurría era que… ¡no había sol!

Henry hizo un esfuerzo para calmarse. No necesitaba orientarse. Como no sabía a dónde iba, no importaba la orientación. Tenía las mismas probabilidades de encontrar a alguien tanto si iba en una dirección como en otra. Lo que debía hacer era no apocarse y echar a andar por la vasta llanura.

Al caminar notó algo en la espalda que lo sujetaba por los omóplatos y se agitaba de una manera horrible, tremenda, de pesadilla. Instintivamente, se tocó la espalda y palpó algo repugnante, frágil y que le hacía cosquillas.

En medio del más puro desconcierto, Henry descubrió que le habían salido alas.