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A Brimstone lo ahogaba el calor del fuego, pero afortunadamente el sacerdote les indicó que se detuvieran.

—Situaos uno al lado del otro. —Ordenó. Y a continuación susurró al oído de Brimstone—: Y procura poner buena cara.

Brimstone, demasiado agotado para responder, se limitó a lanzarle una mirada penetrante, se volvió hacia su esposa y le dedicó una breve sonrisa hipócrita. Ella le sonrió a su vez alegremente. ¡Cinco maridos! Si los había matado a todos, debía de haber reunido una fortuna. Esa boda podía resultar una aventura muy beneficiosa.

—Amigos —anunció el sacerdote a los mendigos, que no parecían precisamente amigos entre sí—, nos hemos reunido aquí para bla, bla, bla, etcétera, bla, bla, bla, etcétera, ejem. —Brimstone lo miró asombrado—. La ceremonia completa tiene un coste extra. Y como la novia no lo pagará, te lo cobraré a ti, si quieres.

—Prosiga —siseó Brimstone haciendo un rotundo gesto negativo con la cabeza.

—Prescindiendo de las presentaciones religiosas y la bendición —explicó el sacerdote—, pasaremos a la parte simbólica de la ceremonia: la novia, como veis, lleva un cactus erizado de púas que simboliza las espinas de la adversidad experimentadas por todas las parejas en el curso de su convivencia, y yo le solicito que se las entregue al novio, quien, al aceptar el regalo, se compromete solemnemente a soportarlas de ahora en adelante y para siempre, ejem.

«¡Vaya regalo!», pensó Brimstone, pero sostuvo el cactus procurando agarrarlo por la maceta. Los mendigos aplaudieron sin ganas.

—¡Levántalo! —susurró el sacerdote.

Brimstone mantuvo la planta suculenta sobre la cabeza. En ese momento aplaudió la viuda Mormo. ¡Cinco maridos! Debía de ser un récord; y aunque no lo fuera, resultaba admirable.

Una de las ninfas avanzó a tropezones y liberó a Brimstone del cactus. Tenía el cuerpo consumido y la mirada inexpresiva de una adicta a la música simbala, pero no estaba lo bastante ida como para olvidarse de pedirle una moneda al novio por haber participado en la ceremonia. Brimstone le dio cuatro peniques y ella se alejó bailando con mala cara.

—Bien, ahora los impedimentos —murmuró el sacerdote—. Después ya podré legalizar la unión. —Elevó la voz para que se le oyera bien y dijo—: Solicito a los aquí presentes con algún derecho sobre esta mujer, que lo digan lisa y llanamente para impedir la santa ceremonia del matrimonio que estamos celebrando, y solicito a los aquí presentes que si son conocedores de este u otro impedimento, se presenten y lo proclamen o callen para siempre.

«Eso nos lo diría alguno de los cinco si hubiese sobrevivido», pensó Brimstone con humor negro.

El sacerdote contempló el techo de la iglesia durante largo rato, pero nadie objetó nada. A continuación se remangó la capa como si se preparase para una rápida salida, pues la ceremonia casi había concluido.

—Y ahora solicito a los aquí presentes —repitió— con algún derecho sobre este hombre, que lo digan lisa y llanamente para impedir la santa ceremonia del matrimonio que estamos celebrando, y solicito a los aquí presentes que si son conocedores de este u otro impedimento, se presenten y lo proclamen o callen para siempre.

Entonces fue Brimstone el que miró el techo. Una pausa discreta, las legalidades finales y enseguida al bosque con ella para matarla.

Era un feliz día de boda.