Henry tuvo una idea absolutamente brillante y tan obvia que se extrañaba de que no se le hubiera ocurrido antes: como no podía averiguar dónde había escondido Aisling su control del portal, al menos intentaría descubrir si Fogarty poseía otro. Su madre se habría puesto hecha una furia si hubiera sabido que iba a casa de Fogarty a aquellas horas de la noche. Pero ni su madre ni su hermana recordaban quién era él, así que ni la una ni la otra hicieron nada por detenerlo.
Como había empezado a llover, Henry se puso un impermeable y tomó el último autobús. Si no encontraba otro control, se quedaría a pasar la noche en casa del anciano y regresaría a la mañana siguiente en el primer autobús. A pesar de los problemas que le causaban los cucuruchos Lethe, éstos tenían sus ventajas. Y aún le quedaban cuatro.
Sin embargo, mientras recorría el camino de la casa del señor Fogarty perdió gran parte de la confianza en sí mismo porque sólo pensaba en Blue y se imaginaba que le extrañaría que no estuviera con ella en unos momentos en que lo necesitaba. Con la suerte que solía tener, no encontraría un segundo control y pasarían meses antes de que llegase al reino de los elfos.
Su suerte resultó tal como esperaba: revolvió la vivienda de arriba abajo sin hallar nada parecido a un control de portal. Estaba a punto de darse de cabezazos contra la pared cuando tuvo la segunda idea maravillosa y absolutamente brillante en un plazo de tres horas.
Fue derecho a la mesa del dormitorio y rebuscó hasta que encontró el cuaderno del señor Fogarty.
* * *
El cuaderno lo fascinó. Había dibujos técnicos de todo tipo de artefactos, incluido un objeto llamado máquina de deseos, rotulados con la caligrafía pequeña y pulcra del anciano. Muchos de esos dibujos estaban sin terminar; algunos eran apuntes de determinadas partes de máquinas y tableros de circuitos, entre los cuales había bastantes que a Henry no le decían nada en absoluto, aunque intentaría retener en la cabeza el contenido del pequeño descubrimiento en cuanto se le ocurriese algo. Si no entendía los planos que estaba buscando, el problema sería gordo. Pero si no encontraba ninguno, sería aún peor.
Tras mirar un tercio del cuaderno, Henry dio con los planos que buscaba: el título del dibujo no ponía «control del portal», sino «disruptor de realidad psicotrónica», con la palabra «disruptor» tachada y sustituida por «reestructuración». Y fue la palabra «psicotrónica» la que captó su atención porque se acordaba de que Fogarty había mencionado que sus portales utilizaban un disparador psicotrónico y producían electricidad. No se explicaba nada sobre electricidad en esa página, pero lo de psicotrónica parecía prometedor.
El dibujo también resultaba esperanzador: el exterior de la caja diseñada se parecía mucho al control del portal que Henry había utilizado la primera vez que se había trasladado al reino. En cambio, el dibujo del interior carecía de sentido por completo porque a excepción del espacio reservado para una batería, uno de esos adminículos caros y de larga duración que hacían funcionar los relojes digitales, el chico no entendió nada. Lo contempló durante largo rato y decidió que no tenía que entenderlo, sino hacerlo. Era como un aparato de televisión y no había que saber cómo funcionaba, sino cómo encenderlo. Si seguía los planos del señor Fogarty al pie de la letra, el portal se abriría cuando apretase el botón.
Pero existía un problema: Henry nunca había hecho un artefacto electrónico. Había aprendido un poco sobre diagramas y componentes de circuitos en el colegio, pero se había olvidado de casi todo y había cambiado de curso antes de construir el aparato. No obstante, había elaborado maquetas de esculturas de cartón; ¿sería mucho más difícil el rollo electrónico ése?
No resultó nada difícil, aunque tardó más de lo que preveía. Facilitaba las cosas la costumbre de Fogarty de garabatear esbozos de todos los componentes necesarios. Los garabatos se entremezclaban con las notas, y así, cuando Henry no entendía términos como «transformador de la puerta», encontraba un dibujito de lo que buscaba.
Muchas piezas que necesitaba se guardaban en el cajón de la cocina, mientras que otras estaban en el cobertizo. Henry sintió un cosquilleo de culpa al reunir algunas de ellas porque eran las que había robado en el colegio cuando Fogarty y él intentaron construir un portal para que Pyrgus pudiese regresar al reino; debería devolverlas antes de que acabasen las vacaciones de verano y el colegio reanudara las clases.
Cuando empezó a juntar las piezas se dio cuenta de que faltaba un componente.
Realizó una búsqueda minuciosa, pero sin resultado. Buscaba algo que en el cuaderno se llamaba «biofiltro»: un disco pequeño y plano que parecía constituido por la fusión de dos capas de metal unidas a una tercera, como si formaran un sandwich, y se conectaba a una minúscula antena en espiral. Pero no había nada parecido en el cajón de la cocina ni en el cobertizo. Henry lo buscó por toda la casa antes de determinar que, sea lo que fuera el biofiltro, Fogarty no lo tenía. Hojeó el cuaderno para ver si había instrucciones para fabricar uno, pero tampoco las halló. ¿Qué podía hacer?
Entonces estudió minuciosamente el diagrama procurando averiguar qué era realmente el bio. Por lo que observó, no valía para nada ni estaba conectado a nada. Pero eso ocurría con un montón de artilugios. Incluso había un circuito que no era tal, sino el dibujo de un circuito. Fogarty lo había llamado «vías psicotrónicas» con una nota añadida que ponía: «Insertar hacia arriba en relación con el transistor 8.» Henry decidió prescindir también del biofiltro. No le parecía muy prudente, pero no se le ocurría otra cosa.
Comenzó a montar el mecanismo utilizando un soldador electrónico que encontró en el cajón de la cocina. Se trataba de un trabajo lento y absorbente, muy parecido al de hacer maquetas, y anocheció antes de que se diese cuenta de que tenía hambre. Dejó el mecanismo a medio hacer (no se parecía en nada a los esmerados objetos que hacía el señor Fogarty, pero ¡qué demonios!, era su primer intento) y fue en busca de algo que comer. El frigorífico estaba vacío, como siempre; únicamente había la consabida jarra de leche agria, pero encontró un pastel de carne Birds Eye en el congelador del lavadero. En el paquete aparecía el sonriente rostro de un capitán mercante que en un bocadillo tipo cómic anunciaba: «Congelado para cocinar en el microondas».
El microondas de Fogarty estaba impecable; se lo habían regalado, pero nunca lo había utilizado por culpa de algo que él denominaba «fuga de radiación». Henry metió el pastel de carne dentro y puso el temporizador en siete minutos. Sacó una lata de alubias cocidas de la alacena (Fogarty siempre tenía reservas de esas legumbres), las puso en un cazo y las calentó en la cocina de gas. Cuando el microondas hizo tintín, las alubias ya hervían con ganas, de modo que vertió todo en un plato, que tenía un sauce dibujado, y comió con avidez.
Evidentemente, tardaría una hora o más en acabar el mecanismo y decidió quedarse toda la noche. La decisión le produjo una maravillosa sensación de placer porque no tendría que responder ante su madre ni escuchar a la pesada de su hermana. Se quedaría hasta el día siguiente si le apetecía y ni siquiera notarían su ausencia.
* * *
La sensación de libertad de Henry desapareció por la mañana, sustituida por algo parecido al pánico. Había tenido un sueño extrañísimo en el que aparecía Pyrgus: un pequeño ejército de asquerosos zombis que se deshacían a trozos los perseguían por las calles de una ciudad; Blue también intervenía en la pesadilla y, mientras Pyrgus y él huían, ella seguía a los zombis con una pala y una escoba y les iba recogiendo los pedacitos. Mientras lo hacía no dejaba de gritar: «¿Qué te ha retenido, Henry? ¿Por qué has tardado tanto?».
El chico suponía que en ese momento Blue debía de hacerse las mismas preguntas que le había formulado en el sueño de los zombis, puesto que el reino estaba sumido en dificultades. Ella le había pedido ayuda y él había prometido ir lo antes posible; seguramente Blue creía que tardaría unas horas, como mucho. Así que Henry agarró el soldador sin preocuparse de preparar el desayuno.
Acabó de fabricar el control del portal a la hora de comer, haciendo un descanso a media mañana para freír dos hamburguesas que había encontrado en el fondo del congelador. Colocado en medio de la mesa, ofrecía el aspecto de un auténtico lío, un enjambre de terminales y cables provisto de un interruptor demasiado grande en comparación con los demás componentes que lo formaban. Si bien el control que había hecho el señor Fogarty era más pequeño que un teléfono móvil, la versión de Henry a duras penas cabía en una caja de zapatos. El chico se cuestionó cómo iba a llevarlo consigo, pero decidió no hacerlo porque si él abría un portal para ir al reino, seguro que Fogarty conseguiría que regresara, o si no el mismo Pyrgus, puesto que había un portal en el Palacio Púrpura.
Se mordió el labio, contempló el mecanismo un rato y se animó a probarlo. Como había aprendido por las malas que los portales no debían abrirse dentro de las casas, lo llevó a la parte de atrás del jardín, a una zona de tierra baldía y llena de desperdicios, lejos de la budleya. Comprendió que si titubeaba no tendría valor para hacerlo, así que rápidamente accionó el monstruoso interruptor.
No pasó nada.
¡El dichoso biofiltro! ¡Aquel chisme no funcionaría sin él! Henry se desesperó. A causa del estúpido biofiltro tendría que volver a casa y esperar a que Aisling recuperase la normalidad.
O tal vez le faltase una pila…
Henry tenía ganas de pegarse patadas. Quizá el célebre biofiltro no funcionara, pero de momento no sería mala idea ponerle batería al mecanismo. Regresó corriendo a la casa y buscó en el cajón de la cocina, donde encontró varias pilas arrinconadas, aunque ninguna de ellas era la de litio que necesitaba. Entonces se encaminó al cobertizo, pero no halló ninguna.
«¿Dónde estás, Henry? ¿Por qué no cumples lo que prometiste?».
¡Era demasiado tarde! ¡Se había retrasado mucho! Miró la hora: la una y veintiocho, casi… ¡Tenía una pila en el reloj!
Henry se lo arrancó de la muñeca. Necesitaba un destornillador pequeño para levantar la tapa trasera del reloj y en el cobertizo había de esas herramientas. Al cabo de unos momentos contempló la pila que encajaría a la perfección en el control de su portal provisional. La sacó del reloj y salió presuroso de la casa para instalarla en el portal.
Se dio cuenta de que le costaba respirar cuando la colocaba. Comprobó los contactos y creyó que todo estaba listo. Sin embargo, lo paralizó el miedo: no habría forma de que ese artilugio funcionase sin el biofiltro, que daba la casualidad que era el componente más importante de todo el mecanismo. Dios mío, ¿en qué consistiría un biofiltro?
«La última búsqueda —pensó—. La última búsqueda». Le parecía estúpido arriesgarlo todo por culpa de ese elemento. ¿Qué pasaría si su trabajo se iba al garete?
Henry regresó corriendo a la casa y empezó una búsqueda tan concienzuda que incluso acabó mirando detrás de la taza del retrete. La ridiculez de la situación lo centró un poco. ¿Creía en serio que el señor Fogarty tenía un biofiltro en el baño? Resultaba absurdo. Estaba permitiendo que el pánico se apoderase de él. ¿Acaso era algo del otro mundo probar el aparato sin un componente minúsculo? En el peor de los casos se limitaría a no funcionar. Al fin y al cabo, unos minutos atrás había estado a punto de intentarlo, antes de recordar que no había puesto la pila. ¿Por qué se preocupaba tanto, pues, por esa condenada pieza?
Volvió a salir. Su enjambre electrónico seguía donde lo había dejado, encima de una vieja mesa de jardín destartalada que Fogarty no se había decidido a tirar. Antes de que el pánico se apoderase otra vez de él, Henry encendió el interruptor.
En medio del lío de cables un diodo emisor de luz se puso verde.
Henry miró alrededor. No había rastro de portal ni de nada en absoluto. No funcionaba. Nunca funcionaría sin un bio…
Detrás de él, cerca del cobertizo, oyó un zumbido electrónico. Al principio sonó tan grave que lo sintió en los pies al tiempo que lo percibía con los oídos, pero el ruido fue aumentando hasta sonar a sirena de ambulancia frenética. El volumen subió a niveles difíciles de soportar. Aquello no tenía nada que ver con lo sucedido cuando utilizó el control del portal hecho por Fogarty. Algo iba mal, pero que muy mal.
La escandalosa sirena calló de repente. Tras un extraño estallido se abrió un portal apenas a dos metros de Henry, y él lo contempló, asombrado. ¡Lo había conseguido! ¡Había construido un portal que funcionaba y que, además, se abría directamente dentro del Palacio Púrpura! Reconoció los pasillos enseguida. ¿No resultaba genial?
No obstante, se quedó de piedra porque se produjo un pequeño chisporroteo, como si alguien estuviera friendo beicon: un empalme del control provisional despidió una columna de humo. Mientras Henry lo miraba, el enjambre de cables comenzó a soltar chispas.
El portal lanzó destellos intermitentes.
Por unos segundos las piernas de Henry se negaron a obedecerle. Sabía que esa fluctuación de la luz significaba que el portal iba a volver a cerrarse, pero no podía hacer nada, absolutamente nada al respecto. Entonces venció la parálisis y se lanzó hacia delante.
El portal se derrumbó un segundo después de que él lo cruzase. Pero no importaba. ¡Lo había logrado! ¡Se encontraba en el Palacio Púrpura!
No obstante, pasaba algo muy grave.