Fogarty extendió la mano derecha con la palma hacia abajo y se fijó en que estaba temblando. ¿Qué enfermedad era ésa? Incluso cuando sus dedos artríticos lo atormentaban, se había enorgullecido de mantenerse firme como una roca. Resultaba ridículo que le ocurriera semejante cosa a su edad, sobre todo porque ni siquiera eran los años lo que le causaba el temblor.
No sabía qué se lo provocaba. Mejor dicho, sí lo sabía; aunque a su edad le parecía imposible.
Desde la adolescencia no se había sentido tan confuso.
Y la verdad es que se comportaba como un adolescente: quería silbar una cancioncilla, salir, recoger flores y todas esas condenadas tonterías. Además, lo asaltó una idea: tal vez fuese el principio de la demencia senil; lo llamaban «segunda infancia». Acababa uno babeando como un crío y haciéndose pis, pero quizá se pasaba primero por una fase adolescente. A los ochenta y siete años era suficientemente mayor para sufrir tal enfermedad degenerativa.
Fogarty se preguntó si los magos curanderos tendrían un remedio, aunque en el fondo no lo deseaba. Salvo por la mano temblorosa, se sentía estupendamente: emocionado, fuerte, confiado y lleno de energía, como si fuese a un concierto a destrozar los asientos. No sabía que la demencia produjese semejante efecto. Nadie le había dicho que la senilidad hacía que uno quisiese ver a Led Zeppelin.
No podía tratarse de demencia senil.
Pero si no era eso, debía de ser… Fogarty movió la cabeza. ¡Eso tampoco!
Salió del dormitorio principal de la casa que le habían asignado como Guardián y fue al cuarto de baño, donde había un espejo de cuerpo entero. Su reflejo no se parecía a él en absoluto, sino a su abuelo. Lo curioso era que no se sentía viejo (siempre había sido así), ni siquiera cuando la artritis le producía ardor en las manos o al descubrir que ya no podía correr sin que le doliese el pecho y se le fatigaran los pulmones. Pero nunca le había parecido ser tan joven como entonces, pues aunque casi siempre le daba la impresión de tener treinta y cinco años (tal vez cuarenta en los días malos), esa creencia estaba muy lejos de la sensación actual de considerarse un chico de diecisiete años.
Lo más curioso era cómo se había producido tal situación: mientras escuchaba lo que explicaba Blue y trataba de saber qué sucedía, se preocupó mucho por Pyrgus, pero casi al instante una zarpa le atenazó las entrañas, el corazón comenzó se le aceleró y el cerebro se le hizo papilla. Y todo porque había entrado madame Cardui.
Ya había oído hablar de ella, naturalmente, pues era una de las agentes de Blue, pero no estaba preparado para conocerla en persona. Se trataba de la criatura más exótica que había visto en su vida: una mujer de elevada estatura, casi tanto como la suya, ataviada con prendas deslumbrantes (vestido y turbante a juego de colores alegres y cambiantes) y provista de flotadores enjoyados bajo los pies que la elevaban un par de centímetros del suelo y la hacían aún más alta.
Recordó que la llamaban la Dama Pintada y comprendió por qué, pues se aplicaba abundante maquillaje, casi como una actriz de teatro (¿se habría dedicado alguna vez a la escena? Algo de eso había oído). La acompañaba un enano de color naranja que transportaba un gato persa, gordo y transparente, dormido en una jaula dorada. De toda esa parafernalia, lo más impactante eran sus ojos: negros, relucientes y penetrantes.
Esos ojos lo traspasaron como jabalinas cuando Blue hizo las presentaciones. Madame Cardui extendió una delicada mano en la que se retorcían anillos de serpientes, sonrió dejando al descubierto unos preciosos dientes de color escarlata, le dio la mano con firmeza y dijo:
—Es un gran placer conocerlo, guardián Fogarty. La querida princesa Blue me ha hablado mucho de usted. ¿Me permite que le presente a mi criado Kitterick? —Hizo un gesto con la cabeza para señalar al enano naranja.
Fogarty, impresionado, no respondió y continuó callado mientras ella repetía la historia que le había contado a Blue sobre la amenaza de asesinato que pendía sobre un miembro de la casa real. En realidad lo único que se le ocurrió decir, antes de que la dama abandonase la habitación al final de la audiencia, fue:
—Madame Cardui, ¿cuál es su nombre de pila?
La mujer lo traspasó de nuevo con aquellos ojos extraordinarios y respondió con una voz maravillosa:
—Cynthia, guardián Fogarty. Mi nombre de pila es Cynthia.
A continuación se marchó y Fogarty se quedó temblando a su paso. Gracias a Dios había disimulado ante Blue y Pyrgus.
Resultaba absurdo experimentar semejante reacción ante una mujer a su edad o a cualquier edad. No recordaba que le hubiese ocurrido antes, ni cuando era un chico con acné que se pasaba el día pensando en el primer amor. Tampoco le había sucedido algo así cuando conoció a Miriam, la mujer con quien se había casado a los veintitantos años, aunque debía reconocer que Miriam era un poco boba, pero aun así…
¿Qué iba a hacer ahora?
Sabía lo que habría hecho si tuviese la edad que sentía en ese momento: montaría en la moto e iría tras ella como el Llanero Solitario, la abrazaría y la besaría hasta hacerle perder el conocimiento. Y si otro tipo la miraba, lo haría polvo.
Pero ahora era Guardián, el cargo más respetable y de mayor responsabilidad que le habían dado en su vida, y no podía actuar como un perrito faldero. Y además tenía ochenta y siete años y la época de hacer polvo a los rivales había pasado ya, a menos que usase un bate de criquet. Se preguntó si madame Cardui estaría liada con el enano.
Alguien aporreaba la puerta principal cuando Fogarty salió del cuarto de baño. Se quedó de piedra, pues se suponía que nadie podía acercarse a su casa sin hacer saltar el sistema de seguridad. También había guardias (Pyrgus había insistido), pero si alguna persona conseguía esquivarlos, los artefactos que el mismo Fogarty había puesto lo habrían alertado con antelación. Sin embargo, alguien había burlado tanto a los guardias como el sistema de seguridad y se hallaba ante su puerta en plena noche.
Fogarty se acercó a la hilera de monitores que había instalado en el salón: no se veía a nadie en los límites más alejados, salvo los guardias envueltos en capas verdes y cuyas siluetas infundían tranquilidad; tampoco parecía haber nadie más cerca, pues sólo se veían unos cuantos zorros y conejos (o lo que en el reino se consideraba como tales animales), nada preocupante. Así pues, no se trataba de ningún ataque masivo.
Entonces desvió la mirada hacia las pantallas que mostraban el porche delantero: un encapuchado de elevada estatura se disponía a llamar de nuevo con una mano enguantada; no parecía portar armas (aunque debajo de la capa podía llevar escondida cualquier cosa), y no lo acompañaba nadie. No obstante, ningún visitante podía pasar sin que los guardias lo advirtiesen. Y además, nadie, absolutamente nadie sería capaz de superar los mecanismos de seguridad que él había montado. ¿Quizá tenía algo que ver con el esperado intento de asesinato? Blue creía que el objetivo era Pyrgus, pero la advertencia decía que la víctima sería alguien de la casa real. De modo que podía tratarse de Pyrgus, de la propia Blue o de una docena de servidores y consejeros de categoría, incluido él.
Ahora bien, ¿acaso los asesinos llaman a la puerta?
Fogarty entornó los ojos mientras reflexionaba sobre ese detalle. Todo el mundo sabe que un asesino no actúa así, sino que se cuela en una casa por la puerta trasera, la ventana o la chimenea; o bien utiliza un hechizo de transformación para mostrar el aspecto de un amigo o alguien inofensivo. El tipo que estaba fuera no parecía un amigo, sino que tenía pinta de asesino, puesto que la capucha le tapaba el rostro y la capa ocultaba las armas que llevaba. Pero ¿por qué se presentaba en persona y pretendía entrar por la puerta principal? Tal vez era muy astuto y creía que si llamas a la puerta, a pesar de tener pinta de criminal, nadie pensará que eres un auténtico asesino. Sólo que…
Fogarty desistió de sus elucubraciones y sacó un bate de criquet del armario del recibidor; habría preferido emplear su vieja escopeta, pero como la había utilizado para matar al Emperador Púrpura, le pareció poco delicado usarla. ¿Qué ge suponía que debía hacer? ¿Decir que todavía estaba poseído por un demonio? Además, con un bate de criquet no se mataba a nadie si uno era prudente y en cambio se podía utilizar para romperle los dedos al asaltante en el interrogatorio posterior, que era muy importante porque de ese modo se podía averiguar quién lo había enviado y si tenía cómplices. Así pues, levantó el bate y abrió la puerta.
—Buenas noches, Alan —dijo madame Cardui—. Pensé que a nuestra edad sería mejor prescindir de los preliminares. —Miró el bate cuando entró—. ¡Oh, qué bien!, ¿vamos a jugar a algo?
* * *
Blue despertó adormilada cuando notó que alguien la sacudía. Con los ojos legañosos todavía dirigió la mirada más allá de la lámpara que su hermano sujetaba.
—Pyrgus, ¿qué haces?
—Hairstreak ha enviado al duque de Borgoña a verme —susurró Pyrgus, nervioso—. Necesito que me digas qué debo hacer.