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Hamearis Lucina, duque de Borgoña, era un hombretón al que le gustaba aumentar su corpulencia luciendo una armadura acolchada y en invierno, pieles. En vez de espada, solía llevar un hacha de guerra con mango de plata repleto de incrustaciones, el tipo de arma demasiado pesada para que la empuñase un hombre de menor estatura.

Los barqueros no cesaban de dirigirle miradas curiosas y furtivas. No sólo era muy conocido en su Yammeth Cretch natal, sino en todo el reino, pero además se trataba de un individuo lleno de prestancia, un tipo que rezumaba carisma y fuerza, características que lo habían ayudado a convertirse en el más íntimo aliado de Black Hairstreak. Llamaba la atención incluso a quienes no lo conocían.

Desembarcó despreocupadamente cuando la barca atracó en la isla imperial. Un marinero tuvo la intención de ayudarlo a bajar, pero tardó demasiado y retrocedió. Hamearis sabía que se preguntaban por qué viajaba sin séquito; lo hacía a propósito. Hombres de inferior categoría habrían necesitado numerosos acompañantes para impresionar, pero Hamearis sólo iba con un sirviente envuelto en una capa con capucha; eso le bastaba para causar mayor impresión.

No había guardias en el camino iluminado con antorchas que conducía al Palacio Púrpura, ni Hamearis contaba con que los hubiera. Ya lo habían interrogado y registrado (¡dos veces!), a orillas del río antes de dejarle embarcar. Le permitieron conservar el hacha —un signo de rango igual que un arma— después de sellársela al cinturón para que no pudiese utilizarla. En ninguno de los dos registros le encontraron su puñal de asesino, sujeto en la cara interior de la pantorrilla: un complicado hechizo de confusión había desviado la atención de los guardias, y el mismo hechizo había conseguido que su encapuchado acompañante no fuese registrado. No planeaba asesinar a nadie ese día, pero nunca estaba de más comprobar que se podía burlar la seguridad imperial.

El camino serpenteaba flanqueado por árboles muy decorativos, hasta que el Palacio Púrpura surgía a la vista, iluminado desde la base de sus muros por enormes esferas resplandecientes semienterradas. Se trataba de un edificio imponente, de estilo ciclópeo y diseñado como una enorme fortaleza más que como una residencia estéticamente agradable. La antigua piedra púrpura se había desgastado hasta ennegrecer (aunque se decía que aún brillaba con ese tono bajo determinado grado de luz) y se agazapaba como un enorme animal rechoncho en la pequeña colina del centro de la isla. A Hamearis le gustó. Una fortaleza así estaba pensada para infundir miedo al enemigo, y él admiraba la buena psicología militar.

Como había supuesto, aparecieron unos guardias cuando se acercó a la verja del jardín circundante. Era deber de todo guardia estar alerta en todo momento, pero especialmente después del anochecer. El capitán lo reconoció, desde luego, pero lo trató igual que a los demás visitantes.

—¿Qué os trae por aquí, señor?

—Deseo ver al Emperador Púrpura electo.

—¿Con qué fin, señor?

—Tengo un mensaje para él de lord Hairstreak.

—¿Escrito o de palabra?

—De palabra.

—¿Puedo transmitir el mensaje en vuestro lugar?

—Es reservado para los oídos del príncipe Pyrgus —repuso Hamearis.

El capitán se encogió de hombros, como si ya se lo esperase.

—¿Vais armado, excelencia?

—Ya lo ves —respondió Hamearis señalando el hacha cautiva.

El capitán se inclinó para inspeccionar el sello, sacó un pequeño artilugio del bolsillo y añadió un segundo sello.

—Por favor, quitaos el cinturón y pasad bajo el arco del lado izquierdo de la entrada principal, señor.

Quitarse el cinturón significaba quedarse sin arma.

—Soy el duque de Borgoña —declaró pomposamente y con firmeza—. No se me puede privar de mi hacha sin un motivo fundado.

—La recuperaréis cuando estéis dentro —aseguró el capitán.

Preocupado, Hamearis se preguntó qué habría ocurrido, pero no era el momento de meterse en dificultades, de modo que se quitó el cinturón con el hacha sellada y lo entregó.

—¿Lleváis otras armas, excelencia?

—No —mintió Hamearis.

—Pasad por el arco, señor.

Hamearis obedeció y de inmediato sonó una alarma ululante. En cuestión de segundos lo rodearon soldados con las espadas desenvainadas. Hamearis levantó las manos y retrocedió sonriendo. Su instinto le indicó qué había sucedido, y si no se equivocaba, era verdaderamente notable. No conocía ninguna clase de magia que produjese semejante resultado.

El capitán se acercó a él otra vez.

—Tal vez su excelencia haya olvidado algún arma… —dijo.

Exactamente lo que había sospechado: el arco tenía un recubrimiento de brujería que había detectado su puñal. Desabrochó la hebilla oculta y lo entregó.

—Gracias, señor —dijo el capitán—. Se os devolverá cuando os marchéis. Y ahora vuestro criado, por favor.

El hombre encapuchado pasó bajo el arco sin hacer saltar la alarma. Hamearis sonrió para sus adentros y se dirigió al palacio. Sospechaba que el arco encantado era obra del nuevo Guardián del joven Pyrgus, el mago Fogarty del Mundo Análogo. Si así era, había demostrado su valía con un solo invento. La magia para detectar armas era un descubrimiento increíble, algo de inestimable valor, pero tal vez fuera mejor no mencionárselo a su viejo amigo Hairstreak. Hamearis buscaría la forma de saber cómo funcionaba la nueva tecnología cuando los elfos de la noche se apoderasen del Palacio Púrpura, e intentaría convencer al mago Fogarty de que trabajase para la Casa de Lucina.