16

Henry se sentía raro. En realidad le parecía que se iba a marear. Todo le daba vueltas alrededor y cuando caminaba le parecía estar empujando un pegajoso pastel de melaza.

—No me encuentro bien —dijo. La voz le resonó en la cabeza como un gong hueco.

—Te acostumbrarás —le aseguró Blue—. Sígueme. —Ella se encaminó a la entrada de la comisaría y la empujó con decisión. Pero como no se abrió, se giró hacia Henry y le dijo, irritada—: La puerta está cerrada.

Henry intentaba recordar lo último que había comido porque tenía la sensación de que volvería a verlo muy pronto.

—La cierran a causa de los terroristas y esas cosas —aclaró—. No se puede entrar así como así, sino que hay que llamar al timbre y hablar por esa rejilla cuando te respondan.

—Pero si hablo por la rejilla, sabrán que hay alguien aquí, ¿no?

—Ahí está la cuestión, pero es el único sistema para que te dejen pasar —repuso Henry, y se preguntó si podría aguantar en pie más tiempo.

—Pues no quiero que sepan que estoy aquí —insistió Blue.

Era demasiado. A Henry el cerebro le daba vueltas lentamente como si formara círculos.

—¿Y cómo entraremos entonces? —consiguió preguntar.

En ese momento la puerta se abrió y salió un hombre que ni siquiera los miró. Blue interpuso el pie para que la puerta no se cerrase.

—¡Vamos! —siseó, y se coló. Henry la miró con gesto estúpido, pero la siguió y la puerta volvió a cerrarse.

Se hallaban en una sala de espera con suelo de linóleo; había unas sillas a un lado y un mostrador al otro. Detrás del mostrador se hallaba un sargento uniformado, y a sus espaldas, una joven de cabello negro muy corto tecleaba sentada a una mesa. En la sala había tres sillas ocupadas: en dos de ellas esperaba una pareja de ancianos y en la tercera, un hombre de mediana edad que intentaba, sin éxito, parecerse a Elvis Presley. Nadie prestó atención a Blue ni a Henry.

—Bueno —dijo Blue—, será mejor que busquemos al señor Fogarty.

—Podemos preguntárselo al sargento del mostrador —sugirió Henry. En realidad lo que deseaba era salir de allí, irse a casa y, a ser posible, morirse.

Blue lo miró con extrañeza.

—¿Intentas hacerte el gracioso?

—No. —Henry sacudió la cabeza—. ¿Por qué lo dices? —Se desperezó y tuvo que apoyarse en el respaldo de una silla. ¡Qué gran error había sido mover la cabeza!

—¿Para qué nos hemos hecho invisibles si ahora quieres preguntar en el mostrador?

La niebla que los envolvía se aclaró un poco y Henry la miró boquiabierto.

—¿Invisibles? —repitió.

—¿Y qué crees que era el cucurucho?

—No es posible que seamos invisibles —repuso Henry—. Yo te veo perfectamente. —Lo de «perfectamente» no resultaba tan cierto, puesto que aún tenía la visión borrosa, pero la veía.

—Pues claro que tú me ves, y yo a ti. Tú te ves las manos y yo distingo mis pies porque los dos somos invisibles —explicó Blue en el tono de alguien que habla con un niño tonto—. Y procura bajar la voz. El hechizo disminuye el sonido, pero si haces demasiado ruido te oirán. Y no vuelvas a pedorrearte; la gente se preguntará de dónde sale el olor.

—¡Yo no me he pedorreado! —protestó Henry, y al punto bajó la voz—. No lo he hecho —susurró.

—Bueno, pues alguien ha sido —replicó Blue con desdén, y preguntó—: ¿Dónde habrán metido al señor Fogarty?

—No lo sé —respondió Henry, un poco fastidiado. Sólo había estado en una comisaría una vez porque le faltaba una luz trasera a su bicicleta.

—¿Estará ahí al fondo o tras esa puerta? ¿O hay un edificio anexo?

—¡No lo sé! —insistió Henry.

La puerta principal se abrió y entraron dos agentes sujetando por los brazos a un joven de aspecto hosco que llevaba una raída chaqueta de cuero. El sargento levantó la trampilla del mostrador y los agentes escoltaron al chico hasta una puerta que había al fondo de la sala.

—Es un prisionero —dijo Blue—. Se lo llevan a los calabozos que seguramente hay detrás de esa puerta.

Tal vez tuviese razón, pero Henry no veía de qué iba a servir. El sargento había bajado de nuevo la trampilla del mostrador, aunque habría dado igual que no lo hubiera hecho porque los dos agentes cerraron la puerta tras ellos. La invisibilidad parecía estupenda, pero no se podía entrar en ningún sitio sin que se viera que las puertas se abrían solas. Iba a decir algo, pero se calló porque sintió el estómago revuelto.

—¡Vamos! —ordenó Blue.

Henry contempló con horror cómo Blue daba un brinco, saltaba por encima del mostrador y aterrizaba ágil y sigilosamente al lado del sargento. No tuvo valor para mirarla.

—¡Vamos! —repitió la chica haciéndole un gesto.

A Henry se le encogió el corazón. Nunca había sido deportista, ni siquiera cuando se encontraba bien, y si intentaba imitar lo que había hecho Blue, seguro que tropezaba y caía hecho un ovillo.

—Venga, Henry…

El chico se acercó vacilante al mostrador. Todo resultaba problemático. No era capaz de saltar, pero ni se le ocurrió dejar que Blue rescatase al señor Fogarty ella sola. Apartó la vista para no ver la mirada de Blue y trepó por el mostrador conteniendo el aliento para no hacer ruido. No había mucho sitio y daba por hecho que iba a volcar la taza de té que había encima; Blue pensaría que era un completo idiota comparado con los chicos atléticos que a ella le gustaban, pero no sabía hacerlo de otro modo para que resultara seguro.

Había conseguido sentarse a horcajadas sobre el mostrador cuando el sargento quiso tomarse su té. Henry se aplastó contra la superficie y se puso a rezar. En ese momento sonó el teléfono y el sargento se volvió para atenderlo. El cable se estiró sobre el culo invisible de Henry y formó una delicada curva, pero el sargento no dio muestras de notarlo.

—No; es en Rosewood Street, ¿vale? —dijo el sargento.

Henry se deslizó por debajo del cable, pero antes de completar la maniobra el sargento volvió a colocar el teléfono en su sitio. Henry, aliviado, se escabulló al fin hasta llegar junto a Blue, que lo miraba con impaciencia. La mujer que tecleaba se hallaba a unos centímetros de ellos y el sargento aún más cerca. Resultaba peligroso hablar, pero Henry decidió arriesgarse y preguntó:

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperar y vigilar —musitó Blue—. Cruzaremos la puerta cuando todo el mundo esté distraído.

Sonaba muy sencillo, pero los dos agentes aparecieron de nuevo y cerraron la puerta tras ellos. Entonces iniciaron una conversación a tres bandas sobre alguien llamado Jackie Knox.

—¿Queréis un café, chicos? —preguntó la mecanógrafa—. Voy a prepararme uno.

Se levantó y los demás se arremolinaron detrás del mostrador.

Con el rabillo del ojo, Henry vio que Blue se movía con elegancia, como bailando una danza sinuosa para evitar todo contacto corporal; evidentemente, estaba acostumbrada a ser invisible, pero Henry no. Así que el chico esquivó a la gente y se agachó como un rinoceronte, aunque a cada movimiento incrementaba el vahído que sentía en el estómago.

Por fortuna la mujer acabó de repartir el café y regresó a su mesa. En ese momento se abrió una puerta en la sala de espera y apareció el señor Fogarty con un joven policía uniformado. Ambos se dirigieron a la salida.

—Gracias por su cooperación, señor —dijo el policía—. Sentimos haberle molestado.

Fogarty soltó un gruñido y se marchó.

—¿Has visto eso? —susurró Blue, encantada—. ¡Lo han soltado!

El teléfono del mostrador sonó de nuevo y el sargento volvió a descolgarlo.

—Comisaría de Nutgrove —dijo en tono amable.

Sonó otro teléfono al lado de la mecanógrafa, que lo atendió mientras manejaba el ratón del ordenador con la otra mano.

—Debe de ser Tom —comentó uno de los agentes. La chica cubrió el auricular y llamó al hombre que no se parecía a Elvis.

—¿Puede acercarse un momento al mostrador, señor Robson?

—¿Y nosotros qué? No tenemos todo el día, ¿sabe usted? —dijo secamente la anciana que también esperaba turno.

—Ya no tardará mucho, abuela —le dijo uno de los agentes.

—¡Vamos, Henry! —apremió Blue, y trepó por el mostrador.

—¡Puajj! —masculló el sargento de repente y soltó el teléfono mientras contemplaba el suelo con los ojos como platos—. ¿De dónde sale esto?

Los dos agentes miraron con una mezcla de asco y sorpresa lo que se ofrecía a la vista: estaba más que claro que Henry acababa de vomitar en parte sobre los pantalones del sargento.

* * *

Resultaba extraña la forma en que el señor Fogarty miraba a un punto situado sobre la oreja izquierda de Henry mientras hablaban, pero el chico supuso que era porque no podía verlos.

—Identidad equivocada —afirmó el Guardián, irritado—. Un empleado de un banco señaló a otra persona en la ronda de identificación.

—¿Por qué cree que se mareó Henry? —preguntó Blue, que ya era visible, aunque Henry sólo había empezado a dar signos de recuperación.

—Sería por su camisa.

—¿Qué le pasa a mi camisa? —quiso saber Henry. Estaban en casa del señor Fogarty, pero afortunadamente las náuseas le habían remitido.

—Fibras sintéticas —explicó el viejo con tono lúgubre—. Chocan con la energía liberada por el cucurucho de hechizos y producen una resonancia. Por eso te sentiste fatal.

—¿Quiere decir que vomitará cada vez que utilice magia? —inquirió Blue.

—Si lleva esa camisa, sí. Que se quite las fibras sintéticas y pruebe con otro cucurucho. Si tengo razón, no le pasará nada.

—Un momento… —pidió Henry. No se trataba sólo de la camisa; los pantalones también eran sintéticos, y no digamos los calzoncillos.

—Haremos el experimento en otra ocasión, Guardián —intervino Blue—. Me parece que lo más importante es que regresemos al reino cuanto antes.

—¿Qué ha sucedido? —se interesó Fogarty.

—El cadáver de mi padre ha desaparecido —respondió Blue, tensa—. Y se ha urdido un complot para asesinar a Pyrgus.

El Guardián se mostró contrariado.

—¡No, otro no! —Resopló con ímpetu—. Tienes razón, será mejor que vayamos. ¿Hay un portal abierto? —En vista de que Blue asintió, miró a Henry y le dijo—: ¿Vienes?

—Primero debo arreglar las cosas en casa. —Tenía que conseguir comida para Hodge, pero en realidad se refería a su madre; se las tenía que ingeniar e inventar una disculpa para salir de casa.

—Pues arréglalo y reúnete con nosotros en cuanto puedas. Utiliza el transportador que te dejé —indicó Fogarty.

Blue y el Guardián se encaminaron hacia la puerta, pero cuando llegaron, éste se dio la vuelta, sacó una cajita del bolsillo y se la entregó a Henry.

—Vístete con fibras naturales antes de usarlos.

—¿Qué es esto?

Fogarty esbozó una de sus extrañas sonrisas y contestó:

—Un regalito para tu madre.