11

Lord Hairstreak poseía dos magníficas residencias en el reino. Una se hallaba junto a la capital; en ella había albergado al fénix de oro hasta que Pyrgus Malvae se lo había robado. La otra, más nueva y mucho más grandiosa, estaba en el centro de Yammeth Cretch, rodeada por doce kilómetros cuadrados de árboles. En ese bosque había haniels y sliths, que eran los encargados de comerse o envenenar a los visitantes inoportunos cuando apenas habían avanzado un kilómetro. Chalkhill miró con nerviosismo a uno de esos haniels que se agazapaba en una rama con las alas semidesplegadas mientras contemplaba la extensión del bien cuidado césped, como si estuviese a punto de saltar y volar.

—No te preocupes —dijo Harold Dingy—. No se acercan a la casa.

Esperaron al pie de los amplios escalones de piedra hasta que un lacayo, con guantes blancos y peluca, bajó tambaleándose a causa de las botas de tacón alto que calzaba.

—Su señoría estará encantado de recibirlos —anunció mientras daba un vistazo a lo lejos. Le dio a Dingy una moneda de color verde luminoso y dibujos laberínticos, y se hizo a un lado—. ¡Vamos! ¡Vamos! —los urgió—. Ya saben que su señoría no soporta que lo hagan esperar. —Miró a Chalkhill con el rabillo del ojo y sonrió.

Dingy le dedicó una expresión agria, pero lanzó la moneda, que permaneció en el aire un momento y después se desplazó por los escalones. Dingy y Chalkhill la siguieron a toda prisa. Las grandes puertas de roble se abrieron de golpe cuando ellos se acercaron. Al entrar en el vestíbulo oyeron un graznido alterado a sus espaldas. Las puertas se habían cerrado de nuevo, pero tuvieron tiempo de ver al haniel que arrastraba entre las garras al lacayo.

Chalkhill miró a Dingy, y éste, que tenía el entrecejo fruncido, comentó:

—Es la primera vez que veo una cosa semejante.

Fueron en pos de la moneda laberíntica a través de un enredo de pasillos hasta que llegaron a una antecámara con colgaduras de seda. La moneda cayó al suelo con un ruido amortiguado.

A Chalkhill la habitación no le pareció nada extraordinaria: las colgaduras eran de color índigo con un estrecho borde escarlata y dibujos de demonios que lanzaban miradas lascivas. No entendía por qué la gente utilizaba demonios como elementos artísticos, ya que eran unas criaturas temibles y feas. Si hubiese decorado él la habitación, habría puesto querubines, dulces querubines desnudos, rosáceos y monísimos.

—Ha pasado algún tiempo desde la última vez que vi a su señoría —comentó Chalkhill para mantener la conversación.

—Pues no ha cambiado mucho —gruñó Dingy.

Tampoco había cambiado Cossus Cossus, el Guardián de Hairstreak, cuya cabeza seguía pareciendo demasiado pequeña para el tamaño del cuerpo; el hombre caminaba como si tuviera un palo de escoba en la espalda.

—Jasper —saludó, e hizo un leve gesto ante Chalkhill.

—Cossus. —Chalkhill le devolvió el saludo. Ninguno de ellos sonrió.

—Espero que te encuentres bien de salud.

—No me quejo. —Repuso Chalkhill, se sorbió la nariz y añadió—: A pesar de la comida de la prisión.

—Supongo que no era como la que estabas acostumbrado a comer —comentó Cossus, comprensivo, y despidió con la mano a Dingy—. Retírate, Harold. Ya has cumplido.

Dingy le dedicó una mirada fulminante capaz de marchitar la hierba y se alejó murmurando. Cossus tomó a Chalkhill por el brazo en una actitud insólitamente amistosa.

—Bien, Jasper, su señoría quiere verte en privado. Te espera en la salita de instrucciones.

Dicha salita era un despacho forrado de libros con siete capas de hechizos de intimidad permanente que emitían olor a cuero viejo. Chalkhill sólo había estado allí dos veces: tina cuando había entrado al servicio de lord Hairstreak y otra cuando éste le había encargado que secuestrase a Holly Blue, la princesa real.

Cossus lo acompañó hasta la puerta.

—Sé todo oídos. —Murmuró con desenfado, y añadió—: Buena suerte.

Lord Hairstreak miraba por la ventana con gran interés, pero se dio la vuelta en cuanto entró Chalkhill.

—Siéntate —ordenó el menudo hombrecillo, vestido de terciopelo negro, como siempre.

Chalkhill se sentó. A pesar de que solía decir que eran íntimos amigos, lord Hairstreak lo aterrorizaba porque rezumaba crueldad por todos los poros. Chalkhill juntó las manos sobre el regazo y esperó. Situado detrás de Hairstreak divisó lo que su señoría contemplaba por la ventana: cómo el haniel devoraba al lacayo.

—Me fallaste, Jasper —dijo Hairstreak en voz baja—. Dejaste que esa estúpida chiquilla te derrotase.

Chalkhill sintió un escalofrío. La «estúpida chiquilla» era la princesa Blue, que le había ganado la batalla tiempo atrás. Abrió la boca para soltar unas cuantas excusas, pero la cerró de nuevo; resultaba más seguro que hablase lord Hairstreak.

—Debería haber dejado que te pudrieses en la cárcel, asqueroso incompetente —siseó Hairstreak—. Tu torpeza fue un riesgo para mí.

Con un esfuerzo de voluntad Chalkhill reprimió sus temblores. Existía la posibilidad de que Hairstreak lo hubiese hecho ir allí para torturarlo hasta la muerte, aunque prefería creer la afirmación de Dingy de que le esperaba otro trabajo. ¿O era lo que él deseaba? ¿Acaso le iba a confiar Hairstreak una tarea después de haber fracasado en la última? En el exterior el haniel echó a volar llevándose los restos del cuerpo del lacayo, y a una altura de cinco metros, la cabeza cayó y rodó bajo un rosal.

El talante de Black Hairstreak cambió de repente: irguió la espalda y contempló los estantes con libros. Chalkhill le siguió la mirada y le pareció que contemplaba los veintisiete volúmenes de Sueños del Imperio, de Maculinia.

—He decidido darte la oportunidad de redimirte —declaró Hairstreak.

—Gracias, lord Hairstreak.

—Oh, no me des las gracias. Se trata de una misión peligrosa.

—Sí, lord Hairstreak.

—Si fracasas, morirás.

—Sí, lord Hairstreak.

—Pero no fracasarás esta vez, ¿verdad, Jasper?

—No, lord Hairstreak.

—Muy bien, Jasper. ¿Sabes algo de la misión que te reservo?

—Su… —Chalkhill titubeó y se lamió los labios. ¿Cuál era el maldito título de Dingy? Se estrujó el cerebro, pero no se le ocurrió nada—. Su, ¡oh!, su hombre mencionó que a usted no le apetecía que el joven Pyrgus Malvae se convirtiese en Emperador Púrpura.

Hairstreak se volvió hacia él echando chispas por los ojos.

—Quiero al joven Pyrgus Malvae muerto, ¡eso es lo que quiero! Que lo asesines, Chalkhill, para que sirva de ejemplo. Deseo que muera públicamente de forma horrible. Y que suceda en el momento de su mayor triunfo, exactamente antes de que el archimandrita lo corone. Quiero que el mundo sepa lo que les pasa a quienes se rebelan contra lord Hairstreak… y le roban sus valiosos pájaros. He aquí mi deseo, Chalkhill, y pregunto: ¿eres tú el hombre que puede conseguirlo?

¿Quería que Pyrgus muriese en plena coronación? ¡Era una misión suicida! ¿Matar al emperador electo en la catedral con su guardia alrededor y diez mil personas mirando? Tal vez fuese posible, pero no podría escapar. Al asesino lo atravesarían una veintena de espadas antes de que diese tres pasos. ¡No había forma! ¡No la había!

—¡Soy su hombre, lord Hairstreak! —afirmó Chalkhill, aterrado ante aquellos relucientes ojos.

* * *

—¿Qué es esto, señoría? —preguntó Chalkhill, perplejo. Parecía una varita para hacer burbujas, pero no sabía qué era realmente. Tenía a Black Hairstreak por un hombre serio, y una varita de burbujas no pasaba de ser un juguete de niños.

—El arma que utilizarás para matar al príncipe Pyrgus —respondió Hairstreak—. Se llama cerbatana. La he mandado traer especialmente del Mundo Análogo. Tiene el mismo aspecto que una varita para hacer burbujas, ¿verdad?

—Sí, señoría. —Chalkhill tocó el artilugio con cuidado. Era un corto tubo de madera decorado con primitivos dibujos repujados, pero Chalkhill no conocía bien el Mundo Análogo y no deseaba que ese objeto se disparase accidentalmente.

—Ahí está el quid de la cuestión —señaló lord Hairstreak—. Necesitamos un instrumento que pase inadvertido al sistema de seguridad de la catedral. ¿Y qué mejor que una inocente varita para echar burbujas? Esferas resplandecientes para celebrar la coronación de un flamante emperador. Espero que algunos miembros de la congregación las lleven.

—Pero ¿no se trata de una de esas varitas de verdad? —preguntó Chalkhill contemplando el tubo.

—No.

—¿Es un arma?

—Sí.

Parecía cortísima y no tenía aspecto mágico.

—¿Cuánto tendré que acercarme al emperador electo para utilizarla, señoría?

Por primera vez Hairstreak sonrió con sinceridad.

—Ah, Chalkhill, fiel Chalkhill, crees que te envío a la muerte, ¿verdad? ¿Sospechas que se trata de una especie de misión suicida?

—¡No, señoría, claro que no! —protestó Chalkhill—. De ninguna manera… Yo no… Señoría, no se me habría ocurrido…

—Eres un agente entrenado —afirmó Hairstreak sonriendo todavía más—. Mi principal espía y muy pronto mi asesino más competente. ¿Voy a desperdiciar un elemento tan valioso? —Regresó a la ventana. No había rastro del haniel y un pequeño equipo de sirvientes recogía lo que quedaba del lacayo. Uno de ellos metió la cabeza en una gran bolsa de papel marrón—. ¿Quieres saber cómo pretendo que salgas vivo, Jasper?

A pesar de que desconfiaba de Hairstreak, Chalkhill sintió una leve sensación de alivio.

—Sí, señor, claro que sí. ¡Me gustaría mucho saberlo!

—Bien, he aquí el plan —explicó Hairstreak—: Primero, la cerbatana. No se trata de una varita ni de un artilugio mágico de los elfos ni del Mundo Análogo, sino de una simple arma. Tan simple que te garantizo que nadie en el reino de los elfos sabrá para qué sirve. Por sí sola es bastante inofensiva. Pero con estos… —Sacó una cajita del bolsillo y se la entregó a Chalkhill, que la miró con ceño y luego la abrió. Dentro había seis minúsculos dardos con plumas sobre un lecho de terciopelo—. No toques las puntas —advirtió Hairstreak—. Las he untado con veneno de araña. El más leve pinchazo te mataría. —Chalkhill se apresuró a cerrar la tapa—. Me parece un final interesante —continuó Hairstreak, con aire pensativo—. Atroz pero interesante. En primer lugar, parálisis; después la piel se vuelve azul y empieza el dolor hasta que se pide la muerte a gritos en cuestión de minutos. Lo probé con un criado y me impactó ver cómo se le despellejaba el rostro. —La expresión de Black Hairstreak se avivó—. Llevarás la cerbatana a la catedral despreocupadamente, como si fuera una varita para hacer burbujas, y los dardos serán un adorno más de tu sombrero. Y ahora viene la parte ingeniosa: para matar al emperador electo sólo tienes que alcanzar un dardo de tu sombrero (estarás rodeado de hombres, de forma que nadie notará lo que vas a hacer), lo sujetas, lo metes en el tubo y soplas con fuerza.

—¿Soplar, señoría? —repitió Chalkhill.

—Sí, Jasper, soplar. ¡La fuerza de tu aliento impulsará el dardo hacia tu objetivo! —Hizo una pausa para dirigirle una mirada resplandeciente.

Chalkhill observó el tubo y la caja de dardos antes de volver a observar a Hairstreak y sufrir un involuntario estremecimiento.

—¡Qué deliciosamente… primitivo! —comentó.

—Primitivo pero eficaz. Nuestro joven amigo Pyrgus apenas notará la herida; como mucho creerá que es la picadura de un insecto. La parálisis tarda tres minutos en producirse y en otros cuatro estará muerto; tiempo suficiente para escapar, ¿no te parece?

Chalkhill revisó el plan. No cabía duda de que Hairstreak era un absoluto canalla, pero no parecía que hubiese detalles escondidos ni fallos, excepto uno…

—Señoría —dijo titubeando—, hay un problemilla…

—¿De qué se trata? —inquirió Hairstreak.

—Señor —empezó Chalkhill—, debe usted tener en cuenta que ya no soy lo que se podría llamar un agente secreto. Me pareció una idea espléndida secuestrar a la princesa real, pero con esa misión mi identidad como el espía más importante de su señoría quedó al descubierto para siempre. —«Y acabé en aquella horrible y apestosa prisión», pensó, aunque tal vez no fuese el momento de sacar el tema—. Me refiero, señor, a que conocen mi cara. Disfruto de cierta… notoriedad. Me temo que el personal de seguridad del emperador jamás me dejará pisar la catedral.

—¡Ah! —exclamó Hairstreak, y esbozó una sonrisilla maliciosa—. Claro, claro. ¿Crees que no lo había pensado? ¿Crees que no había pensado en algo que salta a la vista?

—No, señor, ni mucho menos. No pretendía sugerir…

—¡Ahí tienes la mejor parte del plan! —exclamo Hairstreak sin hacerle caso—. ¿Sabes, mi querido Jasper, que no voy a asistir a la coronación?

—¿Ah, no? —dijo Chalkhill preguntándose qué tendría eso que ver—. Pero ¿no sería obligado que usted…?

—¡Claro que sería obligado, cretino! Obligado y políticamente oportuno. Por eso he elaborado un hechizo de ilusión óptica especial.

—¿Un hechizo de ilusión óptica? —repitió Chalkhill, que no cesaba de repetir casi todo lo que decía lord Hairstreak.

—Tú irás en mi lugar, como si fueras yo. —Sonrió de oreja a oreja—. Ya te dije que te rodearían mis hombres. Ellos se convertirán en tus guardaespaldas.