Otra vez gachas de huesos.
Brimstone contempló el agrietado cuenco y notó que se le resecaban los labios. El jugo tenía la consistencia del agua de fregar: un fluido ligero y grisáceo con pedazos de cartílago, blanco como el de un cadáver, que olía peor que la alcantarilla destapada que había debajo de la ventana. El hombre miró ceñudo a la vieja bruja desdentada.
—Es bueno para usted —parloteó la viuda Mormo—. Lo fortalece. A mi difunto marido le encantaba. —Puso una cuchara sucia junto al cuenco y un mendrugo de pan duro al lado de la cuchara. Una cucaracha se batió en retirada por la destartalada mesa y Brimstone la aplastó con el pulgar.
—Seguramente su difunto marido murió a causa de esta porquería —murmuró Brimstone con amargura.
—No hace falta ponerse así —repuso la viuda Mormo en tono cortante—. Soy una pobre mujer y hago lo que puedo con la miseria que me paga.
Brimstone le daba cuatro peniques de plata al día, que eran realmente una miseria, pero las comidas se trataban aparte y las gachas de huesos le producían diarrea. Había planeado esconderse en ese infame alojamiento durante seis meses como mínimo, pero se preguntaba si podría sobrevivir seis días más. Incluso la amenaza de un príncipe de los demonios disminuía su peligrosidad frente a las gachas de huesos de la viuda Mormo.
La vieja puerca murmuró algo que él no entendió.
—¿Qué? —refunfuñó Brimstone—. ¿Qué? —Estaba perdiendo oído porque no tenía un hechizo para reforzarlo.
Pero se había visto obligado a renunciar al que necesitaba y no se atrevía a salir para comprar otro, pues Beleth lo buscaría en primer lugar en una tienda de suministros mágicos. Seguramente tenía vigiladas todas las de la ciudad. Un príncipe de los demonios poseía infinidad de recursos.
Sin embargo, la pérdida del oído no era el único problema: Brimstone había cumplido noventa y ocho años y sin un refuerzo mágico su cuerpo no tardaría en desmoronarse, e incluso aunque dispusiera de él, aparentaría la edad que tenía.
—Ya le dije que podría haber una forma de lograr que las cosas fuesen un poquitín más cómodas para usted —comentó la viuda Mormo con astucia—, y la comida mejor.
—No pienso pagar más —le espetó Brimstone.
El alojamiento era barato, pero le habían robado la mayor parte de su fortuna en efectivo y todos sus bienes estaban fuera de su alcance; tenía consigo una considerable cantidad de oro, aunque no sabía cuánto duraría. Y ya que los demonios tenían muy buena memoria, tal vez debería permanecer oculto algunos años.
Con gran disgusto vio cómo la vieja bruja alcanzaba una silla y se sentaba a su lado. Brimstone arrugó la nariz. La mujer debía de usar un perfume horrible porque olía sobre todo a pis.
Brimstone retiró su silla hacia atrás.
—Viuda Mormo…
—Maura —corrigió la vieja bruja—. Llámeme Maura. —Bajó los ojos—. Y yo lo llamaré Silas.
—Ni se le ocurra llamarme así —estalló Brimstone. Las clases bajas nunca sabían el lugar que les correspondía cuando uno andaba escaso de dinero.
—Lo que estaba pensando, Silas —continuó la viuda Mormo sin desanimarse—, era en un pequeño… arreglo.
—¿Qué clase de arreglo? —repuso Brimstone con suspicacia.
Valía la pena escuchar cualquier proposición que mejorase la comida sin pagar más. Pero la bruja querría algo a cambio, por supuesto, como todo el mundo. Probablemente necesitaba la ayuda de algún hechizo ilegal. Brimstone no le había contado nada a la mujer, pero él olía a azufre y ella era tan astuta como horrible. Lo más probable era que lo hubiera tomado por un brujo en cuanto lo vio en la puerta de la casa. Y si lo que quería la viuda era un hechizo ilegal no habría ningún inconveniente. Después de todo, ¿qué tenían de malo? Toda su vida había tratado con demonios y su último pacto con Beleth había exigido un sacrificio humano. No era probable que la muy víbora le pidiese algo de la misma categoría.
—Soy viuda, Silas —dijo dulcemente—, desde que mi Stanley murió.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—He pensado que podríamos casarnos —contestó la viuda Mormo con coqueta timidez.
Brimstone miró a la vieja, asombrado. Incluso en su juventud debía de haber sido la mujer más fea del país, pero en la actualidad, sin dientes, llena de verrugas, reumática, calva, arrugada, apestosa, sucia, mal vestida y flatulenta, habría resultado más atrayente muerta.
—¿Quiere que me case con usted? —inquirió.
—Y lo sacaré de aquí —dijo ella sorbiendo—. Poseo una vivienda de mi propiedad en el bosque: una cabaña de madera con todas las comodidades, un armario lleno de hechizos y una hermosa y cómoda cama de matrimonio. Guardo mi dinero debajo del colchón. Nadie va allí ni conoce el lugar. —Esbozó una seductora sonrisa desdentada—. Podríamos escaparnos para pasar nuestra luna de miel.
Brimstone arrugó el entrecejo. Una bonita cabaña de madera aislada era lo que necesitaba, por no hablar del dinero y los hechizos del armario. Esbozó una sonrisa glacial. Cabía la posibilidad de cortarle el cuello cuando estuviesen allí y enterrarla en el bosque.
—Muy bien, de acuerdo —dijo.