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—¡Miedica! —exclamó su alteza serenísima, la princesa Holly Blue.

—¡No soy un miedica! —protestó Pyrgus—. Sólo quiero ver cómo se mueven. —Hojeó el libro de dibujos pasando las páginas con gestos exagerados: los espléndidos hechizos de animación provocaban que las ilustraciones de mariposas se retorciesen y estirasen las alas.

—Sabes muy bien cómo se mueven —repuso Blue, enfadada—. Son dibujos tradicionales, ¡hace años que no cambian! Y los viste muchas veces con papá… cuando estaba vivo. —Se le nublaron los ojos.

—Ya lo sé —refunfuñó Pyrgus, y pasó otra página.

—Bueno, ¿y a qué esperas? —Su hermano murmuró algo—. ¿Qué has dicho?

—Que no me gustan las agujas.

Se hallaban en los aposentos privados del emperador en el Palacio Púrpura, que ya pertenecían a Pyrgus, y hacía alrededor de una hora que el herticordio real esperaba fuera.

—Ya sé que no te gustan las agujas —repuso Blue—. Pero tienes que pasar por eso, y ahora. ¿O prefieres que te pinchen el día de tu coronación? No puedes convertirte en el nuevo Emperador Púrpura y pasarte la ceremonia rascándote; la gente creería que tienes pulgas.

—Puedo utilizar un hechizo curativo.

—Lo que puedes hacer es comportarte como debes —le dijo Blue, tajante—. Ya has echado dos veces a ese pobre hombre. Aguántate y cúrate.

—Vale, vale —farfulló Pyrgus, y le hizo un gesto al lacayo que esperaba junto a la puerta como una estatua—. Que pase.

El lacayo abrió la puerta e hizo una reverencia.

—Sir Archibald Buff-Arches —anunció en voz alta—, herticordio real.

El hombre que entró en la estancia le recordó a Blue a su antiguo enemigo Jasper Chalkhill, pues estaba gordo y le gustaba la ropa extravagante: llevaba un traje de seda tornasolada tejida con hechizos de ilusión óptica que mostraba unas ninfas desdibujadas nadando entre los pliegues. Pero ahí acababa el parecido. El hombre caminaba con decisión y por sus ojos se reconocía que no era un elfo de la noche. Dos delgados ayudantes empujaban un carrito con frascos multicolores, varias botellas y una bandeja con las agujas tan temidas por Pyrgus.

El herticordio hizo una profunda reverencia ante el futuro emperador.

—Majestad imperial —saludó. Se volvió hacia Blue e hizo una reverencia más sencilla—. Alteza serenísima.

Blue se fijó en que tenía manos delicadas y bastante bonitas.

—Mi hermano está preparado —se apresuró a decir antes de que Pyrgus cambiase de idea.

Éste le lanzó una mirada asesina, pero como estaba decidido a seguir adelante, le dijo a Buff-Arches con exagerada dignidad:

—Me pongo en tus manos, herticordio. Acabemos de una vez.

Los dos ayudantes se ocuparon de abrir frascos y botellas y colocar una serie de resplandecientes instrumentos junto a las agujas. Blue observó que el rostro de Pyrgus adquiría un tono verdoso. El contenido del carrito sugería que se estaban preparando para una importante operación de cirugía.

—Supongo que su majestad querrá conocer sus opciones —dijo Buff-Arches.

Pyrgus lo miró fijamente, y Blue supo que ése era el momento en que su hermano podía acobardarse. Pero él se limitó a decir:

—¿Opciones? Sí, me gustaría conocerlas.

—Por lo general —explicó Buff-Arches—, los tatuajes se hacen sin anestesia ni intervención mágica de ningún tipo, excepto una pequeña transfusión por si la pérdida de sangre real es superior a un litro en una hora…

—¿Pérdida de sangre? —graznó Pyrgus—. ¿Un litro en una hora?

—¡Oh, rara vez llega a esa cantidad! —manifestó el herticordio, muy ufano—. A menos que por casualidad se rompa una arteria mientras se prepara la transposición real.

—¿Transposición real? —repitió Pyrgus. Blue se le acercó con disimulo por si se desmayaba.

—Sí, se trata de obtener una muestra de tejido que se utiliza para calibrar el efecto de los tintes; es una medida de precaución por si se producen reacciones alérgicas. En primer lugar procedo a tatuar la muestra con el dibujo de una abeja y, si no hay reacción, seguimos con el tatuaje oficial del cuerpo de su majestad. La muestra de tejido suele tomarse de las nalgas reales.

Blue esperaba que su hermano protestase. Ella lo habría hecho, desde luego, porque una muestra de tejido de esa clase significaba pasar una semana sin sentarse. Pero Pyrgus se limitó a preguntar:

—¿Por qué una abeja? ¿Por qué tatúas siempre la muestra con una abeja?

—No tengo ni idea —reconoció el otro—. Se trata simplemente del dibujo especificado… por la tradición, se entiende. —Observó a Pyrgus un momento, como si esperase más preguntas, y añadió en tono brusco—: Pero iba a explicaros vuestras opciones: como he dicho, el sistema tradicional no requiere anestesia ni intervención mágica, pero uno de vuestros ilustres antepasados, el emperador Scolitandes el Enclenque, decretó que a partir de él todo Emperador Púrpura podía elegir que sus tatuajes oficiales se hiciesen con anestesia local o general mediante esas tinturas herbales. —Señaló unos botellines del carrito—. O si no, que el candidato encendiese un cucurucho de hechizos que de forma temporal lo hiciese inmune al dolor. —Hizo una pausa, expectante, y preguntó—: ¿Le importaría a su majestad imperial decirme qué opción ha elegido?

—¿Para qué son esos instrumentos? —quiso saber Pyrgus contemplando la bandeja—. ¿Para la muestra de tejido?

—¡Oh, no, sire! Su majestad recordará que mi segunda labor como herticordio es rasurar vuestra cabeza para haceros la tonsura real. El instrumental parece un poco desagradable, pero esa parte del procedimiento es indolora, os lo aseguro. A menos que su majestad se retuerza, por supuesto.

—¿No hay más remedio que afeitarme la cabeza? —dijo Pyrgus, que era muy presumido con su cabello.

—Sí, hay que hacerlo. Su majestad es el jefe de la Iglesia de la Luz, por eso resulta tan apropiada la tonsura. Pero si lo deseáis, puedo haceros una pequeña peluca con el pelo cortado para que os la pongáis cuando no estéis ocupado en asuntos de Estado.

—Buena idea —afirmó Pyrgus—. Sí, hazla.

—¿Y las opciones de Su majestad? La anestesia, el cucurucho de hechizos…

—¿Cuál eligió mi padre?

La expresión de Buff-Arches se dulcificó por primera vez.

—Vuestro padre, sire, optó por el método tradicional: nada de hechizos ni anestesia. Ni siquiera hizo falta que lo sujetasen mis ayudantes.

Blue se puso tensa. Hacía sólo unas semanas que habían asesinado a su padre, al que habían dado una muerte horrible con un arma del Mundo Análogo que le había destruido gran parte de la cara; pero Pyrgus y su padre no solían coincidir en sus formas de actuar. En cierta época la relación entre ellos había sido tan tensa que su hermano se había marchado de casa para vivir en la ciudad como un plebeyo. ¿Seguiría ahora el ejemplo de su padre?

—Entonces haré lo mismo —respondió Pyrgus en tono grandilocuente, y empezó a desabrocharse los pantalones.

Blue se retiró discretamente. Se sentía orgullosa de su hermano, encantada con su elección. Pero no quería estar allí cuando le tomasen la muestra de tejido del trasero.

* * *

Quedaban un millón de cosas por hacer antes de la coronación: aplicar pan de oro a la catedral, colocar velas hechizadas en su interior y comprar regalos para la congregación; contratar músicos, organizar juegos conmemorativos y preparar los conejos para la distribución oficial; determinar la Guardia de Honor y los sobornos a los funcionarios; disponer la barcaza real, las siete compañías teatrales de la conjuración y el coro de endriagos; designar el acompañante masculino (Pyrgus quería que fuese Henry, pero Blue no sabía si el guardián Fogarty se habría puesto en contacto con él) y la acompañante femenina, que sería la propia Blue (que aún no había hecho las pruebas del vestido); instalar la nueva estatua en la Gran Plaza; acordar el saludo augusto, el menú de recepción y… La lista era interminable.

Todos estos preparativos recaían sobre Blue porque Pyrgus no se los tomaba en serio.

La princesa se dirigía hacia sus aposentos para trabajar en la temida lista cuando, de súbito, decidió probarse el vestido. Cambió de dirección y descendió por un tramo de estrecha escalera que conducía a las estancias de la servidumbre, una zona de palacio que no solía visitar, pues cuando la princesa real necesitaba algo, se lo llevaban los sirvientes; según la costumbre, el traje de la acompañante femenina debía ser tejido con la más exquisita seda de hilandera «sin utilizar hechizos de ningún tipo».

Parecía ridículo, pero así lo disponía la tradición. Todo el mundo sabía que la seda elaborada por la hilandera era el material más frágil del mundo hasta que se consolidaba, y que después se convertía en el más fuerte. No obstante, para conseguir que los maravillosos pliegues se adaptaran a la forma del cuerpo (lo que hacía que los vestidos de seda de hilandera fuesen tan valorados), había que probárselos antes de que la trama del tejido se cerrase, pero debía hacerse con mucho cuidado, en especial si estaba prohibido utilizar un hechizo de éxtasis. Con un poco de suerte, la tela no se rompía y se obtenía el vestido más bonito del reino. De lo contrario, las amas de la seda confeccionaban otro (a un coste altísimo) y el proceso se repetía.

La mayoría de los clientes, incluso los nobles, visitaba a las amas en sus pabellones de trabajo, instalados sobre los cubículos de las hilanderas. Como una concesión especial a la princesa real, el vestido para la coronación se confeccionaba en el propio palacio. A Blue le hubiera encantado ofrecerles a las amas habitaciones de categoría, pero ellas insistieron en instalar su taller en la zona de la servidumbre. Blue descubrió el motivo cuando entró en él.

—¿Por qué hace tanto frío aquí? —preguntó, notando que se le helaba el aliento.

Una de las amas de la seda, sentada en su banco, alzó la vista. Si le sorprendió la repentina aparición de la princesa real, no lo demostró.

—El tejido no puede trabajarse a temperaturas más altas —respondió.

—He venido a hacer la prueba —dijo, temblorosa, y se abrazó para darse calor—. ¿Está todo listo?

El ama se levantó y se le acercó. Era una matrona alta y elegante, de largo cabello hasta la cintura y ataviada con un precioso vestido. Ésa era la gran ventaja de la seda de hilandera: le daba un aspecto maravilloso a cualquier mujer que pudiera permitirse el lujo de lucirla.

—Por supuesto, Serenidad. Seguidme, por favor.

Blue dejó que la condujera por el taller. Las amas habían trasladado todos sus utensilios al palacio, a juzgar por los trajes que estaban elaborando, aunque la princesa confió en que no hubiesen llevado también a las hilanderas. Le gustaban los arácnidos (tenía uno psicotrónico ilegal), pero las arañas de la seda eran del tamaño de terriers, en su opinión demasiado grandes.

El ama abrió una puerta que daba a una segunda habitación, más pequeña que la primera y sin bancos de trabajo. En ella había un impresionante vestido púrpura y dorado que cubría una figura de madera, iluminado por una esfera de luz suave. El tejido brillaba como si estuviera encantado.

Blue se quedó sin aliento.

—Es… increíble.

El ama esbozó una leve sonrisa.

—Sí, Serenidad.

—¿Cómo te llamas, ama de la seda?

—Flor de Melocotón.

—Es lo más bonito que he visto en mi vida, Flor de Melocotón —reconoció la princesa, y se acercó al vestido. Aunque la temperatura de aquella habitación superaba en un par de grados la del taller, seguía exhalando vaho—. ¿Tengo que desnudarme para probármelo?

—Sí, Serenidad. El vestido os sentará bien, naturalmente, pero el calor de vuestro cuerpo consolidará el material para que se os adapte a la figura para siempre, contando con que no lo rompáis al ponéroslo.

—Tendré cuidado.

Parecía que el material se escurría, pero no era resbaladizo sino más bien intangible, como si perteneciese a otra dimensión. Hacía tanto frío que Blue temblaba y quería ponerse el vestido rápidamente, pero se esforzó en mover los entumecidos dedos con lenta parsimonia. El vestido se le deslizó por la cabeza y el cuerpo como una capa de aceite perfumado. De inmediato notó calor y percibió el proceso catalítico de las hebras de hilandera engarzándose.

—¡Muy bien! —exclamó Flor de Melocotón—. Ahora podéis moveros. Es bastante seguro.

Blue dio unos pasos arropada con el vestido y se sintió llena de energía, como si alguien hubiese encendido un cucurucho de euforia.

—Estáis preciosa, alteza —afirmó Flor de Melocotón—. Por favor, venid para que os vean las otras amas.

Aunque Blue nunca se había preocupado mucho por su aspecto, en ese momento se sintió elegante, tan distinguida como la propia ama de la seda, y sus movimientos trazaban una especie de danza. No le extrañaba que las amas pusiesen precios tan altos a sus modelos: el efecto de llevar uno de esos vestidos resultaba extraordinario.

Hubo un espontáneo estallido de aplausos cuando entró en el taller. Incluso varias amas se levantaron y sonrieron encantadas. Blue les devolvió la sonrisa con aprecio, pero en ese momento de triunfo la asaltó un pensamiento inesperado: «¡Espera a que Henry Atherton me vea con esto!».