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Al final de una calle sin salida se alzaba la casa del señor Fogarty. Las ventanas delanteras, parcialmente cubiertas con tablones, le conferían aspecto de abandono y ruina. Sin embargo, Henry recordaba que cuando el anciano vivía allí ya estaban medio tapiadas, así que los vecinos no notarían la diferencia. Y nadie con un mínimo sentido común iría a visitar al señor Fogarty, ya que éste le había roto el brazo a su último visitante con un bate de criquet.

Henry tenía un juego completo de llaves, pero prefirió no abrir la puerta principal y se dirigió a la trasera, que siempre estaba en penumbra, pues el anciano había levantado una valla altísima para que los vecinos no lo espiaran; tampoco había mucho que ver: una franja de césped gris y musgoso y el cobertizo del jardín al lado de la budleya, donde Henry había encontrado a Pyrgus. El chico pasó junto al arbusto, uno de los sitios favoritos de Hodge, y gritó:

¡Hodge! ¡Vamos Hodge, es hora de cenar!

El minino debía de andar merodeando entre las hierbas, porque apareció con el rabo levantado y se frotó contra el tobillo de Henry.

—¡Hola, Hodge! —exclamó Henry. Le gustaba el viejo gato, aunque éste había convertido el lugar en cementerio de roedores, pájaros y conejos.

Se encaminó hacia la puerta trasera con paso lento y cauteloso, pues Hodge se le interponía entre los pies haciendo ochos. Cuando abrió la puerta, el gato se coló delante de él, ansioso por engullir la bolsa de Whiskas. El señor Fogarty lo alimentaba con una bazofia maloliente que parecía vómito y costaba menos de veinticinco peniques la lata. Hodge se la comía sin protestar, pero prefería los Whiskas. Nunca le había hecho al señor Fogarty las carantoñas que le hacía a Henry.

Abrió la alacena, sacó una bolsas y el plato de hojalata de Hodge.

—Estás malcriando a ese gato… y lo sabes —gruñó una voz desde las sombras.

Henry se asustó y soltó el plato, que tabaleó ruidosamente sobre las baldosas de la cocina. Hodge maulló y huyó hacia la puerta.