EPÍLOGO

Henry se preguntó por qué se sentía tan desgraciado si Blue era la reina, lo cual le parecía maravilloso. Naturalmente, no tendría mucho tiempo para él con su nuevo cargo y sus títulos y tantas ocupaciones, pero de todos modos era estupendo. Lo importante era que se había convertido en reina y que lo haría muy bien (así Pyrgus no tendría que ser emperador, lo cual hubiera sido horrible); ella lo había perdonado para que Hairstreak no causase problemas a causa de lo que había hecho Pyrgus; todo ello significaba que las cosas marchaban de maravilla, todo el mundo era feliz y no importaba que Blue nunca volviese a tener tiempo para alguien como él, que no era ni un elfo, ni un héroe, ni un mago ni nada del otro mundo. No importaba en absoluto. Al fin y al cabo no habían salido juntos ni nada parecido.

Tal vez fuese la idea de regresar a casa la que lo deprimía. Los cucuruchos de Lethe habrían resultado útiles, pero quedaba el hecho de que aún tenía las manos multicolores, aunque un poco desteñidas. Y había que arreglar la casa del señor Fogarty. Y Aisling… Pensar en Aisling siempre lo deprimía. Debía de ser eso. No tenía nada que ver con Blue.

Cerró la puerta de sus aposentos de palacio y se sacó los bombachos dorados. Sintió un alivio asombroso. Pero cuando se dirigía al armario para buscar unos pantalones anchos, vio una rosa sobre la mesa y a su lado un minúsculo frasco de líquido ámbar. Aunque hacía calor en la habitación, la rosa tenía gotas de rocío en los pétalos.

Henry tomó el frasquito y le quitó el corcho. Supuso que sería perfume, pero el aroma, aunque agradable, era demasiado suave. Con cuidado vertió una gota en la punta de la lengua.

Fue como una explosión silenciosa: su depresión desapareció como la niebla matutina y lo dominó el éxtasis; el palacio se desvaneció en una vibración de purísima luz blanca y el alma se le salió del pecho y se expandió por el universo. Él era todo, todas las cosas, y sentía una dicha absoluta.

La experiencia duró una vida y acabó en un segundo. Le temblaban las manos cuando tapó el frasquito con el corcho; le dio la vuelta y se fijó en las minúsculas letras talladas en el cristal: «Esencia de amor».

Le habría gustado saber quién lo había enviado.