Llevaba mucho rato sentado junto a la ventana cuando llegaron. Mirando el mar y Valö; contemplando los barcos que pasaban y a los veraneantes, que disfrutaban de unas semanas de ocio. A pesar de que nunca habría podido vivir así, los envidiaba. En toda su simpleza, era una existencia maravillosa, aunque seguramente ellos no serían conscientes. Cuando llamaron a la puerta, se apartó rodando la silla, no sin antes demorarse unos instantes con la mirada en la isla. Fue allí donde empezó todo.
—Ya es hora de que acabemos con esto. —Leon los miró a todos. Reinaba un ambiente opresivo desde que empezaron a llegar, uno tras otro. Se dio cuenta de que ni Percy ni Josef miraban a Sebastian, que parecía tomarse todo aquello con calma.
—Qué destino, acabar en silla de ruedas. Y la cara, la tienes destrozada. Con lo guapo que tú eras —dijo Sebastian, y se retrepó en el sofá.
Leon no se lo tomó a mal. Sabía que Sebastian no tenía intención de herirlo. Él siempre había sido directo, salvo cuando quería timar a alguien. Entonces mentía sin mesura. Había que ver lo poco que cambiaba la gente. Y los demás también seguían siendo los mismos. Percy, con su aspecto endeble; y en los ojos de Josef había la misma sombra de entonces. Y John, que seguía irradiando el mismo encanto.
Había indagado sobre ellos antes de que Ia y él volvieran a Fjällbacka. Un detective privado le cobró una fortuna por un trabajo excelente, y Leon lo sabía todo acerca del rumbo que habían tomado sus vidas. Pero era como si nada de lo que ocurrió después de Valö tuviera la menor importancia ahora que todos estaban reunidos otra vez.
No respondió a las palabras de Sebastian, sino que insistió:
—Ya es hora de que lo contemos todo.
—¿Y de qué iba a servir? —dijo John—. Pertenece al pasado.
—Ya sé que fue idea mía, pero a medida que me he ido haciendo mayor, he comprendido que no estuvo bien —continuó Leon con la vista clavada en John. Se había imaginado que él sería difícil de convencer, aun así no pensaba permitir que lo detuvieran. Con independencia de que todos estuvieran de acuerdo o no, había decidido desvelarles sus planes, pero quería jugar limpio y contárselo antes de hacer algo que iba a afectarles a todos.
—Yo estoy de acuerdo con John —dijo Josef con voz monótona—. No hay razón para remover algo que está muerto y enterrado.
—Tú, que siempre hablabas de la importancia del pasado. Y de asumir la responsabilidad. ¿No te acuerdas? —dijo Leon.
Josef se puso pálido y miró para otro lado.
—No es lo mismo.
—Por supuesto que sí. Lo que ocurrió sigue vivo. Yo lo he llevado dentro todos estos años, y sé que vosotros también.
—No es lo mismo —insistió Josef.
—Tú siempre decías que los culpables del sufrimiento de tus antepasados debían rendir cuentas. ¿No deberíamos rendir cuentas nosotros también? —Leon hablaba con calma, aunque se dio cuenta de lo mal que Josef se había tomado sus palabras.
—Pues yo no pienso permitirlo. —John, que estaba al lado de Sebastian en el sofá, cruzó las manos en las rodillas.
—Eso no lo puedes decidir tú —respondió Leon, consciente de que así revelaba que él ya había tomado la decisión.
—Haz lo que quieras, Leon, qué coño —dijo Sebastian de pronto. Rebuscó en el bolsillo y, unos instantes después, sacó una llave. Se levantó y se la dio a Leon. Habían pasado tantos años desde la última vez que la tuvo en sus manos…, desde que aquella llave selló sus destinos…
En la habitación no se oía una mosca, todos recreaban mentalmente unas imágenes que llevaban grabadas en la memoria.
—Tenemos que abrir la puerta. —Leon cerró el puño donde tenía la llave—. Yo prefiero que lo hagamos juntos, aunque si no queréis, lo haré solo.
—¿Pero Ia…? —comenzó John, pero Leon lo interrumpió.
—Ia va camino de Mónaco. No conseguí convencerla de que se quedara.
—Claro, vosotros podéis huir —dijo Josef—. Podéis marcharos al extranjero, mientras los demás nos quedamos aquí con el escándalo.
—No pienso irme hasta que se haya aclarado todo —dijo Leon—. Y nosotros pensamos volver.
—Nadie se va a ir a ninguna parte —dijo Percy. Hasta ese momento, no había dicho una palabra, sino que se había quedado en la silla un tanto apartado de los demás.
—¿Pero qué dices? —Sebastian se recostó otra vez en el sofá como con desgana.
—Aquí no se va nadie —repitió Percy. Muy despacio, se agachó y metió la mano en el maletín, que tenía apoyado en la pata de la silla.
—Estarás de broma, ¿no? —dijo Sebastian, mirando incrédulo la pistola que Percy había dejado descansando en las rodillas.
Luego la levantó y la dirigió hacia él.
—No, ¿qué motivos tengo yo para estar de broma? Me lo has arrebatado todo.
—Pero hombre, eso eran negocios. Y además, no me eches la culpa a mí. Eres tú el que ha despilfarrado tu herencia.
Estalló un disparo y todos lanzaron un grito. Sebastian estaba perplejo, se llevó la mano a la cara y notó un poco de sangre correr por entre los dedos. La bala le había rozado la mejilla izquierda y había seguido su trayectoria por la habitación hasta salir por el gran ventanal que daba al mar. A todos les zumbaban los oídos después del disparo, y Leon cayó en la cuenta de que casi se le había agarrotado la mano de tan fuerte como se estaba agarrando al brazo de la silla de ruedas.
—¿Qué demonios estás haciendo, Percy? —gritó John—. ¿Es que has perdido la cordura? Deja la pistola antes de que alguien más salga herido.
—Es demasiado tarde. Todo es demasiado tarde. —Percy volvió a dejar la pistola en las rodillas—. Pero antes de que os mate a todos, quiero que asumáis la responsabilidad de lo que habéis hecho. En ese punto, Leon y yo estamos de acuerdo.
—¿Qué quieres decir? Salvo Sebastian, nosotros somos víctimas, igual que tú, ¿no? —John miraba a Percy irritado, pero el miedo le resonaba claramente en la voz.
—Todos somos culpables. Por lo que a mí respecta, me ha destrozado la vida. Pero como tú eres el principal responsable, vas a morir el primero. —Y volvió a dirigir la pistola contra Sebastian.
Todo estaba en calma. Lo único que oían era su respiración.
—Tienen que ser ellos. —Ebba miraba el fondo del cofre. Luego, se volvió para vomitar. También Anna tenía náuseas, pero hizo un esfuerzo por seguir mirando.
El cofre contenía un esqueleto. Un cráneo con todos los dientes la miraba con las cuencas vacías. Unos mechones cortos de pelo asomaban en la coronilla, y supuso que era el esqueleto de un hombre.
—Sí, yo creo que tienes razón —dijo, pasándole a Ebba la mano por la espalda.
Ebba seguía teniendo arcadas, pero al final se sentó en cuclillas con la cabeza entre las manos, como si estuviera a punto de desmayarse.
—O sea, que aquí es donde han estado todos estos años.
—Pues sí, supongo que los demás están ahí. —Anna señaló los dos cofres que aún seguían cerrados.
—Tenemos que abrirlos —dijo Ebba, y se puso de pie.
Anna la miró dudosa.
—¿No será mejor que lo dejemos hasta que salgamos de aquí?
—Es que tengo que saberlo. —A Ebba le brillaban los ojos.
—Pero Mårten… —dijo Anna.
Ebba la interrumpió.
—No nos soltará. Se lo vi en la cara. Además, debe de creer que ya estoy muerta.
Aquellas palabras horrorizaron a Anna. Sabía que Ebba tenía razón. Mårten no abriría aquella puerta. Tenían que salir por sus propios medios o morirían allí las dos. Aunque Erica se preocupara y empezara a hacer preguntas, no serviría de nada si no las encontraban. Aquella habitación podía estar en cualquier lugar de la isla, ¿por qué iban a encontrarla ahora, si no habían dado con ella cuando buscaron a los Elvander?
—Vale, pues vamos a intentarlo. Puede que dentro encontremos algo con lo que podamos forzar la puerta.
Ebba no respondió y empezó a dar patadas a la cerradura del cofre que estaba a la derecha del que ya habían abierto, pero aquel cerrojo se resistía más.
—Espera un poco —dijo Anna—. ¿Me prestas el ángel que llevas en la gargantilla? A ver si puedo utilizarlo para quitar los tornillos.
Ebba se quitó la cadena y, un tanto dudosa, le dio el colgante. Anna empezó a soltar los tornillos de la cerradura. Cuando había logrado quitarlos de los dos cofres que faltaban, miró a Ebba y, a una señal, levantaron una tapa cada una.
—Están aquí. Están todos —dijo Ebba. En esta ocasión, no apartó la vista de los restos de su familia, que habían arrojado allí como si fueran basura.
Entre tanto, Anna contó los cráneos que había en los tres cofres. Luego, volvió a contarlos, para estar segura.
—Falta alguien —dijo en voz baja.
Ebba se sobresaltó.
—¿Qué dices?
A Anna se le estaba resbalando la manta, y se la ciñó un poco más fuerte.
—Fueron cinco los desaparecidos, ¿no?
—Sí…
—Pues aquí solo hay cuatro cráneos. Es decir, cuatro cadáveres, a menos que a alguno le falte la cabeza —dijo Anna.
Ebba hizo una mueca. Se inclinó para contarlos ella misma y se quedó sin aliento.
—Es verdad, falta alguien.
—La cuestión es quién.
Anna miraba los esqueletos. Así acabarían Ebba y ella si no lograban salir de allí. Cerró los ojos y recordó a los niños y a Dan. Luego volvió a abrirlos. No podía ser. Tenían que encontrar el modo de salir de allí. A su lado, Ebba lloraba desconsoladamente.
—¡Paula! —Patrik le hizo una señal para que lo siguiera a su despacho. Gösta y Erica iban camino de Fjällbacka y Mellberg se había encerrado para, según dijo, hacerse cargo de los medios.
—¿Qué pasa? —Se sentó con torpeza en la silla de Patrik, que era de lo más incómoda.
—No creo que podamos hablar con John hoy —dijo, y se pasó la mano por el pelo—. La Policía de Gotemburgo va a por él en estos momentos. El que llamaba era Kjell Ringholm. Él y Sven Niklasson, del Expressen, ya están allí.
—¿Cómo que va a por él? ¿Por qué? ¿Y por qué no nos han informado? —dijo disgustada.
—Kjell no me ha dado los pormenores. Me ha hablado sobre todo de seguridad nacional y de que esto iba a ser algo grande…, bueno, ya sabes cómo es Kjell.
—¿Y nosotros vamos a ir? —preguntó Paula.
—No, y menos tú, en tu estado. Si ha entrado la Policía de Gotemburgo, será mejor que nos mantengamos al margen hasta nueva orden, pero pienso llamarlos para ver si consigo algo de información sobre lo que está pasando. En cualquier caso, parece que no podremos disponer de John por un tiempo.
—Me pregunto qué habrá pasado —dijo Paula, tratando de encontrar la postura idónea en la silla.
—Ya lo sabremos en su momento. Si tanto Kjell como Sven Niklasson están allí, pronto podrás leerlo en el periódico.
—Tendremos que empezar por los demás, ¿no?
—Sintiéndolo mucho, habrá que esperar —dijo Patrik poniéndose de pie—. He quedado con Gösta para ir a Valö, a ver si averiguamos qué está pasando allí.
—El padre de Leon… —dijo Paula pensativa—. Qué cosas, ¿no?, que fuera él quien enviara el dinero.
—Sí, hablaremos con Leon en cuanto Gösta y yo hayamos vuelto de la isla —dijo Patrik. No paraba de darle vueltas a la cabeza—. Leon y Annelie… Quién sabe, puede que todo esto tenga que ver con ellos dos, a pesar de todo.
Alargó el brazo para ayudar a Paula a levantarse.
—Bueno, pues yo voy a buscar información sobre Aron Kreutz —dijo, y se alejó bamboleándose por el pasillo.
Patrik salió con una chaqueta fina en la mano. Esperaba que Gösta hubiera conseguido dejar a Erica en casa. Se imaginaba que ella habría ido insistiendo todo el trayecto hasta Fjällbacka, rogándole que la llevaran a Valö, pero él no pensaba ceder. Aunque no estaba tan preocupado como Erica, tenía el presentimiento de que allí pasaba algo raro. Y no quería que su mujer estuviera presente por si la cosa se complicaba.
Había llegado al aparcamiento cuando Paula lo llamó desde la puerta, y Patrik se volvió.
—¿Qué pasa?
Ella le hizo señas de que acudiera y, al ver lo seria que estaba, se apresuró a volver.
—Un tiroteo. En casa de Leon Kreutz —dijo jadeando.
Patrik hizo un gesto de desesperación. ¿Por qué tenía que ocurrir todo al mismo tiempo?
—Voy a llamar a Gösta. Le diré que me espere allí. ¿Puedes ir a despertar a Mellberg? En estos momentos, necesitamos toda la ayuda disponible.
Sälvik se extendía ante ellos y las casas relucían a la luz del sol. Desde la playa, que estaba a tan solo unos cientos de metros, se oían los gritos y las risas de los niños. Era un lugar al que gustaban de acudir las familias con hijos, y Erica había ido a bañarse allí con los pequeños casi a diario aquel verano, mientras Patrik estaba trabajando.
—Me pregunto qué estará haciendo Victor —dijo Erica.
—Pues sí —respondió Gösta. No había conseguido contactar con Salvamento Marítimo, y Erica lo había convencido de que esperase en casa y se tomara un café con ella y con Kristina mientras tanto.
—Voy a probar —dijo, y marcó el número por cuarta vez desde que salieron.
Erica lo observó con atención. Tenía que convencerlo de que la dejara ir con ellos a Valö. De lo contrario, se volvería loca esperando.
—Nada, no hay nadie. Bueno, voy a aprovechar para ir al baño un momento —dijo Gösta, se levantó y se fue.
Se había dejado el teléfono en la mesa. Gösta no llevaba en el baño ni un minuto cuando empezó a sonar, y Erica se inclinó para ver la pantalla. «Hedström», se leía en mayúsculas. Erica no sabía qué hacer. Kristina estaba en el salón con los niños poniendo orden y Gösta, en el baño. Dudó un segundo y al final respondió.
—Aquí Erica, al teléfono de Gösta… Él está en el baño. ¿Quieres que le diga algo? ¿Un tiroteo? Vale, se lo diré… Sí, sí, cuelga ya que voy a decírselo. Cuenta con que estará de camino dentro de cinco minutos.
Colgó el teléfono y pasó revista mentalmente a las diversas posibilidades. Por un lado, Patrik necesitaba apoyo; por otro, deberían llegar a Valö cuanto antes. Oyó los pasos de Gösta que se acercaba. No tardaría en aparecer y, para entonces, ella debería haber tomado una decisión. Echó mano de su móvil y, tras un instante de duda, llamó a Martin, que respondió al segundo tono. En voz baja, le explicó la situación y lo que había que hacer, y él se hizo cargo enseguida. Bien, eso ya estaba resuelto. Ahora se trataba de hacer un papel digno de un Óscar a la mejor actriz.
—¿Quién ha llamado? —dijo Gösta.
—Era Patrik. Ha localizado a Ebba, todo está en orden en Valö. Le ha dicho que Anna iba a darse una vuelta por las subastas de la comarca, por eso no habrá tenido tiempo de responder al teléfono, seguramente. Pero Patrik dice que deberíamos ir a hablar con Ebba y Mårten.
—¿Nosotros?
—Sí, según él, la situación allí ya no es grave.
—¿Estás completamente segura…? —El móvil de Gösta empezó a sonar y lo interrumpió—. Hola, Victor… Sí, te he llamado. Es que necesitaríamos que nos llevaras a Valö. Ahora mismo, si puede ser… De acuerdo, estaremos ahí dentro de cinco minutos.
Concluyó la conversación y miró a Erica suspicaz.
—Si no me crees, llama a Patrik y le preguntas —dijo ella con una sonrisa.
—Bueno, no hace falta. En fin, más vale que salgamos cuanto antes.
—¿Te vas otra vez? —Kristina se asomó a la terraza con Noel bien agarrado del brazo. El pequeño trataba de liberarse, y desde el salón llegaban los aullidos de Anton, mezclados con los gritos de Maja: «¡Abuela! ¡Abuelaaaaa!».
—No estaré fuera mucho tiempo, luego vengo a relevarte —dijo Erica, y se prometió a sí misma que, si su suegra se quedaba con los niños para que ella pudiera ir a Valö, empezaría a tener mejor concepto de ella desde ya.
—Desde luego, es la última vez que os echo una mano en estas condiciones. No es de recibo que deis por hecho que puedo invertir un día entero así, por las buenas, y ten en cuenta que yo no aguanto este ritmo y este nivel de ruido como antes, y aunque los niños son muy buenos, debo decir que no estaría de más que los tuvierais mejor educados. Esa responsabilidad no puede recaer sobre mí, las costumbres se adquieren en la vida diaria y…
Erica no hizo caso de lo que decía, le dio las gracias mil veces y se escabulló hacia la entrada.
Diez minutos después iban en el MinLouis, rumbo a Valö. Trataba de serenarse y de convencerse de que, tal y como le había dicho a Gösta, no pasaba nada. Pero ni ella se creía aquella mentira. Tenía el presentimiento de que Anna estaba en peligro, se lo decía su instinto.
—¿Os espero? —preguntó Victor mientras atracaba en el embarcadero con la elegancia de un experto.
Gösta respondió:
—No, no hace falta, pero puede que luego tengas que venir a buscarnos. ¿Podemos llamarte para que nos recojas?
—Pues claro, dame un toque. Voy a hacer una ronda a ver cómo está la cosa.
Erica lo vio alejarse, preguntándose si había sido una decisión acertada, pero ya era demasiado tarde para cambiar de idea.
—Oye, ¿este no es vuestro barco? —preguntó Gösta.
—Pues sí, qué raro —dijo Erica fingiendo asombro—. Puede que Anna haya vuelto. ¿Vamos a la casa? —le propuso, y echó a andar.
Gösta iba detrás al trote, y Erica lo oía renegar a su espalda.
Allá arriba se veía el hermoso edificio. Una calma ominosa reinaba en el lugar, y Erica tenía activados los cinco sentidos.
—¿Hola? —gritó al llegar a la ancha escalinata. La puerta estaba abierta, pero nadie respondió.
Gösta se detuvo.
—¡Qué raro! No parece que haya nadie en casa. ¿No te había dicho Patrik que Ebba estaba aquí?
—Sí, eso fue lo que entendí.
—¿Habrán bajado a la playa a bañarse? —Gösta avanzó unos pasos y se asomó por la esquina de la casa.
—Puede ser —dijo Erica, y entró en la casa.
—Pero Erica, no podemos entrar así, sin más.
—Pues claro que sí, vamos. ¡Hola! —dijo otra vez, ya dentro de la casa—. ¿Mårten? ¿Hay alguien en casa?
Gösta la siguió vacilante. También allí dentro reinaba un silencio absoluto pero, de repente, apareció Mårten en la puerta de la cocina.
Había retirado la cinta policial, que había quedado colgando hasta el suelo delante del marco.
—Hola —dijo con voz sorda.
Erica dio un respingo al verlo. Tenía el pelo enmarañado y apelmazado, como si hubiera estado sudando mucho, y las ojeras muy marcadas. Los miraba con ojos huecos.
—¿Está Ebba en casa? —preguntó Gösta con el ceño fruncido.
—No, ha ido a ver a sus padres.
Gösta miró a Erica sorprendido.
—Pero si Patrik ha hablado con ella, y se suponía que estaba aquí, ¿no?
Erica hizo un gesto de disculpa y, al cabo de unos segundos, a Gösta se le ensombreció la mirada, pero no dijo una sola palabra.
—Ni siquiera pasó por aquí al volver de casa de Erica. Me llamó diciendo que se iba directamente en el coche a Gotemburgo.
Erica asintió, pero sabía que tenía que ser mentira. Maria, que llevaba el barco correo, les dijo que había dejado a Ebba en la isla. Miró a su alrededor con toda la discreción de que fue capaz y atisbó algo que había entre la pared y la puerta de entrada. La bolsa de viaje de Ebba. La que llevaba cuando se fue a dormir a su casa. Era imposible que se hubiera ido directamente a Gotemburgo.
—¿Y dónde está Anna?
Mårten seguía con la mirada perdida. Se encogió de hombros.
Y no fue necesario preguntar más. Sin pensárselo dos veces, Erica soltó el bolso en el suelo y se lanzó escaleras arriba gritando:
—¡Anna! ¡Ebba!
Ninguna respondía. Oyó que alguien corría a su espalda y comprendió que Mårten le seguía los pasos. Continuó hacia el piso de arriba, entró como un rayo en el dormitorio y se paró en seco. Junto a la bandeja con restos de comida y las copas de vino vacías vio el bolso de Anna.
Primero el barco y ahora el bolso. Muy a su pesar, sacó la conclusión inevitable: Anna seguía en la isla, al igual que Ebba.
Se volvió con un movimiento brusco para enfrentarse a Mårten, pero se le ahogó un grito en la garganta. Allí estaba, detrás de ella, apuntándole con un revólver. Con el rabillo del ojo, vio que Gösta se quedaba helado.
—No te muevas —dijo Mårten con voz ronca, y dio un paso al frente. La boca del cañón había quedado a un centímetro de la cabeza de Erica, y tenía la mano firme—. Apártate a un lado —le dijo a Gösta, señalando a la derecha de Erica.
Gösta obedeció en el acto. Con las manos vacías y la mirada fija en Mårten, entró en el dormitorio y se colocó al lado de Erica.
—¡Sentaos! —gritó Mårten.
Ambos obedecieron y se sentaron en el parqué recién acuchillado. Erica no le quitaba la vista al revólver. ¿De dónde lo habría sacado Mårten?
—Deja eso en el suelo para que podamos resolver esto con calma —dijo tratando de convencerlo.
Mårten le respondió con una mirada cargada de odio.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué? Mi hijo está muerto por culpa de esa zorra. ¿Cómo habías pensado resolver eso?
Por primera vez desde que llegaron, la mirada huera de Mårten cobró vida, y Erica se encogió ante la locura que reflejaban aquellos ojos. ¿Habría existido desde el primer momento, latente tras la apariencia comedida de Mårten? ¿Se la habría suscitado aquel lugar?
—Mi hermana… —Estaba tan preocupada que le costaba respirar. Si le confirmara al menos que su hermana estaba viva…
—Jamás las encontraréis. Como tampoco han encontrado a los demás.
—¿Los demás? ¿Te refieres a la familia de Ebba? —dijo Gösta.
Mårten guardó silencio. Se había puesto en cuclillas, sin dejar de apuntarles con el revólver.
—Dime, ¿Anna sigue viva? —dijo Erica, aunque en realidad no esperaba respuesta.
Mårten sonrió y la miró a los ojos, y Erica comprendió que la decisión de mentirle a Gösta había sido mucho más temeraria de lo que hubiera podido imaginar.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Gösta, como si le hubiese leído el pensamiento.
Mårten volvió a encogerse de hombros. No dijo nada. Simplemente, se sentó en el suelo, cruzó las piernas y siguió observándolos con atención. Era como si estuviera esperando algo pero no supiera qué. Tenía una expresión de paz muy extraña. Tan solo el revólver y el ardor frío de la mirada desentonaban. Y en algún lugar de la isla, se encontraban Anna y Ebba. Vivas o muertas.