Fjällbacka, 1970

Inez quería complacer a su madre. Sabía que quería lo mejor para ella y que solo pretendía asegurarse de que su hija tuviera el futuro resuelto. Aun así, no podía negar que la embargaba un profundo malestar mientras hablaban allí sentados en el sofá elegante del salón. Era tan viejo…

—Llegaréis a conoceros con el tiempo. —Laura miraba resuelta a su hija—. Rune es un hombre bueno y formal, y te cuidará bien. Ya sabes que estoy delicada de salud, y cuando yo deje esta vida, no tienes a nadie. No quiero que tengas que verte tan sola como yo.

Laura la tocó con su mano reseca. El gesto le resultó extraño. Que Inez recordara, solo en contadas ocasiones la había tocado así.

—Comprendo que es un poco precipitado —dijo el hombre que tenía enfrente, y que la miraba como si ella fuera un caballo ganador.

Quizá fuera injusta, pero así era como se sentía Inez. Y sí, todo había sido muy precipitado. Su madre había estado tres días ingresada en el hospital, por el corazón, y cuando volvió a casa, le presentó la propuesta: que debía casarse con Rune Elvander, que había enviudado el año anterior. Ahora que Nanna había fallecido, solo quedaban su madre y ella.

—Mi querida esposa me dijo que debía encontrar a alguien que me ayudara a criar a los niños. Y tu madre dice que tú eres muy hacendosa —continuó el hombre.

Inez tenía una vaga idea de que esas cosas no iban así. Acababa de empezar la década de los setenta, y las mujeres tenían posibilidad de elegir qué hacer en la vida. Pero ella nunca había sido parte del mundo de verdad, solo del mundo perfecto que había creado su madre, donde su palabra era la ley. Y si ahora le decía que lo mejor para ella era casarse con un viudo de más de cincuenta años y con tres hijos, no había nada que pudiera cuestionar.

—Tengo planes de comprar la vieja colonia infantil de Valö y fundar un internado para niños. Necesito a alguien a mi lado para que me ayude con eso también. Creo que se te da bien cocinar, ¿no?

Inez asintió. Había pasado muchas horas en la cocina con Nanna, que le había enseñado todo lo que sabía.

—Bueno, pues entonces, está decidido —dijo Laura—. Como es natural, debemos iniciar un largo noviazgo como es debido. ¿Qué os parece una boda sencilla para el solsticio de verano?

—A mí me parece perfecto —dijo Rune.

Inez guardó silencio. Examinó a su futuro esposo y se fijó en las arrugas que habían empezado a formarse alrededor de los ojos, y en la boca pequeña de expresión firme. Afloraban aquí y allá cabellos grises entre el pelo negro, que empezaba a clarearle por la coronilla. Y aquel era el hombre con el que iba a casarse. A los hijos no los conocía, solo sabía que tenían quince, doce y cinco años. No había tenido contacto con muchos niños en su vida, pero seguro que iría bien la cosa. Eso decía su madre.