Fjällbacka, 1961

Su madre sabía muy bien lo que se hacía. Era una verdad con la que Inez había crecido y que daba por supuesta. A su padre ni lo recordaba. Solo tenía tres años cuando murió de una apoplejía tras unas semanas en el hospital. A partir de aquel momento, se quedaron solas ella, su madre y Nanna.

A veces se preguntaba si quería a su madre. No estaba del todo segura. Quería a Nanna, y al oso de peluche que siempre había tenido en la cama, pero ¿a su madre? Sabía que debería quererla como otros niños del colegio querían a sus madres. Las pocas veces que le habían permitido ir a jugar a casa de alguna niña había observado cómo madre e hija se reencontraban con la alegría en la mirada, y la niña se arrojaba en brazos de su madre. A Inez se le hacía un nudo en el estómago al ver a las demás niñas de la clase con sus madres. Empezó a hacer lo mismo al llegar a casa. Se arrojaba en el cálido regazo de Nanna, que siempre tenía los brazos abiertos para ella.

Su madre no era mala y, que ella recordara, nunca le había levantado la voz. Era Nanna la que se enfadaba con ella cuando desobedecía. Pero su madre tenía una idea muy clara de cómo había que hacer las cosas, e Inez no podía contradecirla.

Lo más importante era hacer las cosas bien. Su madre se lo decía siempre: «Todo lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo correctamente». Inez no podía hacer nada a la ligera. La caligrafía de la copia del colegio tenía que ser perfecta, sin salirse del renglón, y tenía que rellenar correctamente las cifras en el libro de matemáticas. Las marcas que dejaban los fallos después de borrados, por débiles que fueran, estaban prohibidas. Si no estaba segura, tenía que escribir primero en un papel de sucio, antes de anotar en el libro las cifras correctas.

También era importante no desordenar la casa, porque si estaba desordenada podían ocurrir cosas terribles. No sabía exactamente qué, pero su habitación tenía que estar en perfecto orden. Era imposible saber cuándo se asomaría Laura a mirar, y si no estaba todo en su sitio, la miraba con aquella cara de decepción y le decía que quería hablar con ella. Inez odiaba aquellas conversaciones. Ella no quería poner triste a su madre, y sus conversaciones siempre trataban de eso: de que Inez la había decepcionado.

Tampoco podía andar revolviendo en la habitación de Nanna, ni en la cocina. En el resto de las habitaciones de la casa —el dormitorio de su madre, la sala de estar, la habitación de invitados y el salón— no le estaba permitido entrar. Podía romper algo, decía su madre. Los niños no podían entrar ahí. Y ella obedecía, porque así la vida era más sencilla. No le gustaban las discusiones ni le gustaban las conversaciones de mamá. Si hacía lo que ella le decía, se libraba de las dos cosas.

En el colegio iba a lo suyo y se esforzaba por hacer bien todo lo que le mandaban. Era obvio que a la maestra le gustaba. Al parecer, a los adultos les gustaba que los niños obedecieran.

Las demás niñas no le hacían mucho caso, como si ni siquiera mereciera la pena pelearse con ella. Alguna vez se metían con ella y le decían cosas de su abuela, lo cual le resultaba de lo más extraño, dado que no tenía abuelas. Inez le había preguntado por ella a su madre, pero en lugar de responder, le dijo que iban a mantener una de aquellas conversaciones… Incluso le había preguntado a Nanna, que, curiosamente, se enfurruñó y le dijo que ella no era quién para hablar de eso. De modo que Inez dejó de preguntar. No era tan importante como para arriesgarse a mantener otra de aquellas conversaciones y, al fin y al cabo, su madre sabía muy bien lo que se hacía.