Hacía unas horas que había terminado la rueda de prensa y se habían reunido en la cocina. Habían dejado salir a Ernst, al que, entre tanto, habían dejado en el despacho de Mellberg; el animal estaba ahora, como siempre, aparcado a los pies de su dueño.

—Bueno, pues ha ido muy bien, ¿verdad? —dijo Mellberg con una amplia sonrisa—. ¿No sería mejor que te fueras a casa a descansar, Paula? —vociferó de tal modo que Patrik saltó de la silla.

Paula lo miró furiosa.

—Muchas gracias, pero yo decido cuándo tengo que descansar.

—Mira que andar por aquí cuando estás de baja… ¡Y meterte en el coche y hacer un viaje hasta Gotemburgo! Si las cosas se tuercen, recuerda que yo…

—Pues sí —lo interrumpió Patrik para apagar el fuego de la discusión que estaba a punto de comenzar—, yo diría que lo teníamos todo bajo control. —A los chicos se les va a caer el pelo.

En realidad, era absurdo llamar «chicos» a unos hombres que debían de tener ya más de cincuenta años; pero cuando pensaba en ellos, los veía como a los cinco muchachos de la foto, ataviados con aquella ropa de los setenta y con un destello de alerta en la mirada.

—Bien merecido lo tienen. Sobre todo, el tal John —dijo Mellberg, rascando a Ernst detrás de las orejas.

—¿Patrik? —Annika asomó la cabeza y le hizo una seña para que se acercara. Él se levantó y la siguió por el pasillo, donde Annika le dio el teléfono inalámbrico—. Es Torbjörn. Parece que han encontrado algo.

Patrik notó que se le aceleraba el pulso. Con el teléfono en la mano, fue a su despacho y cerró la puerta. Estuvo escuchando a Torbjörn durante más de un cuarto de hora, y le hizo unas cuantas preguntas. Cuando terminó la conversación, volvió enseguida a la cocina, donde Paula, Mellberg y Gösta, a los que se había unido Annika, lo estaban esperando.

—¿Qué ha dicho? —dijo Annika.

—Tranquilidad. Primero voy a ponerme un poco de café. —Con una lentitud exagerada, Patrik se alejó y alargó el brazo en busca de la cafetera, pero Annika se le adelantó, prácticamente le quitó la cafetera de las manos, le sirvió el café, que salpicó, y plantó la taza en la mesa, delante del sitio vacío de Patrik.

—Ahí lo tienes. Y ahora, siéntate y cuéntanos qué te ha dicho Torbjörn.

Patrik sonrió, pero le hizo caso. Carraspeó un poco.

—Torbjörn ha conseguido aislar una huella muy clara en el reverso del sello que llevaba la tarjeta de G. Con lo que tenemos la posibilidad de compararla con los posibles sospechosos.

—Estupendo —dijo Paula, y subió las piernas hinchadas para descansarlas en una silla—. Pero tú has puesto la misma cara que un gato que se hubiera tragado un canario, así que tiene que haber algo más.

—Has dado en el clavo. —Patrik tomó un trago del café, que estaba ardiendo—. Es la bala.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Gösta inclinándose hacia delante.

—Ese es el caso. La bala que encontraron incrustada bajo los listones de madera del suelo y las que, en contra del reglamento, se sacaron de la pared de la cocina después del intento de asesinato de Ebba…

—Ya, ya… —Mellberg hizo un gesto de cansancio con la mano—. Lo he pillado.

—Lo más probable es que se hayan disparado con la misma arma.

Cuatro pares de ojos se lo quedaron mirando atónitos. Patrik asintió.

—Sé que suena increíble, pero es verdad. En 1974, cuando mataron a un número desconocido de miembros de la familia Elvander, usaron, seguramente, la misma pistola que ayer, cuando dispararon contra Ebba Stark.

—Pero ¿de verdad puede tratarse del mismo agresor, después de tantos años? —Paula no daba crédito—. A mí me parece increíble.

—Yo he tenido todo el tiempo la corazonada de que los intentos de asesinato contra Ebba y su marido guardan relación con la desaparición de la familia. Y esto lo demuestra.

Patrik subrayó sus palabras con un gesto de la mano. Le resonaban en la cabeza algunas de las preguntas formuladas en la rueda de prensa. Solo pudo responder que se trataba de una teoría. Hasta ahora no habían contado con pruebas que dieran peso a la investigación y que apoyaran las sospechas que él había tenido desde el principio.

—Además, el técnico del laboratorio ha podido establecer de qué arma se trata, a partir de los orificios de bala —añadió—. Es decir, tenemos que comprobar si alguien de la zona tiene o ha tenido un revólver Smith & Wesson del calibre 38.

—Si miramos el lado positivo, eso implica que el arma con que asesinaron a la familia Elvander no se encuentra en el fondo del mar —dijo Mellberg.

—Bueno, eso vale para ayer, cuando le dispararon a Ebba, pero de ayer a hoy puede haber ido a parar allí —observó Patrik.

—No lo creo —dijo Paula—. No creo que quien quiera que sea se deshaga del arma ahora, después de haberla guardado tantos años.

—Sí, en eso puede que tengas razón. Incluso puede que la vea como un trofeo y la conserve como una especie de recuerdo de lo sucedido. En cualquier caso, los nuevos datos indican que debemos concentrarnos más aún en averiguar lo que sucedió en 1974. Habrá que interrogar a los cuatro hombres con los que ya hemos hablado e insistir en los acontecimientos del día en cuestión. Y tenemos que ver cuanto antes a Percy von Bahrn. Desde luego que deberíamos haberlo hecho ya, pero ha sido culpa mía. Lo mismo puede decirse del profesor que sigue con vida, ¿cómo se llamaba? El que se fue de vacaciones aquella Pascua… —Patrik chasqueaba los dedos, tratando de recordarlo.

—Ove Linder —dijo Gösta, con un desánimo repentino.

—Eso es, Ove Linder. Ahora vive en Hamburgsund, ¿no? Hablaremos con él mañana a primera hora. Puede que tenga información valiosa sobre lo que pasaba en el internado. Iremos a verlo tú y yo —dijo mirando a Gösta. Alargó la mano en busca de papel y lápiz, que siempre tenían en la mesa, y empezó a organizar las tareas por las que debían empezar cuanto antes.

—Pues… —dijo Gösta rascándose la barbilla.

Patrik continuó escribiendo.

—A lo largo de mañana debemos interrogar a los cinco muchachos. Tendremos que repartírnoslos. Paula, tú podrías seguir indagando en el asunto de las transferencias que han estado haciendo a favor de Ebba.

A Paula se le iluminó la cara.

—Cuenta con ello, de hecho, ya me he puesto en contacto con el banco para pedirles información.

—Pues, oye, Patrik —dijo Gösta, pero Patrik continuó dando órdenes sin prestarle atención—. ¡Patrik!

Todas las miradas se volvieron hacia él. Gösta no era de los que levantaban la voz así, sin más.

—Sí, dime, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que quieres decirme? —Patrik escrutó a su compañero y, de pronto, tuvo la certeza de que no le agradaría nada lo que su colega quería contarle aunque, obviamente, no se atrevía.

—Pues sí, verás, es que resulta que el profesor ese, Ove Linder…

—¿Sí?

—Pues es que ya han ido a hablar con él.

—¿Que han ido? —dijo Patrik, esperando a que continuara.

—Sí, pensé que no era mala idea que fuéramos más los que participáramos en el caso. No se puede negar que a ella se le da muy bien conseguir información, y no tenemos muchos recursos que digamos. Así que pensé que no estaría mal que nos echaran una mano. Como tú mismo acabas de decir, hay cosas que ya deberíamos haber hecho a estas alturas, y así hemos adelantado en algo. O sea que, en realidad, es algo positivo. —Gösta se paró para tomar aire.

Patrik lo observó con atención. ¿Es que se había vuelto loco? ¿Estaba tratando de buscar una excusa al hecho de haber trabajado a espaldas de sus colegas? ¿Quería convertir esa actitud en algo positivo? Y empezó a abrigar una sospecha que esperaba no ver cumplida.

—«Ella», ¿es mi mujer? ¿Quieres decir que ella ha estado hablando con el profesor?

—Pues…, sí —dijo Gösta mirando al suelo.

—Pero, Gösta, hombre… —dijo Paula, como si le hablara a un niño pequeño que hubiera metido la mano sin permiso en la bandeja de las galletas.

—¿Alguna otra cosa que deba saber? —preguntó Patrik—. Será mejor que me lo cuentes todo. ¿Qué ha estado haciendo Erica? Y tú también, por cierto.

Gösta soltó un suspiro y empezó a contarle lo que Erica le había dicho sobre su visita a casa de Liza y de John, lo que había averiguado a través de Kjell acerca del pasado de John y lo del papel que había encontrado. Tras dudar unos instantes, le habló también del intento de robo en su casa.

Patrik se quedó de piedra.

—¿Qué coño estás diciendo?

Gösta estaba avergonzado y clavó la vista en el suelo.

—Pues esto se tiene que terminar. —Patrik se levantó bruscamente, salió a toda prisa de la comisaría y entró en el coche. Notó cómo le hervía la sangre. Cuando giró la llave y encendió el motor, se obligó a respirar hondo unas cuantas veces. Luego, pisó a fondo el acelerador.

Ebba no podía apartar la vista de las fotos. Le había pedido a Erica unos minutos a solas, se llevó todo el material sobre su familia y subió al despacho. Tras una ojeada a la mesa, que estaba atestada, optó por sentarse en el suelo y esparció las fotos como un abanico. Aquella era su familia, aquellos eran sus orígenes. Aunque había llevado una buena vida con sus padres adoptivos, a veces sentía envidia al pensar que ellos tenían una familia de la que formaban parte. Ella, en cambio, formaba parte de un misterio. Recordaba todas las veces en que se quedaba mirando las fotos enmarcadas que había en el gran aparador del salón: abuelos maternos y paternos, tías, primos, en fin, personas gracias a las cuales uno se sentía como un eslabón de una larga cadena. Ahora, al contemplar las imágenes de sus parientes, experimentaba un sentimiento maravilloso y extraño a la vez.

Entresacó la foto de la partera de ángeles. Qué nombre tan bonito para una actividad tan espantosa. Se acercó la fotografía y trató de ver si había algo en la mirada de Helga que desvelase el mal que había hecho. No sabía si la instantánea era anterior o de la misma época en que mató a los niños, pero la niña que había a su lado debía de ser Dagmar y era tan pequeña que la foto sería de 1902, más o menos. Dagmar llevaba un vestido de volantes en color claro, una niña inconsciente del destino que el futuro le depararía. ¿Dónde acabaría? ¿Se habría ahogado en el mar, como creían todos? ¿No sería su desaparición el final lógico de una vida arruinada en el mismo momento en que se descubrió el crimen de sus padres? ¿Llegó a arrepentirse Helga? ¿Llegó a pensar en las consecuencias que tendría para su hija que se descubriera lo que hacía, o estaba convencida de que nadie echaría de menos a los pequeños asesinados? Las preguntas iban agolpándose y Ebba sabía que jamás encontraría las respuestas. Aun así, se sentía claramente emparentada con aquellas mujeres.

Examinó la foto de Dagmar. Tenía el semblante marcado por los reveses de la vida que había llevado, pero también se veía que había sido guapa. ¿Qué pasaba con su abuela, Laura, cuando la Policía se llevaba a Dagmar, o cuando la ingresaron en el psiquiátrico? Laura no tenía más parientes, según aquella información. ¿Tendrían algunos amigos que se ocuparan de ella o acabó en un orfanato o en una casa de acogida?

De repente, Ebba recordó que, cuando estaba embarazada de Vincent, se le despertó un vivo interés por su pasado. Lo cual era lógico, dado que también sería el pasado de su hijo. Curiosamente, abandonó todos aquellos pensamientos en cuanto nació Vincent. Por un lado, no tenía tiempo de pensar en nada, por otro, el recién nacido ocupaba sus días y ella se dedicaba en exclusiva a su aroma, a la pelusilla de la cabeza y los hoyuelos de las manitas… Todo lo demás se le antojaba carente de interés. Mårten y ella habían quedado reducidos, o quizá elevados, a la categoría de extras en la película de Vincent. A ella le encantaba el nuevo papel, aunque acentuó el vacío que dejó la muerte del pequeño. Ahora era una madre sin hijo, una actriz de reparto insignificante en una película sin protagonista. Pero las fotos que tenía delante volvían a proporcionarle un contexto en el que vivir.

Abajo, en la cocina, se oían el trajinar de Erica y los gritos y las risas de los niños. Y allí estaba ella, rodeada de sus parientes. Todos estaban muertos, pero le infundía un consuelo indecible saber que habían existido.

Ebba se abrazó las piernas flexionadas, como queriendo protegerse. Se preguntaba cómo estaría Mårten. Apenas había pensado en él desde que llegó a casa de Erica y, en honor a la verdad, no se había preocupado por él desde la muerte de Vincent. ¿Cómo podría, si ya tenía bastante con su propio dolor? Sin embargo, toda aquella información y el nuevo contexto que le ofrecía habían contribuido a que, por primera vez en mucho tiempo, se diera cuenta de que Mårten también era una parte de ella. Gracias a Vincent, siempre habría un vínculo entre los dos. ¿Con quién, si no con Mårten, podría compartir los recuerdos? Él había estado siempre a su lado, le había acariciado la barriga mientras crecía, vio el corazón de Vincent latiendo en el monitor de las ecografías… Él le había limpiado el sudor de la frente, le había dado masajes en la espalda y le había dado de beber durante el parto: aquellas veinticuatro horas terribles y, al mismo tiempo, maravillosas, durante las que luchó para que Vincent viniera al mundo. Se había resistido, pero cuando por fin abrió los ojos a la luz y los enfocó bizqueando a medias, Mårten le apretó la mano y se la sujetó fuerte un buen rato. No trató de ocultar las lágrimas, que se secó en la manga de la camisa. A partir de ahí, compartieron noches de llanto, la primera sonrisa, los dientes que empezaban a apuntar… Los dos animaron a Vincent cuando vacilaba tratando de aprender a gatear, y Mårten filmó la torpeza de sus primeros pasos. Las primeras palabras, la primera frase y el primer día de guardería; risas y llantos; días buenos y días malos. Mårten era el único que la comprendería de verdad cuando hablara de todo eso. No había nadie más.

Y allí, sentada en el suelo, sintió que se le caldeaba el corazón. Aquel fragmento que, hasta ahora, había permanecido helado y duro empezaba a derretirse despacio. Se quedaría en casa de Erica esa noche, pero luego volvería a casa. Con Mårten. Era hora de ir dejando atrás el sentimiento de culpa y empezar a vivir.

Anna salió del puerto con el bote y miró al sol. Estar sola, sin marido y sin niños le infundía una inesperada sensación de libertad. Erica y Patrik le habían prestado su barco, porque el suyo, el Bustern, estaba sin combustible, y disfrutaba gobernando el bote que tan bien conocía. La luz del atardecer arrancaba destellos de oro a las rocas que rodeaban el puerto de Fjällbacka. Oyó las risas del Café Bryggan y, a juzgar por la música, pensó que tendrían baile aquella noche. Nadie parecía haberse atrevido a salir a la pista aún, pero después de un par de cervezas, se llenaría, seguro.

Echó una ojeada al bolso donde llevaba las muestras de tapicería. Lo había dejado en medio de la cubierta y comprobó que la cremallera estuviera bien cerrada.

Ebba ya las había visto y enseguida se decantó por sus favoritas, pero quería que Mårten las viera también, así que a Anna se le ocurrió ir a Valö esa misma tarde. Al principio dudó un poco. La isla no era un lugar seguro, de eso ya se había dado cuenta el día anterior, y seguir el impulso de ir allí parecía más propio de su vida anterior, en la que rara vez pensaba en las consecuencias de sus actos. Pero por una vez, decidió dejarse llevar por la inspiración del momento. En realidad, ¿qué podía pasar? Era solo ir, enseñarle a Mårten las muestras y volver a casa. Una forma de pasar el tiempo, simplemente, se decía. Y quizá Mårten agradeciera un rato de compañía. Ebba había decidido quedarse en casa de Erica una noche más para revisar a fondo los documentos sobre su familia. Anna sospechaba que no era más que una excusa. Ebba parecía resistirse a volver a la isla, lo cual era lógico.

Cuando se acercaba, vio que Mårten estaba esperándola en el embarcadero. Lo había llamado para avisar de su visita, y estaría allí oteando el horizonte mientras aguardaba.

—O sea que te atreves a volver al salvaje oeste —dijo entre risas mientras sujetaba la proa.

—Pues sí, siempre me ha gustado retar al destino. —Anna le echó el cabo y Mårten lo amarró sin problemas—. Te veo ya hecho un auténtico lobo de mar —dijo señalando el nudo que había hecho alrededor de uno de los mástiles del embarcadero.

—Bueno, si te vienes a vivir al archipiélago, no queda otra. —Alargó la mano para ayudarle a bajar a tierra. En la otra mano, llevaba una venda.

—Gracias. ¡Oye! ¿Qué te ha pasado?

Mårten se miró el vendaje como si no hubiera reparado en él hasta ese momento.

—Bah, cosas que pasan cuando estás de reformas. Las lesiones son parte del trabajo.

—Vaya, qué machote —dijo Anna, que se sorprendió respondiendo con una sonrisa bobalicona. Sintió un punto de remordimientos al verse más o menos ligando con el marido de Ebba, pero era de broma, totalmente inofensivo, aunque no podía negar que era guapísimo.

—Dame, te ayudo con eso. —Mårten se encargó de la pesada bolsa que contenía las muestras de tapicería que Anna llevaba al hombro, y los dos se encaminaron a la casa.

—En condiciones normales te habría propuesto que nos sentáramos en la cocina, pero ahora hay mucha corriente —dijo Mårten una vez dentro.

Anna se echó a reír. Se sentía feliz. Hablar con una persona que no tenía en mente sus desdichas todo el tiempo era una liberación.

—El comedor también es complicado, porque no hay suelo —continuó Mårten con un guiño.

Aquel Mårten sombrío al que había conocido al principio se había esfumado, pero quizá no fuese tan extraño. También Ebba parecía más tratable cuando Anna la vio en casa de Erica.

—Si no tienes nada en contra de que nos sentemos en el suelo, creo que lo mejor será que vayamos al dormitorio, en el piso de arriba —dijo Mårten subiendo las escaleras sin aguardar respuesta.

—La verdad es que me resulta un tanto extraño ponerse a mirar telas ahora, teniendo en cuenta lo que pasó ayer —dijo Anna con tono de disculpa.

—No pasa nada. La vida sigue. En ese sentido, Ebba y yo somos iguales, los dos somos personas prácticas.

—Pero ¿cómo os atrevéis a seguir aquí?

Mårten se encogió de hombros.

—A veces uno no tiene más remedio —dijo, y plantó la bolsa en medio de la habitación.

Anna se puso de rodillas y empezó a sacar las muestras y a extenderlas a su alrededor en el suelo. Con mucho entusiasmo, le fue explicando cuáles podrían utilizarse para cada cosa, muebles, cortinas y cojines, y qué iba con qué. Al cabo de un rato, guardó silencio y miró a Mårten. No estaba mirando las telas, sino a ella, y con insistencia.

—Ya veo lo mucho que te interesa el tema —dijo Anna con ironía, aunque sonrojándose. Un tanto nerviosa, se pasó el pelo por detrás de la oreja. Mårten no apartaba la vista de ella.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

Ella asintió despacio.

—Bastante.

—Vale. —Mårten se levantó rápidamente—. Quédate aquí y aparta las telas, vengo enseguida.

Bajó a la cocina y Anna se quedó allí, entre las telas esparcidas por el suelo, que estaba precioso, recién acuchillado. Los rayos del sol entraban oblicuos por las ventanas y se dio cuenta de que era más tarde de lo que creía. Ya estaba pensando que tenía que irse a casa con los niños, cuando cayó en la cuenta de que no había nadie. La casa estaba desierta. Allí solo la aguardaba una cena en solitario ante el televisor, así que no pasaba nada si se quedaba. Mårten también estaba solo y era mucho más agradable comer acompañado. Además, ya estaba preparando algo, y sería de mala educación irse después de haber aceptado.

Anna empezó a doblar las telas algo nerviosa. Cuando terminó y las dejó apiladas en una cómoda, oyó los pasos de Mårten en la escalera y el tintineo de las copas. Y enseguida lo vio entrar con la bandeja en la mano.

—Exquisiteces de Cajsa Warg. Algo de carpaccio, unos quesos y pan tostado. Pero con un buen tinto, puede que funcione.

—Desde luego. Aunque yo me contentaré con una copa. Sería un escándalo en el pueblo si me detuvieran por llevar el bote borracha de camino a casa.

—Pues yo no quiero contribuir a ningún escándalo, ¿eh? —Mårten dejó la bandeja en el suelo.

Anna notó que se le aceleraba el corazón. En realidad, no debería quedarse a comer queso y beber vino con un hombre que hacía que le sudaran las palmas de las manos. Por otro lado, eso era precisamente lo que quería hacer. Alargó el brazo en busca de un trozo de pan.

Dos horas después, Anna sabía que se quedaría bastante más. No fue una decisión consciente, ni nada de lo que hubieran hablado, pero tampoco hizo falta. Cuando cayó la noche, Mårten encendió unas velas y, al resplandor palpitante de las llamas, Anna decidió vivir el momento. Por un instante, quería dejar de preocuparse por lo pasado. Mårten la hacía sentirse viva de nuevo.

Le encantaba la luz del atardecer. Era mucho más halagadora y condescendiente que la implacable luz del día. Ia se examinaba la cara en el espejo y se pasó la mano despacio por la lisura de las facciones. ¿Cuándo había empezado a preocuparse tanto por su aspecto? Recordaba sus años de juventud, en que había otras cosas mucho más importantes. Después ocupó ese lugar el amor, y Leon estaba acostumbrado a que todo lo que lo rodeaba fuese bello. Desde que sus destinos se unieron, Leon siempre anduvo buscando retos más difíciles y peligrosos. Ella, a su vez, lo iba queriendo con más fuerza y entrega. Permitió que los deseos de Leon gobernaran su vida, y a partir de ahí, no hubo vuelta atrás.

Ia se acercó más al espejo, pero no atisbó ni rastro de arrepentimiento en la mirada. Mientras Leon estuvo tan unido a ella como ella a él, Ia lo sacrificó todo, pero luego, él empezó a mostrarse retraído y a olvidar qué los unía. El accidente lo hizo comprender y ya solo la muerte podría separarlos. El dolor que sintió al sacarlo del coche no era nada comparado con el que habría sentido si él la hubiera abandonado. A ese dolor no habría sobrevivido, en particular, teniendo en cuenta todo lo que había sacrificado por él.

Pero ahora no podía seguir allí. No comprendía por qué Leon había querido volver, y ella no debería habérselo permitido. ¿Por qué volver al pasado, cuando entrañaba tanto dolor? A pesar de todo, ella cumplió su deseo una vez más, pero ya estaba bien. No podía quedarse allí mirando mientras él se destruía. Lo único que podía hacer era irse a casa y esperar a que él fuera tras ella, y así poder seguir viviendo la vida que los dos se habían labrado. Él no podía arreglárselas solo, y ahora no le quedaría más remedio que asumirlo.

Ia se estiró y echó un vistazo a la terraza, donde estaba Leon de espaldas a ella. Luego, fue a hacer las maletas.

Erica estaba en la cocina cuando oyó que abrían la puerta. Un segundo después, entró Patrik como una tromba.

—¿Qué coño has estado haciendo? —le gritó—. ¿Cómo puedes dejar de contarme que nos han entrado en casa?

—Bueno, es que no estoy segura del todo… —trató de explicar Erica, aunque sabía que sería inútil. Patrik estaba tan enfadado como había predicho Gösta.

—Gösta dijo que sospechabas que John Holm estaba detrás, y aun así, no me has dicho nada. ¡Son gente peligrosa!

—Baja un poco la voz. Los niños acaban de dormirse. —En realidad, se lo pedía también por sí misma. Erica odiaba los conflictos y, cuando alguien le gritaba, se le bloqueaba todo el cuerpo. Sobre todo si era Patrik, quizá porque casi nunca le levantaba la voz. Y en esta ocasión, se sentía peor aún porque, hasta cierto punto, él tenía razón.

—Siéntate, vamos a hablar. Ebba está en mi despacho viendo todos los documentos.

Vio que Patrik luchaba por controlar la rabia. Respiró hondo por la nariz un par de veces. Pareció conseguirlo más o menos pero, cuando asintió y se sentó a la mesa, aún seguía un poco pálido.

—Espero que tengas una explicación magnífica, para esto y para el que Gösta y tú hayáis estado haciendo preguntas a mis espaldas.

Erica se sentó enfrente de Patrik y se quedó un rato con la vista clavada en la mesa. Pensaba en cómo formular la respuesta para ser totalmente sincera y, al mismo tiempo, quedar lo mejor posible. Así que tomó aire y empezó a contarle que quedó con Gösta, puesto que él le había comentado lo implicado que lo veía en el caso de la desaparición de la familia Elvander. Reconoció que no quiso decírselo porque sabía que no le gustaría y que, en cambio, convenció a Gösta para que colaborara con ella un tiempo. Patrik no estaba entusiasmado, pero al menos parecía escucharla con atención. Cuando le habló de su visita a John Holm, y de cómo había descubierto que alguien había tratado de entrar en su ordenador, Patrik se quedó blanco otra vez.

—Puedes dar gracias por que no se llevaran el ordenador. Supongo que será tarde para traer a alguien que saque huellas dactilares, ¿no?

—Me temo que sí, no creo que consiguieran nada. Desde entonces, lo he usado bastante y los niños andan por todas partes con los dedos pegajosos…

Patrik parecía resignado.

—Tampoco sé con certeza si es John quien está detrás de todo —dijo Erica—. Solo lo supuse, puesto que sucedió después de que me llevara aquel papel por casualidad.

—¿Por casualidad? —resopló Patrik.

—Bueno, pero se lo he dejado a Kjell, así que ya no hay peligro.

—Ya, pero ellos no lo saben. —Patrik la miró como se mira a una idiota.

—No, ya, claro. Pero exceptuando esa vez, no ha vuelto a pasar nada.

—¿Y Kjell ha sacado algo en claro? La verdad, deberías habérmelo contado, puede que tenga que ver con el caso.

—No lo sé, tendrás que hablar con él —dijo Erica con tono evasivo.

—Bueno, pero habría estado bien saber todo esto un poco antes. Gösta me ha contado parte de lo que habéis averiguado mientras veníamos.

—Ya… Mañana vamos a ver a Olle el Chatarrero para recoger las pertenencias de la familia Elvander.

—¿Olle el Chatarrero?

—¿No te lo ha dicho Gösta? Ya sabemos adónde fueron a parar las cosas de los Elvander. Al parecer, Olle el Chatarrero era una especie de chico para todo en el internado, y cuando Gösta lo llamó y le preguntó, le dijo: «Desde luego, sí que habéis tardado en llamar a preguntar por esos trastos». —Erica soltó una risotada.

—¿Así que Olle el Chatarrero ha tenido allí las cosas todos estos años?

—Sí, y Gösta y yo vamos a ir a verlas mañana a las nueve.

—De eso nada —dijo Patrik—. Iremos Gösta y yo.

—Pero… —comenzó Erica, aunque comprendió enseguida que más le valía rendirse—. Vale.

—Quiero que te mantengas apartada de este caso —dijo con tono de advertencia, aunque Erica vio con alivio que ya no estaba enfadado.

Se oyeron pasos en la escalera. Era Ebba, y Erica se levantó para seguir fregando los platos.

—¿Amigos? —preguntó.

—Amigos —dijo Patrik.

La contemplaba sentado en la oscuridad. Era culpa suya. Anna se había aprovechado de su debilidad y lo había engañado para que rompiera las promesas que le hizo a Ebba. Había prometido quererla en lo bueno y en lo malo, hasta que la muerte los separase. El hecho de que él hubiera comprendido que lo que ocurrió era culpa de ella no cambiaba las cosas. Él la quería y deseaba perdonarla. Con aquel traje tan elegante y mirándola a la cara le dijo que le sería fiel. Ella estaba tan guapa con el traje blanco… Lo miró a los ojos, oyó sus palabras y las guardó en su corazón. Ahora Anna lo había estropeado todo.

Anna lanzó un gemido y hundió la cabeza en el almohadón. El almohadón de Ebba. Mårten sentía deseos de arrancárselo para que su olor no lo mancillara. Ebba siempre había usado el mismo champú y el almohadón olía como su pelo. Sentado en el borde de la cama, apretó los puños. Tendría que haber sido Ebba la que estuviera allí, su cara, tan bonita, con la luz de la luna iluminándola por la noche, creando sombras alrededor de los ojos y la nariz. Tendría que haber sido el pecho de Ebba el que se moviera desnudo por fuera del edredón. Examinó el pecho de Anna. Era muy distinto del de Ebba, que apenas tenía dos botones, y debajo, el recorrido de las cicatrices hasta la barriga. Horas antes las había notado ásperas al tacto, y ahora le repugnaba contemplarlas. Muy despacio, extendió la mano y subió el edredón para cubrirla. Para cubrir aquel cuerpo que se había pegado al suyo, borrando así el recuerdo de la piel de Ebba.

La sola idea le produjo náuseas. Tenía que deshacer lo hecho para que Ebba pudiera volver. Se quedó totalmente inmóvil un momento. Luego, con su almohadón entre las manos, se inclinó despacio hacia la cara de Anna.