Karinhall, 1949

Dagmar lloraba con una mezcla de dolor y felicidad. Por fin había llegado al lugar donde se encontraba Hermann. Estuvo dudando un tiempo. El dinero que Laura le había enviado solo dio para un trecho del viaje. Gastaba más de la cuenta cuando la sed se apoderaba de ella y había días de los que no tenía el menor recuerdo, pero siempre se levantaba y seguía adelante. ¡Su Hermann la estaba esperando!

Ya sabía ella que no estaba enterrado en Karinhall, como alguna persona cruel, con ánimo de herirla, le había dicho en uno de los muchos viajes en tren, cuando ella contaba adónde se dirigía. Pero poco importaba dónde estuviera enterrado su cadáver. Ella había leído los artículos y había visto las fotos. Aquel era su hogar. Allí estaba su alma.

También Carin Göring estaba enterrada en aquel lugar. Incluso después de su muerte, aquella descarada seguía ejerciendo su poder sobre Hermann. Dagmar apretó los puños en los bolsillos del abrigo y respiró jadeando mientras contemplaba los prados. Aquel había sido el reino de Hermann, pero ahora todo estaba destruido. Notó que, una vez más, se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Cómo había podido suceder? La propiedad estaba en ruinas y el jardín, que seguramente era precioso, estaba asilvestrado y devastado. El bosque frondoso que antaño rodeaba la hacienda amenazaba con apoderarse de todo.

Tardó varias horas en llegar allí a pie. Desde Berlín fue parando coches, y luego caminando hasta la zona boscosa al norte de la ciudad donde sabía por los periódicos que se encontraba Karinhall y, finalmente, un señor mayor la llevó a regañadientes en su coche. Allí donde el camino se bifurcaba, le indicó que él iba por el otro lado y ella tuvo que bajarse. Recorrió el último tramo con los pies doloridos, pero sin parar. Lo único que quería era estar cerca de Hermann.

Fue buscando entre las ruinas. Las dos garitas de la entrada eran testimonio de lo suntuoso que debió de ser el conjunto de edificios en su día, y aquí y allá se veían aún restos de muros y piedras decorativas que le permitían reconstruir mentalmente la magnificencia de la hacienda. De no haber sido por Carin, habría llevado su nombre.

Se adueñaron de ella el odio y el dolor, y cayó de rodillas entre sollozos. Le vino a la memoria la maravillosa noche estival en que sintió en la piel el aliento de Hermann, que la cubrió con sus besos. La vida de Hermann habría sido mucho mejor si la hubiera elegido a ella. Dagmar se habría ocupado de él, no como Carin, que permitió que se convirtiera en el despojo humano que ella vio en el hospital. Ella habría tenido fuerza de sobra por los dos.

Dagmar fue dejando caer un puñado de tierra entre las manos. La luz del sol le calentaba la nuca y, en la distancia, se oían los aullidos de los perros salvajes. A unos metros había una estatua volcada en el suelo. Le faltaban la nariz y un brazo, y sus ojos de piedra miraban invidentes al cielo. De repente, notó lo cansada que estaba. El sol le calentaba la piel, y decidió ir a descansar a la sombra. Había sido un viaje tan largo y tenía tantas ganas de llegar que necesitaba tumbarse un rato y cerrar los ojos. Miró a su alrededor en busca de un lugar adecuado. Al lado de una escalinata que ya no conducía a ninguna parte había una gruesa columna volcada, apoyada en el último peldaño, y allí encontró la sombra que buscaba.

Estaba demasiado agotada para levantarse, de modo que se arrastró por la tierra hasta la escalera, se encogió todo lo que pudo, se tumbó con un suspiro de alivio en la estrechura del hueco que quedaba y cerró los ojos. Llevaba en camino desde aquella noche lejana de junio. En camino adonde se encontraba Hermann. Y ahora necesitaba descansar.