Laura observaba a su marido al otro lado de la mesa de la cocina. Llevaban casados un año. El mismo día que Laura cumplió los dieciocho, le dio el sí a Sigvard y, al cabo de unos pocos meses, contrajeron matrimonio en una sencilla ceremonia celebrada en el jardín. Sigvard tenía entonces cincuenta y tres años, y habría podido ser su padre. Pero era rico, y Laura sabía que ya no tendría que preocuparse por su futuro nunca más. Fríamente, fue anotando en una lista los argumentos a favor y en contra, y los primeros eran más. El amor era cosa de locos y un lujo que una mujer en su situación no podía permitirse.
—Los alemanes han entrado en Polonia —dijo Sigvard alteradísimo—. Este es solo el principio, si no, al tiempo.
—Me aburre la política.
Laura se preparó media rebanada de pan. No se atrevía a comer. Un hambre perpetua era el precio que tenía que pagar para ser perfecta, y a veces caía en la cuenta de lo absurdo que era. Se había casado con Sigvard por la seguridad, por la certeza de que siempre tendría qué comer. Aun así, pasaba tanta hambre como cuando era pequeña y Dagmar se gastaba el dinero en vino, en lugar de en comida.
Sigvard se rio.
—Aquí hablan también de tu padre.
Ella le dedicó una mirada fría. Podía aguantar muchas cosas, pero le había dicho infinidad de veces que no quería oír una palabra de nada que tuviera que ver con la loca de su madre. No le hacían falta recordatorios del pasado. Dagmar estaba a buen recaudo en el hospital de Sankt Jörgen, y con un poco de suerte, allí pasaría el resto de su triste vida.
—Ese comentario estaba de más —dijo.
—Lo siento, querida. Pero no hay nada de lo que avergonzarse. Al contrario. El tal Göring es el favorito de Hitler, y jefe de la Lufwaffe. No está nada mal —asintió pensativo, y volvió a concentrarse en el periódico.
Laura exhaló un suspiro. No le interesaba y no quería oír hablar más de Göring en su vida. Se había pasado años aguantando los desvaríos de su madre, y ahora la obligaban a oír y a leer sobre él a todas horas, solo porque era uno de los hombres de confianza de Hitler. Por Dios bendito, ¿qué les importaba a los suecos que los alemanes invadieran Polonia?
—Me gustaría redecorar un poco el salón, ¿te parece bien? —preguntó con el tono de voz más dulce de que era capaz. No hacía tanto que Sigvard le había permitido cambiarlo entero. Había quedado muy bonito, pero todavía no era perfecto. No era como el salón de la casa de muñecas. El sofá que había comprado no encajaba del todo y los cristales de la araña no eran tan brillantes y relucientes como esperaba antes de que estuviera colgada.
—Me dejarás en la ruina —dijo Sigvard, pero mirándola con devoción—. Haz lo que quieras, querida. Con tal de que estés feliz…