—No creemos que tu madre pueda salir de aquí en un futuro inmediato —dijo el doctor Jansson, un hombre canoso que había sobrepasado la mediana edad y cuya abundante barba lo asemejaba a un duende navideño.
Laura exhaló un suspiro de alivio. Tenía la vida más o menos organizada: un buen trabajo y un nuevo lugar donde vivir. En Galärbacken, como realquilada en casa de la señora Bergström, solo contaba con una habitación muy reducida, pero era suya, y muy bonita, como la casa de muñecas, que había colocado en un lugar de honor en la alta cajonera que había al lado de la cama. La vida era muchísimo mejor sin Dagmar. Tres años llevaba su madre ingresada en el hospital de Sankt Jörgen, en Gotemburgo, y para ella había sido una liberación no tener que preocuparse de lo que pudiera ocurrírsele hacer.
—¿Cuál es su dolencia exactamente? —preguntó, tratando de que sonara como si de verdad le preocupase.
Se había vestido con elegancia, como siempre, y se había sentado con las piernas ligeramente giradas hacia un lado y el bolso en el regazo. Aunque solo tenía dieciséis años, se sentía mucho mayor.
—No hemos podido establecer el diagnóstico, pero seguramente sufre lo que llamamos una enfermedad nerviosa. Por desgracia, el tratamiento no ha dado resultado. Sigue insistiendo en sus ilusiones sobre Hermann Göring. No es del todo infrecuente que las personas que sufren ese tipo de patologías se aferren a fantasías sobre personas acerca de las cuales han leído en el periódico.
—Sí, mi madre lleva hablando de ello desde que tengo memoria —dijo Laura.
El médico la miró compasivo.
—Comprendo que no habrá tenido usted una vida fácil. Pero parece que se las ha arreglado muy bien, y no es solo una jovencita guapa, sino también inteligente.
—He hecho lo que he podido —dijo con timidez, pero le venían arcadas de agria bilis ante el solo recuerdo de su infancia.
Detestaba no poder inhibir esos recuerdos. Por lo general, conseguía enterrarlos en lo más recóndito de la cabeza, y rara vez pensaba en su madre ni en aquel cuchitril que apestaba a vino y cuyo hedor nunca logró eliminar, por mucho que fregara y limpiara. También había enterrado las injurias. Nadie le recordaba ya la existencia de su madre y ahora la respetaban por cómo era: cuidadosa, pulcra y meticulosa con todo lo que emprendía. Ya no le lanzaban insultos al verla.
Pero el miedo seguía vivo. El miedo a que su madre saliera un día y lo estropeara todo.
—¿Quiere verla? Le recomiendo que no lo haga, pero… —dijo el doctor Jansson.
—No, no, creo que lo mejor será que no vaya a verla. Siempre se pone tan… Se altera tanto… —Laura recordaba los sapos y culebras que soltó en la visita anterior. La había llamado cosas tan horribles que Laura no se atrevía a repetirlas. También el doctor Jansson parecía acordarse.
—Me parece una sabia decisión. Intentaremos mantener a Dagmar tranquila.
—Supongo que no le permitirán leer el periódico, ¿no?
—No, claro, después de lo que ocurrió, no ha tenido acceso a ningún diario —dijo moviendo la cabeza con vehemencia.
Laura asintió. Dos años atrás, la llamaron del hospital. Dagmar había leído que Göring no solo se había llevado los restos mortales de Carin a su villa de Karinhall, en Alemania, sino que, además, iba a construir un mausoleo en su honor. Su madre había destrozado la habitación y, por si fuera poco, había agredido con tal violencia a uno de los cuidadores que tuvieron que darle puntos.
—Si ocurre algo más me llamarán, ¿verdad? —dijo, y se levantó. Con los guantes en la mano izquierda, se despidió del médico estrechándole la derecha.
Cuando le dio la espalda al doctor Jansson y salió de la consulta, le afloró a los labios una sonrisa. Aún seguiría siendo libre por un tiempo.