Dos años habían pasado desde la muerte de Carin, pero Hermann no había acudido aún en su busca. Fiel como un perro, Dagmar lo había esperado mientras los días se convertían en semanas, meses y años.
Había seguido leyendo los periódicos atentamente. Hermann había llegado a ministro en Alemania. En las fotos se lo veía tan guapo con el uniforme… Un hombre poderoso y muy importante para el tal Hitler. Dagmar comprendía que la dejara esperar mientras estaba en Alemania haciendo carrera, pero los periódicos decían que se encontraba de vuelta en Suecia, y ella había decidido facilitarle la vida. Era un hombre ocupado, y si él no podía ir a verla, ella iría a verlo a él. Como esposa de un político prominente, debería adaptarse y seguramente, también tendría que mudarse a Alemania. A aquellas alturas, había comprendido que no podía llevarse a la niña. No podía ser que un hombre en la posición de Hermann tuviera una hija fuera del matrimonio. Pero Laura ya había cumplido trece años y se las arreglaría sola.
Los periódicos no decían nada del domicilio de Hermann, así que Dagmar no sabía dónde buscarlo. Fue a la vieja dirección de la calle de Odengatan, pero allí le abrió un desconocido que le dijo que hacía muchos años que los Göring se habían ido. Sin saber qué hacer, se quedó un buen rato pensando delante del portal, hasta que se le ocurrió ir al cementerio donde Carin estaba enterrada. Quizá Hermann estuviera ahí, con su esposa muerta. En el cementerio de Lovö, allí había leído que estaba. En algún lugar a las afueras de Estocolmo. Y tras preguntar un par de veces, dio con un autobús que la llevaba casi hasta el cementerio mismo.
Y allí se encontraba ahora, en cuclillas y mirando el nombre de Carin y la cruz gamada que habían grabado debajo. Las hojas doradas de otoño revoloteaban a su alrededor al ritmo helado del viento de octubre, pero ella apenas lo notaba. Creía que podría atemperar su odio cuando Carin estuviera muerta, pero mientras contemplaba la tumba, aterida con el viejo abrigo desgastado, acudía a su mente el recuerdo de todos los años de privaciones, y notó reavivarse la rabia de antaño.
Se incorporó rápidamente y retrocedió alejándose unos pasos de la lápida. Luego tomó impulso y se arrojó contra ella con todas sus fuerzas. Un dolor agudo se le extendió desde el hombro hasta las yemas de los dedos, pero la piedra no se movió. Presa de la frustración, se empleó contra las flores que adornaban la tumba y arrancó las plantas con raíz y todo. Luego volvió a retroceder, en un intento de arrancar la cruz gamada de hierro pintado de verde que había junto a la lápida, que cedió y quedó aplastada contra la hierba. Dagmar la arrastró todo lo lejos que pudo de la tumba. Estaba observando el destrozo satisfecha cuando notó una mano en el brazo.
—Pero en nombre de Dios, ¿qué está haciendo? —le dijo aquel hombre alto y corpulento.
Ella sonrió feliz.
—Soy la futura señora Göring. Sé que Hermann no cree que Carin merezca una tumba tan bonita, así que he venido a arreglarlo, y ahora tengo que ir con él.
Dagmar no dejaba de sonreír, pero el hombre la miraba con amargura. Murmurando algo para sus adentros y meneando la cabeza, la arrastró tirándole del brazo hasta la iglesia.
Una hora después, cuando llegó la Policía, Dagmar seguía sonriendo.