Fjällbacka, 1931

Notaba los ojos clavados en la nuca. La gente creía que Dagmar no se enteraba de nada, pero a ella no la engañaban, y mucho menos la engañaba Laura. Su hija era muy buena actriz y se ganaba las simpatías de todos. Se lamentaban de que tuviera que hacer de ama de casa, siendo tan pequeña, y les daba mucha pena que tuviera una madre como Dagmar. Nadie veía cómo era Laura en realidad, pero Dagmar tenía más que calada su mojigatería. Sabía lo que ocultaba debajo de aquella apariencia tan perfecta. Laura vivía bajo la misma maldición que ella. Estaba marcada, aunque con una marca invisible que llevaba bajo la piel. Compartían el mismo destino, y no permitiría que su hija se hiciera ilusiones.

Dagmar se estremeció ligeramente en la silla, ante la mesa de la cocina. Con el trago de la mañana se había comido una galleta de pan sin fiambre, y la desmenuzó cuanto pudo con mala intención. Laura detestaba que hubiera migas en el suelo, y no se quedaría tranquila hasta haberlas barrido todas. Algunas habían caído en la mesa, y las echó al suelo con la mano. Así tendría la niña algo que hacer cuando llegara del colegio.

Tamborileaba nerviosa sobre el mantel de flores. Vivía presa de un desasosiego al que necesitaba dar salida como fuera, y hacía mucho que no era capaz de estar sentada tranquilamente. Doce años habían pasado desde que Hermann la abandonó. A pesar de todo, aún podía sentir sus manos en todo el cuerpo, un cuerpo que había cambiado tanto que ya no era el de la joven de entonces.

La ira que había sentido contra él en aquella habitación estrecha e impoluta del hospital se había esfumado. Lo quería, y él también la quería. Nada había resultado como ella lo imaginó, pero era un alivio saber quién era el culpable. Cada minuto de vigilia, y hasta en sueños, veía ante sí el semblante de Carin Göring, siempre con una expresión altiva, burlona. Había quedado más que claro que disfrutó viendo la humillación de ella y de Laura. Dagmar tamborileó con más ímpetu en la mesa. El recuerdo de Carin no le daba tregua y, gracias a él y al alcohol, se mantenía en pie día tras día.

Alargó el brazo en busca del periódico que tenía encima de la mesa. Dado que no podía permitirse comprar la prensa, robaba los ejemplares atrasados de los rollos de devolución que dejaban detrás de la tienda para que los recogieran. Examinaba siempre todas las páginas con atención, porque de vez en cuando encontraba algún artículo sobre Hermann. Había vuelto a Alemania, y el nombre de Hitler, que él había gritado en el hospital, aparecía en más de una ocasión. Al leer acerca de Hermann, notaba que la exaltación le crecía por dentro. Su Hermann era el hombre de los periódicos, no aquel gordo seboso que gritaba vestido con un pijama de hospital. Ahora llevaba de nuevo uniforme y, aunque ya no era tan esbelto y musculoso como antes, volvía a ser un hombre poderoso.

Aún le temblaban las manos cuando abrió el periódico. El trago de la mañana parecía tardar cada vez más en surtir efecto. Lo mejor sería tomarse otro sin más espera. Dagmar se levantó y se sirvió un buen vaso. Se lo tomó de un trago y notó que el calor le calmaba los temblores en el acto. Luego se sentó otra vez a la mesa y empezó a hojear el periódico.

Casi había llegado a la última página cuando vio el artículo. Las letras empezaban a bailarle y se esforzó en concentrarse en el titular: «Entierro de la esposa de Göring. Hitler envía una corona».

Dagmar examinó las dos fotografías. Luego se le extendió una sonrisa por el semblante. Carin Göring estaba muerta. Era verdad, y Dagmar estalló en una carcajada. Ahora Hermann no tenía ningún obstáculo. Ahora podría volver con ella por fin. Dagmar se puso a zapatear en el suelo.