Ir al colegio era una tortura. Por las mañanas Laura trataba por todos los medios de retrasar el momento. En los recreos le llovían los insultos y los motes y, naturalmente, todo era por culpa de su madre. Toda Fjällbacka sabía quién era Dagmar, que estaba loca y que era una borracha. A veces se fijaba en ella cuando la veía al volver del colegio vagando por la plaza, gritándole a la gente y delirando sobre Göring, pero nunca se paraba. Más bien fingía no haberla visto, y apremiaba el paso.
Su madre rara vez estaba en casa. Se quedaba en la calle hasta tarde y se acostaba cuando Laura se iba al colegio. Luego, cuando ella volvía a casa, ya se había marchado. Lo primero que hacía era limpiarlo todo. No se sentía tranquila hasta haber eliminado las huellas de su madre. Recogía la ropa esparcida por el suelo y, cuando juntaba un montón lo bastante grande, la lavaba. Limpiaba la cocina, colocaba en su sitio la mantequilla y comprobaba si el pan aún se podía comer, a pesar de que su madre no se había molestado en guardarlo en la panera. Luego limpiaba el polvo y lo ordenaba todo. Cuando todo estaba en su lugar y los muebles se veían relucientes, podía ponerse a jugar tranquilamente con la casa de muñecas. Era su bien más preciado. Se lo había regalado la vecina, una señora muy buena que fue a verla un día que su madre no estaba en casa.
A veces ocurría que la gente se portaba bien con ella y le llevaba cosas: comida, ropa y juguetes. Sin embargo, la mayoría se la quedaban mirando y la señalaban, y desde aquella ocasión en que su madre la dejó sola en Estocolmo, había aprendido a no pedir ayuda. La Policía la recogió y la llevó con una familia donde tanto el padre como la madre la miraban con cariño. A pesar de que entonces solo tenía cinco años, recordaba perfectamente aquellos dos días. La madre preparó la pila más grande de tortitas que Laura había visto jamás, y la animó a seguir comiendo hasta que se sintió tan llena que pensó que no volvería a tener hambre en la vida. Sacaron de un cajón unos vestidos para ella, con estampados de flores y nuevos, ni rotos ni sucios, los vestidos más bonitos que uno pudiera imaginar. Laura se sentía como una princesa. Dos noches seguidas, se fue a la cama con un beso en la frente y se durmió en una buena cama con sábanas limpias. La madre de la mirada cariñosa olía tan bien… No a alcohol ni a mugre revenida como la suya. Y también la casa era bonita, con adornos de porcelana y tapices en las paredes. Desde el primer día, Laura rezó y rogó poder quedarse con ellos, pero la madre no dijo nada, simplemente la abrazó fuerte en sus brazos amorosos.
Dos días después estaban ella y su madre en casa otra vez, como si nada hubiera pasado. Y su madre estaba más furiosa que nunca. Le pegó tanto que apenas podía sentarse, y tomó una decisión: no se permitiría soñar más con aquella madre cariñosa. Nadie podía salvarla y no tenía sentido luchar por lo contrario. Pasara lo que pasara, al final siempre acabaría otra vez con su madre en aquel piso sin luz y sin espacio. Pero cuando fuera mayor, tendría una casa bonita, con gatitos de porcelana sobre tapetes de ganchillo, y tapices bordados en todas las habitaciones.
Se arrodilló delante de la casita de muñecas. La casa estaba limpia y ordenada, y Laura había doblado la ropa limpia. Luego se tomó un bocadillo que se había preparado ella misma, y ya podía permitirse, por unos minutos, entrar en otro mundo, un mundo mejor. Sopesó la muñeca mamá en las manos. Era tan ligera y tan bonita… Tenía un vestido blanco con encajes y el cuello alto, y llevaba el pelo recogido en un moño. A Laura le encantaba la muñeca mamá. Le acarició la cara con el dedo índice. Parecía buena, igual que aquella madre que olía tan bien.
Con mucho cuidado, colocó a la muñeca en el elegante sofá del salón. Era la habitación que más le gustaba. Todo era perfecto en ella. Incluso la araña de cristal diminuta que había en el techo. Laura podía pasarse las horas muertas contemplando los prismas minúsculos, y preguntándose cómo podían fabricar algo tan perfecto y tan pequeño. Entornó los ojos y observó la habitación con mirada crítica. ¿De verdad que era perfecta o cabía la posibilidad de mejorarla? Para probar, desplazó un poco la mesa hacia la izquierda. Luego fue trasladando una a una las sillas, y le llevó un buen rato colocarlas todas derechas alrededor de la mesa. Al final, quedó muy bien, pero tuvo que cambiar de sitio el sofá, porque de lo contrario quedaba un hueco raro en medio del salón, y eso no podía ser. Con la mamá en una mano, colocó en su sitio el sofá. Muy satisfecha, se puso a buscar a los dos niños. Si se portaban bien, podrían sentarse con la mamá. En el salón no se podía correr ni alborotar. Había que portarse bien y quedarse quietecito. Ella lo sabía de sobra.
Sentó a las dos muñequitas a ambos lados de la mamá. Si ladeaba la cabeza, le parecía que la mamá estuviera sonriendo. Era tan perfecta y tan bonita… Cuando Laura fuera mayor, sería exactamente igual que ella.