Tenía que tratarse de un error, o si no, era todo culpa de aquella mujer horrible. Pero Dagmar podía ayudarle. No importaba lo que hubiera ocurrido, todo se arreglaría en cuanto volvieran a estar juntos.
Había dejado a la niña en una pastelería de la ciudad. Allí no le pasaría nada. Si alguien le preguntaba qué hacía allí sola, debía decir que su madre había ido a los servicios.
Dagmar contempló el edificio. No le había sido difícil dar con él. Después de varios intentos, preguntó por fin a una mujer que supo indicarle exactamente cómo llegar al hospital de Långbro. Su gran problema era ahora cómo entrar. Por la parte delantera, donde se encontraba la entrada principal, había muchos empleados y podían descubrirla fácilmente. Se había planteado presentarse como la señora Göring, pero si Carin ya había ido a verlo, se desvelaría el engaño enseguida y se acabarían sus oportunidades.
Con sumo cuidado, evitando que la vieran desde alguna ventana, bordeó el edificio hasta la parte trasera. Allí había una puerta que parecía una entrada para el personal sanitario. Se quedó un buen rato vigilando y vio que por ella entraban y salían mujeres de todas las edades vestidas con uniformes almidonados. Algunas llenaban un carrito de ropa sucia que había a la derecha de la puerta, y a Dagmar se le ocurrió una idea. Muy despacio y bien alerta, se acercó al carro sin apartar la vista de la puerta por ver si salía alguien. Pero la puerta permanecía cerrada, y Dagmar rebuscó a toda prisa entre el contenido del carrito. La mayoría eran sábanas y toallas, pero tuvo suerte. En el fondo había un uniforme exactamente igual al que llevaban las enfermeras. Lo sacó de un tirón y dobló la esquina para cambiarse.
Cuando terminó, se estiró y se colocó el gorrito tapándose el pelo a conciencia. El bajo del vestido estaba un poco sucio, pero por lo demás, no parecía muy usado. Esperaba que no todas las enfermeras se conocieran, y se dieran cuenta de la llegada de una nueva.
Dagmar abrió la puerta y asomó la cabeza a lo que parecía el vestuario del personal. Estaba vacío, y siguió presurosa hacia el pasillo, sin dejar de mirar furtivamente a uno y otro lado. Continuó pasillo arriba, sin separarse mucho de la pared, y dejó atrás una larga hilera de puertas cerradas. No había placas con el nombre en ninguna, y pronto comprendió que no conseguiría dar con Hermann. Empezaba a desesperarse, y se tapó la boca con la mano para ahogar un lamento. No podía rendirse aún.
Dos enfermeras jóvenes aparecieron por el pasillo en dirección contraria. Iban hablando bajito, pero cuando se acercaron, Dagmar pudo oír la conversación. Aguzó el oído. ¿Verdad que habían dicho Göring? Aminoró el paso, tratando de captar sus palabras. Una de las enfermeras llevaba en la mano una bandeja, y parecía que se estuviera lamentando.
—La última vez que entré, me tiró encima toda la comida —dijo con un gesto de preocupación.
—Ya, por eso ha dicho la jefa que a partir de ahora tenemos que ser dos para entrar en la habitación de Göring —dijo la otra, a la que también le temblaba la voz.
Se detuvieron en medio del pasillo delante de una puerta, y allí se quedaron dudando un poco. Dagmar comprendió que era el momento. Tenía que actuar ya, así que se aclaró un poco la garganta y dijo con tono autoritario:
—Chicas, me han dicho que de Göring me encargo yo, así que por esta vez os vais a librar —dijo alargando el brazo en busca de la comida.
—¿De verdad? —dijo desconcertada la joven que llevaba la bandeja en la mano, aunque se le veía en la cara el alivio que era para ella.
—Yo sé cómo tratar a tipos como Göring. Anda, venga, ya podéis iros a hacer algo de provecho, yo me encargo de esto. Pero antes, ayudadme con la puerta.
—Gracias —dijeron las jóvenes con una reverencia. Una de ellas sacó del bolsillo un llavero enorme y metió en la cerradura una de las llaves sin vacilar. Sujetó la puerta y, en cuanto Dagmar entró en la habitación, se alejaron de allí las dos, contentas de haberse librado de tan desagradable tarea.
Dagmar notaba los latidos del corazón. Allí estaba su Hermann, tumbado en una simple camilla y de espaldas a ella.
—Todo se va a arreglar, Hermann —dijo, y dejó la bandeja en el suelo—. Ya estoy aquí.
Él no se movió. Dagmar se quedó mirando aquella espalda ancha y se estremeció de placer ante la sola idea de estar tan cerca de él, por fin.
—Hermann —repitió, y le puso la mano en el hombro.
Él se apartó y, con un movimiento rápido, se volvió y se sentó en la cama.
—¡¿Qué es lo que quiere?! —vociferó.
Dagmar se asustó. ¿De verdad que aquel era Hermann? ¿El guapo aviador que la hacía temblar entera? Aquel hombre altivo de espalda ancha cuyo cabello rubio brillaba al sol como el oro. No podía ser.
—Dame las pastillas, zorra asquerosa. ¡Te lo exijo! ¿Es que no sabes quién soy? Soy Hermann Göring, y tengo que tomarme las pastillas. —Hablaba con un acento alemán muy marcado, e iba haciendo pausas, como si estuviera buscando la palabra adecuada.
A Dagmar se le hizo un nudo en la garganta. El hombre que le gritaba de aquel modo estaba gordo y tenía la piel ajada con una palidez enfermiza. Había perdido mucho pelo, el que le quedaba, parecía pegado en la coronilla. El sudor le corría a chorros por la cara.
Dagmar respiró hondo. Tenía que asegurarse de que no se había equivocado.
—Hermann, soy yo, Dagmar. —Se mantenía a cierta distancia, preparada por si se abalanzaba sobre ella. Le palpitaban las venas de la frente y ya no estaba pálido, un color rojo empezaba a subirle por el cuello.
—¿Dagmar? ¡Y a mí qué más me da cómo os llaméis las putas! Quiero mis pastillas. Los que me han encerrado aquí son los judíos, y tengo que ponerme bien. Hitler me necesita. ¡Que me des las pastillas!
Siguió vociferando y salpicándole a Dagmar la cara de saliva. Ella estaba horrorizada, pero hizo un nuevo intento:
—¿No te acuerdas de mí? Nos conocimos en una fiesta en casa del doctor Sjölin. En Fjällbacka.
El ataque cesó de pronto, Hermann parecía extrañado y la miraba con el desconcierto en la cara.
—¿En Fjällbacka?
—Sí, en la fiesta del doctor Sjölin —repitió ella—. Pasamos aquella noche juntos.
A él se le iluminó la mirada y Dagmar se dio cuenta de que acababa de recordarlo. Por fin. Ahora se arreglarían las cosas. Ella se encargaría de organizarlo todo y Hermann volvería a ser su apuesto capitán.
—Eres la criada —dijo secándose el sudor de la frente.
—Me llamo Dagmar —repitió ella. Se le estaba haciendo un nudo en el estómago. ¿Por qué no corría a abrazarla, tal y como se había imaginado en sueños?
De repente, él se echó a reír; le temblaba la barriga a cada carcajada.
—Dagmar, sí. —Volvió a reírse, y Dagmar cerró los puños.
—Tenemos una hija. Laura.
—¿Una hija? —Él la escrutó con los ojos entornados—. Ya, no es la primera vez que me lo dicen. De esas cosas no puede uno estar seguro. Sobre todo, con una criada.
Pronunció las últimas palabras con un tono de desprecio, y Dagmar sintió que la rabia le crecía por dentro. En aquella sala blanca y esterilizada cuyas ventanas no dejaban entrar ni un rayo de sol, acababan de hacerse añicos sus esperanzas. Todo lo que había creído hasta entonces sobre su vida era una mentira, los años que había pasado añorando, deseando y aguantando el llanto de aquella cría, su hija, que no paraba de exigir, habían sido en vano. Se abalanzó sobre él con los dedos como garras, gruñendo sonidos guturales como una fiera con un único deseo: el de hacerle tanto daño como él le había causado a ella. Le clavó los dedos y empezó a arañarle la cara, mientras lo oía gritar en alemán como en la distancia. Se abrió la puerta y notó unos brazos que tiraban de ella apartándola de aquel hombre al que tanto tiempo había querido.
Luego, todo se desvaneció.