—Gracias, Anna, cariño. —Erica besó a su hermana en la mejilla y corrió hacia el coche tras haberse despedido de los niños. Sentía un poco de cargo de conciencia al irse pero, a juzgar por los gritos de alegría al ver llegar a la tía Anna, no creía que fueran a sufrir mucho.
Se dirigía en coche hacia Hamburgsund dándole vueltas a la cabeza sin parar. La irritaba no haber avanzado más en su búsqueda de lo que le sucedió a la familia Elvander. Se atascaba continuamente y, como la Policía, tampoco ella sabía explicar la desaparición. Aun así, no se rendía. La historia de la familia era tan fascinante…, y cuanto más buceaba en los archivos, más interesante le parecía. Sobre las mujeres de la familia de Ebba parecía pesar una maldición.
Erica ahuyentó las imágenes del pasado. Gracias a Gösta, tenía por fin una pista que seguir. Le había dado un nombre. Y gracias a sus indagaciones, ahora iba en el coche para visitar a una de las personas implicadas que, seguramente, poseía información valiosa. Investigar casos antiguos era, por lo general, como hacer un rompecabezas gigantesco, algunas de cuyas piezas faltaban desde el principio. La experiencia le decía que, si prescindías de esas piezas y componías el rompecabezas con lo que tenías, al final se veía la imagen bastante bien. Con aquel caso no lo había conseguido todavía, pero esperaba encontrar más piezas para ver qué imagen resultaba. De lo contrario, todo su esfuerzo habría sido en vano.
Cuando llegó a la estación de servicio de Hansson, se detuvo para preguntar por la dirección. Sabía más o menos adónde iba, pero habría sido una tontería perderse sin necesidad. Detrás del mostrador estaba Magnus, el propietario de la estación de servicio, junto con su mujer, Anna. Aparte de su hermano, Frank, y la cuñada, Anette, que llevaban el quiosco de perritos de la plaza, no había nadie que supiera más de los habitantes de Hamburgsund y alrededores.
Magnus le lanzó una mirada de curiosidad, pero no dijo nada y le anotó el camino en un papel, con todo lujo de detalles. Erica continuó conduciendo con un ojo en la carretera y el otro en la nota, hasta que llegó por fin a la que debía ser la casa que buscaba. Y en ese momento se dio cuenta de que pudiera ser que no hubiera nadie en casa, con el día tan bueno que hacía. La mayoría de las personas que estaban de vacaciones lo pasarían en alguna de las islas del archipiélago o en la playa. Pero ya que se encontraba allí, bien podía llamar al timbre. Al bajar del coche oyó música y se acercó esperanzada a la puerta.
Mientras esperaba a que le abrieran, se puso a tararear la melodía: Non, je ne regrette rien, de Édith Piaf. Solo se sabía el estribillo y en francés de pega, pero se había dejado llevar por la música y no se dio cuenta de que la puerta acababa de abrirse.
—Vaya, aquí tenemos a una admiradora de Piaf —dijo un hombrecillo con un batín de seda de color morado, con adornos dorados. Iba muy bien maquillado.
Erica no pudo ocultar su asombro.
El hombre sonrió.
—Vamos, vamos, querida. ¿Viene a venderme algo o ha venido por otro motivo? Si es comercial, ya tengo todo lo que necesito; de lo contrario, puede entrar y hacerme compañía en el porche. A Walter no le gusta el sol, así que lo disfruto allí sentado en soledad. Y no hay nada más triste que degustar totalmente solo un buen vino rosado.
—Eh… Sí, bueno, no soy comercial, venía por otro motivo —acertó a decir Erica.
—¡Pues entonces…! —El hombre dio una palmada de satisfacción y retrocedió para darle paso.
Erica contempló el recibidor. Era una invasión de oropel, lazos y terciopelo. Decir que resultaba extravagante era quedarse corto.
—Esta planta la he decorado yo, y Walter se ha encargado de la de arriba. Si quieres que el matrimonio dure tanto como está durando el nuestro, hay que ceder. Pronto hará quince años que nos casamos y antes, vivimos diez en pecado. —Se volvió hacia la escalera y dijo en voz alta—: ¡Cariño, tenemos visita! ¡Baja y tómate una copa con nosotros al sol, en lugar de quedarte arriba refunfuñando tú solo!
El hombrecillo cruzó airosamente el recibidor y señaló hacia arriba.
—Tendría que ver cómo lo tiene todo. Parece un hospital. Totalmente aséptico. Walter dice que es pureza de estilo. Le gusta tanto el llamado estilo nórdico…, pero claro, no es muy acogedor que digamos. Ni tampoco muy difícil de conseguir. Sencillamente, lo pinta uno todo de blanco, coloca unos cuantos muebles odiosos en chapa de abedul de esos que venden en Ikea y ¡zas!, ya tienes casa.
Rodeó un sillón enorme tapizado en brocado rojo y se dirigió hacia la puerta abierta que daba al porche. Sobre la mesa había una botella de vino rosado en una cubitera y, al lado, una copa medio llena.
—¿Una copita? —El hombrecillo ya iba a echar mano de la botella. La bata de seda le aleteaba alrededor de las piernas blancuzcas.
—Me apetece muchísimo, pero tengo que conducir —dijo Erica, y pensó en lo bien que le habría sentado una copa de vino en aquella espléndida terraza con vistas al estrecho y a Hamburgö.
—Pues qué triste. ¿De verdad que no puedo convencerla de que lo pruebe? —preguntó moviendo con gesto tentador la botella que había sacado de la cubitera.
Erica no pudo contener la risa.
—Mi marido es policía; lo siento, no me atrevo, aunque me gustaría.
—Vaya, seguro que es guapísimo. A mí siempre me han gustado los hombres de uniforme.
—Y a mí —dijo Erica, y se sentó en una de las sillas.
El hombre se dio la vuelta y bajó un poco el volumen del equipo de música. Le sirvió a Erica un vaso de agua y se lo dio con una sonrisa.
—Bueno, ¿y a qué debemos la visita de una mujer tan guapa?
—Pues, verá, me llamo Erica Falck y soy escritora. Estoy documentándome para mi próximo libro. Usted es Ove Linder, ¿verdad? Y era profesor en el internado para chicos que Rune Elvander tenía a principios de los setenta, ¿no?
Al hombrecillo se le murió la sonrisa en los labios.
—Ove… Vaya, hacía tanto tiempo…
—¿No es aquí? —preguntó Erica, pensando que tal vez no hubiese leído bien la detallada descripción de Magnus.
—Sí, sí, pero hace mucho que no soy Ove Linder —respondió girando la copa entre los dedos con expresión pensativa—. No me he cambiado el nombre oficialmente, o no me habrías encontrado, claro, pero hoy por hoy soy Liza. Nadie me llama Ove, salvo Walter, a veces, cuando está enfadado. Liza, por Liza Minelli, naturalmente, aunque yo no sea más que una mala copia. —Ladeó la cabeza; miraba a Erica como esperando que lo contradijera.
—Déjalo ya, Liza, no reclames más cumplidos.
Erica volvió la cabeza. Suponía que el personaje que había aparecido en el umbral era Walter, el legítimo esposo.
—Hombre, aquí estás. Ven, tengo que presentarte a Erica —dijo Liza.
Walter salió al porche, se colocó detrás de Liza y le rodeó los hombros amorosamente. Liza le acarició la mano. Erica se sorprendió pensando que ojalá ella y Patrik fueran tan cariñosos después de veinticinco años.
—¿Cuál es el motivo de su visita? —preguntó Walter al tiempo que tomaba asiento. A diferencia de su pareja, tenía un aspecto de lo más neutro: estatura media, complexión normal, calva incipiente y discreto en el vestir. En una rueda de reconocimiento, habría sido imposible de recordar, pensó Erica. Sin embargo, tenía la mirada afable e inteligente y, de alguna manera, aquella pareja tan singular encajaba a la perfección.
Carraspeó un poco, antes de responder:
—Decía que estoy tratando de recabar información sobre el internado de Valö. Tú fuiste profesor allí, ¿verdad?
—Sí, por Dios —dijo Liza con un suspiro—. Fue un tiempo espantoso. Yo todavía no había salido del armario y la sociedad no era tan tolerante con los maricas como lo es hoy. Por si fuera poco, Rune Elvander tenía unos prejuicios horribles que no dudaba en airear. Hasta que decidí vivir plenamente mi auténtico yo, tuve que esforzarme mucho por encajar en el modelo. Cierto que nunca di el tipo de leñador, pero me las arreglé para parecer heterosexual y, como dicen, normal. Tuve ocasión de practicar mucho durante la infancia y la adolescencia.
Bajó la vista y Walter le acarició el brazo, consolándolo.
—Creo que conseguí engañar a Rune. En cambio tuve que aguantar más de una pulla de los alumnos. El internado estaba lleno de gamberros que se divertían buscando los puntos débiles de los demás. Yo solo me quedé un semestre más o menos, y no creo que hubiese aguantado más. La verdad, no pensaba volver después de Pascua, pero con lo que pasó, me ahorré la molestia de tener que despedirme.
—¿Qué pensó al oír lo ocurrido? ¿Tiene alguna teoría? —preguntó Erica.
—Como comprenderá, fue espantoso, por poco que me gustara la familia. Y bueno, doy por hecho que les sucedió algo terrible.
—Pero ¿no tiene idea de qué pudo ser?
Liza negó con un gesto.
—Para mí es un misterio tan grande como para el resto del mundo.
—¿Cuál era el ambiente en el internado? ¿Había desencuentros entre unos y otros?
—Y que lo diga. Aquello era como una olla a presión.
—¿A qué se refiere? —Erica notó que se le aceleraba el pulso. Por primera vez, tenía la oportunidad de saber lo que sucedía entre bambalinas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes hacer aquella visita?
—Según el profesor al que sustituí, los alumnos andaban siempre a la greña, desde el primer momento. Estaban acostumbrados a salirse con la suya y, al mismo tiempo, estaban sometidos a una gran presión, pues sus familias esperaban que salieran airosos. Aquello solo podía acabar como una pelea de gallos. Cuando yo empecé a trabajar allí, Rune había empezado a usar el látigo y los alumnos se amoldaron, pero se notaba la tensión bajo la superficie.
—¿Cómo se llevaban con Rune?
—Lo odiaban. Era un psicópata y un sádico —declaró Liza con frialdad.
—Vaya, no es una imagen muy grata de Rune Elvander. —Erica lamentaba no haberse llevado la grabadora. Sencillamente, tendría que esforzarse por recordar la conversación.
Liza se estremeció, como si tuviera frío.
—Rune Elvander es, con diferencia, la persona más desagradable que he conocido jamás. Y créame —dijo mirando de reojo a su marido—, las personas como nosotros tenemos que vérnoslas con más de un tipo desagradable.
—¿Cómo se llevaba Rune con su familia?
—Pues eso depende de a qué miembro de la familia se refiera. Inez no parecía tenerlo nada fácil, y cabe preguntarse por qué se casó con Rune, puesto que era joven y guapa. Yo sospechaba que la había obligado su madre. La muy bruja murió al poco de que yo empezara a trabajar allí, y para Inez fue, seguramente, un alivio, con lo mala que era aquella arpía.
—¿Y los hijos de Rune? —continuó Erica—. ¿Cómo veían a su padre y a su madrastra? Para Inez debió de ser bastante duro aterrizar en aquella familia. Supongo que no se llevaba muchos años con el mayor de sus hijastros, ¿no?
—Era un muchacho terrible, muy parecido a su padre.
—¿Quién? ¿El mayor?
—Sí, Claes.
Se hizo un largo silencio y Erica se armó de paciencia.
—Es al que más claramente recuerdo. Solo de pensar en él, un escalofrío me recorre la espina dorsal. En realidad, no sé por qué. Conmigo siempre fue educado, pero tenía algo que me impedía darle la espalda tranquilamente cuando estaba cerca.
—¿Se llevaba bien con Rune?
—Es difícil decirlo. Pululaban el uno alrededor del otro como planetas, sin que sus órbitas se cruzaran nunca. —Liza se rio, abochornada—. Parezco una señora new age, o un mal poeta…
—Qué va, siga, por favor —dijo Erica inclinándose hacia delante—. Entiendo perfectamente lo que quieres decir. O sea, que nunca hubo ningún conflicto entre Rune y Claes, ¿no?
—Pues no, se guardaban el agua mutuamente. Claes parecía obedecer la menor señal de Rune, pero me parece que nadie sabía lo que de verdad pensaba de su padre. De todos modos, tenían una cosa en común: adoraban a Carla, la difunta esposa de Rune, madre de Claes, y daba la impresión de que los dos odiaban a Inez. En el caso de Claes quizá fuera comprensible, dado que ella había venido a ocupar el sitio de su madre, pero Rune se había casado con ella, así que…
—¿Quiere decir que Rune maltrataba a Inez?
—Bueno, por lo menos no tenían lo que se llama una relación cariñosa. Él andaba siempre dándole órdenes, como si fuera su súbdito y no su mujer. En cuanto a Claes, era cruel y maleducado con su madrastra, y tampoco es que tratara muy bien a Ebba, por cierto. Y su hermana, Annelie, tampoco lo hacía mucho mejor.
—¿Cómo reaccionaba Rune ante la conducta de sus hijos? ¿Los animaba a comportarse así? —Erica tomó un trago de agua. Incluso debajo de aquella sombrilla enorme, hacía un calor insoportable en el porche.
—Para Rune era impecable. Conservaba el tono militar también con sus hijos, eso sí, pero el único que podía reñirles era él. Si cualquier otra persona le iba con alguna queja, se armaba una buena. Sé que Inez lo intentó alguna que otra vez, pero no en primera instancia. No, el único de la familia que se portaba bien con ella era Johan, el hijo más pequeño de Rune. Era bueno y cariñoso y buscaba el afecto de Inez. —A Liza se le entristeció el semblante—. Me he preguntado tantas veces qué habrá sido de la pequeña Ebba…
—Pues ha vuelto a Valö. Ella y su marido están reformando la casa. Y anteayer…
Erica se mordió el labio. No sabía exactamente cuánto podía revelar, pero como Liza había hablado con ella tan abiertamente… Respiró hondo, antes de continuar.
—Anteayer encontraron sangre debajo del suelo del comedor.
Tanto Liza como Walter se la quedaron mirando sin dar crédito. A cierta distancia de allí se oían voces y los ruidos de los barcos, pero en el porche reinaba el silencio. Al final, fue Walter quien lo rompió:
—Tú siempre has dicho que, seguramente, estaban muertos.
Liza asintió.
—Sí, era lo más verosímil. Además…
—¿Además, qué?
—Bah, es una tontería. —Hizo un gesto con la mano y la manga de la bata de seda se agitó en el aire—. En aquel momento nunca lo mencioné.
—Bueno, no hay nada superfluo o ridículo. Cuéntemelo, por favor.
—En realidad, no es nada concreto, pero yo tenía la sensación de que algo se estaba torciendo. Y oí… —Meneó la cabeza—. No, es una bobada.
—Siga —lo animó Erica, conteniendo el impulso de zarandearlo para que hablara.
Liza tomó un buen trago de vino y la miró fijamente a los ojos.
—Se oían ruidos por las noches.
—¿Ruidos?
—Sí. Pasos, puertas que se abrían, voces lejanas. Pero cuando me levantaba a ver, no encontraba nada.
—¿Como si fueran fantasmas? —preguntó Erica.
—Yo no creo en los fantasmas —dijo Liza muy seria—. Lo único que puedo decir es que se oían ruidos, y tuve la sensación de que no tardaría en ocurrir algo terrible. Así que, cuando supe de la desaparición, no me sorprendió nada.
Walter asintió.
—Sí, tú siempre has tenido un sexto sentido.
—Pero bueno, que no paro de hablar —dijo Liza—. Esto se ha vuelto demasiado serio y triste. Erica se irá de aquí con la idea de que somos dos llorones. —De repente volvió el brillo a sus ojos y la sonrisa a sus labios.
—De ninguna manera. Muchas gracias por recibirme y por hablar conmigo. Me ha aportado mucha información valiosa, pero tengo que irme a casa —dijo, y se puso de pie.
—Saluda a la pequeña Ebba de mi parte —dijo Liza.
—Descuide.
Los dos hombres hicieron amago de ir a acompañarla, pero Erica se les adelantó.
—Gracias, no hace falta que me acompañen.
Mientras surcaba el mar de oropeles, lazos y cojines de terciopelo, oyó a Édith Piaf, que cantaba sobre los corazones rotos.
—¿Dónde narices te has metido esta mañana? —dijo Patrik al entrar en el despacho de Gösta—. Había pensado que vinieras conmigo a casa de John Holm.
Gösta levantó la vista.
—¿No te lo ha dicho Annika? He ido al dentista.
—¿Al dentista? —Patrik se sentó y lo miró extrañado—. No tendrás caries, espero.
—No, ni una.
—¿Qué tal va la lista? —preguntó Patrik mirando el montón de papeles que Gösta tenía delante.
—Pues aquí tengo la mayoría de las direcciones actuales de los alumnos.
—Qué rapidez.
—El número de identidad —dijo Gösta, y señaló la antigua relación del alumnado—. Se trata de usar el cerebro, ya sabes. —Le dio un documento a Patrik—. ¿Y cómo te ha ido con el jefe nazistón?
—Me parece que tendría alguna objeción que hacer a esa denominación. —Patrik empezó a ojear la lista.
—Ya, pero es lo que es. Ya no se rapan la cabeza, pero son los mismos. ¿Y Mellberg? ¿Se portó?
—¿Tú qué crees? —dijo Patrik, y dejó caer la lista en el regazo—. Podría decirse que la Policía de Tanum no ha mostrado su mejor cara.
—Pero ¿habéis sacado alguna novedad, por lo menos?
Patrik meneó la cabeza.
—No mucho. John Holm no sabe nada de la desaparición. Y en el internado no había ocurrido nada que pudiera explicarla. Según él, solo se apreciaban las tensiones lógicas entre un grupo de adolescentes y un director estricto. Eso es todo.
—¿Has recibido noticias de Torbjörn? —preguntó Gösta.
—No. Me prometió que se daría prisa, pero puesto que no tenemos un cadáver fresco con el que apremiarlo, no podrán darnos prioridad. Además, el caso ha prescrito, si es que al final resulta que asesinaron a toda la familia.
—Pero la respuesta del análisis de la sangre que encontramos puede darnos pistas relevantes para nuestra investigación. ¿O se te ha olvidado que la otra noche alguien intentó quemar vivos a Ebba y a Mårten? Tú eres el que más ha insistido en que la desaparición tiene que estar relacionada con el incendio. Además, ¿es que no has pensado en Ebba? ¿No crees que tiene derecho a saber qué le ocurrió a su familia?
Patrik levantó las manos para hacerlo callar.
—Lo sé, lo sé. Pero por ahora no he encontrado nada de interés en el caso antiguo, y estoy bastante desanimado.
—¿No había ninguna pista que seguir en el informe del incendio que nos envió Torbjörn?
—No. Era gasolina normal y corriente y la habían prendido con una cerilla normal y corriente. Nada más concreto.
—Pues tendremos que empezar a desenredar la madeja por otro lado. —Gösta se dio la vuelta y señaló una foto que había en la pared—. Yo creo que debemos presionar un poco a los chicos. Saben más de lo que dicen.
Patrik se levantó y se acercó a examinar la foto de los cinco muchachos.
—Creo que tienes razón. He visto por la lista que, en tu opinión, deberíamos empezar por interrogar a Leon Kreutz, ¿qué le parece si vamos a hablar con él ahora mismo?
—Pues lo siento, pero es que no sé dónde está. Tiene el móvil apagado, y en el hotel dicen que él y su mujer ya se han ido. Seguramente estarán instalándose en la nueva casa. ¿Por qué no esperamos hasta mañana, cuando ya estén allí y podamos hablar con ellos tranquilamente?
—De acuerdo, haremos eso. Entonces, ahora podríamos ir a hablar con Sebastian Månsson y Josef Meyer, ¿no? Ellos siguen viviendo aquí.
—Claro. Espera que recoja un poco todo esto.
—Ah, y no se nos puede olvidar lo del tal G.
—¿G?
—Sí, la persona que ha estado enviándole a Ebba tarjetas para su cumpleaños.
—¿Tú crees de verdad que eso será una pista? —Gösta empezó a recoger los documentos.
—Nunca se sabe. Como tú acabas de decir: por algún sitio habrá que desenredar la madeja.
—Pero si tiramos de demasiados hilos al mismo tiempo, puede que se nos enrede otra vez —murmuró Gösta—. A mí me parece un trabajo inútil.
—Qué va —dijo Patrik, y le dio una palmadita en el hombro—. Te propongo…
En ese momento le sonó el móvil, y miró la pantalla.
—Tengo que atender esta llamada —dijo, y dejó a Gösta en el despacho.
Unos minutos después volvió con una expresión triunfal en la cara.
—Bueno, pues puede que tengamos esa pista que tanta falta nos hacía. Era Torbjörn. No había más sangre debajo del suelo, pero han encontrado algo mucho mejor.
—¿El qué?
—Incrustada bajo los tablones había una bala. En otras palabras, en el comedor donde se encontraba la familia antes de desaparecer se efectuó un disparo.
Patrik y Gösta se miraron muy serios. Hacía un minuto estaban desanimados, pero aquella investigación acababa de cobrar vida, por fin.
Había pensado ir a casa directamente para relevar a Anna, pero la curiosidad pudo con ella, así que continuó y cruzó Fjällbacka hacia Mörhult. Después de dudar un instante si tomar a la izquierda, a la altura del minigolf, y bajar hasta las cabañas de pescadores, decidió probar suerte y ver si estaban en casa. Ya estaba entrada la tarde.
Habían dejado la puerta abierta y sujeta con un zueco estampado de flores, y Erica asomó la cabeza.
—¿Hola? —gritó.
Se oyó ruido dentro y al cabo de unos instantes apareció John Holm con un paño de cocina en las manos.
—Perdón, ¿he llegado en plena cena? —dijo.
Holm miró el paño de cocina.
—No, en absoluto. Es que acabo de lavarme las manos. ¿Qué querías?
—Soy Erica Falck, en estos momentos estoy trabajando con un libro…
—Ah, así que tú eres la famosa escritora de Fjällbacka, ¿no? Pasa, vamos a la cocina, te invito a un café —dijo sonriéndole afablemente—. ¿Y qué te trae por aquí?
Se sentaron a la mesa de la cocina.
—He pensado escribir un libro sobre los sucesos de Valö. —Creyó ver un destello de preocupación en los ojos azules de Holm, pero se esfumó tan rápido que pensó que se lo había imaginado.
—Vaya, de repente, todo el mundo anda interesado por Valö. Si no he interpretado mal las habladurías locales, el que vino a verme esta mañana era tu marido, ¿verdad?
—Sí, mi marido es policía, Patrik Hedström.
—Venía con otro personaje que me pareció bastante…, bueno, interesante.
No hacía falta ser una eminencia para comprender a quién se refería.
—O sea, que has tenido el honor de conocer a Bertil Mellberg, el mito, la leyenda.
John se echó a reír y Erica se dio cuenta de que su encanto personal no la dejaba indiferente. Se irritó consigo misma. Odiaba todo lo que defendían él y su partido, pero en aquella situación, parecía agradable e inofensivo. Atractivo.
—No es la primera vez que me cruzo con alguien como él. En cambio tu marido sí sabe hacer su trabajo.
—Bueno, yo no soy imparcial, pero creo que es buen policía. Profundiza hasta que averigua lo que quiere saber. Igual que yo.
—Ya, pues juntos debéis de ser peligrosísimos. —John volvió a sonreír y se le formaron dos hoyuelos perfectos.
—Sí, puede. Pero a veces nos atascamos. Yo empecé a documentarme sobre la desaparición hace años, lo tomaba y lo dejaba, y ahora lo he retomado.
—Ya, entonces, ¿piensas escribir una novela sobre esa historia? —Una vez más, asomó a la mirada de John un destello de inquietud.
—Eso tenía pensado. ¿Te importa que te haga unas preguntas? —Erica sacó papel y lápiz.
Por un instante, pareció que John dudaba.
—No, adelante —dijo luego—. Pero, tal y como le dije a tu marido y a su colega, no creo que tenga mucho que aportar.
—Tengo entendido que había ciertos conflictos en el seno de la familia Elvander.
—¿Conflictos?
—Sí, al parecer, los hijos de Rune no apreciaban a su madrastra.
—Bueno, los alumnos no nos inmiscuíamos en los asuntos de la familia.
—Ya, pero era un internado muy pequeño. Es imposible que os pasara inadvertida la situación de la familia.
—No nos interesaba. No queríamos tener nada que ver con ellos. Bastante nos molestaba tener que lidiar con Rune. —John puso cara de haberse arrepentido de acceder a la entrevista. Encogía los hombros y se retorcía en la silla, lo que aumentó la motivación de Erica. Era obvio que había algo que lo incomodaba.
—¿Y qué me dices de Annelie? Una chica de dieciséis años y una pandilla de muchachos también adolescentes… ¿Cómo encajaba eso?
John rio resoplando.
—Annelie estaba como loca por los chicos, loca de más, pero no le hacíamos caso. Hay chicas de las que es mejor mantenerse alejado, y Annelie era una de ellas. Además, Rune nos habría matado si hubiéramos rozado a su hija.
—¿Qué quieres decir con que era una de esas chicas de las que más vale mantenerse alejado?
—Iba siempre detrás de nosotros haciéndose la interesante, y creo que lo que quería era ponernos en un aprieto. Una vez se puso a tomar el sol sin la parte de arriba del biquini exactamente delante de nuestra ventana, pero el único que miró fue Leon. Siempre ha sido un temerario.
—¿Y qué pasó? ¿No la descubrió su padre? —Erica se sentía arrastrada a otro mundo.
—Claes siempre la defendía. Aquella vez la vio y se la llevó de allí con tanta brusquedad que creí que le arrancaría el brazo.
—¿Y le interesaba alguno de vosotros en particular?
—Pues claro, ya te imaginarás quién —dijo John, aunque comprendió enseguida que era imposible que Erica supiera a quién se refería—. Leon, naturalmente. Él era el chico perfecto. Tenía una familia asquerosamente rica, era escandalosamente guapo y tenía tal seguridad en sí mismo que los demás ni la soñábamos.
—Ya, pero a él no le interesaba ella, ¿no?
—Como te decía, Annelie era una chica que creaba complicaciones, y Leon era demasiado listo para liarse con ella. —Un móvil sonó en la sala de estar y John se levantó bruscamente—. ¿Me perdonas?
Sin esperar respuesta, se dirigió a donde estaba el teléfono, y Erica lo oyó hablar en voz baja. No parecía haber nadie más en la casa, y se puso a curiosear mientras esperaba. El montón de papeles que había en una silla llamó su atención, y echó una ojeada por encima del hombro antes de empezar a hojearlos. La mayoría eran actas parlamentarias e informes de reuniones, pero de pronto se quedó extrañada. Entre los documentos había uno manuscrito lleno de garabatos que no entendía. Oyó que John se despedía en la sala de estar, así que se lo guardó rápidamente en el bolso. Cuando lo vio acercarse, le sonrió con cara inocente.
—¿Algún problema?
Él negó con la cabeza y volvió a sentarse.
—Es lo malo de este trabajo: nunca estás de vacaciones, ni siquiera durante las vacaciones.
Erica asintió. No quería entrar en los detalles de la tarea política de John. No podría ocultar sus ideas y existía el riesgo de que él se enfadara, entonces no podría seguir preguntando. Volvió a sus notas.
—¿Qué me dices de Inez? ¿Cómo era con los alumnos?
—¿Inez? —John evitó la mirada de Erica—. No la veíamos mucho. Tenía trabajo de sobra con la casa y con su hija.
—Ya, pero alguna relación tendríais con ella, ¿no? Conozco bien el edificio, y no es tan grande como para que no os cruzarais con ella varias veces al día.
—Hombre, sí, claro que veíamos a Inez. Pero era taciturna y apocada. No nos prestaba mucha atención, ni nosotros a ella.
—Creo que su marido tampoco le prestaba mucha atención, ¿no?
—Pues no. Era incomprensible que un hombre como él hubiera podido tener cuatro hijos. Nosotros siempre andábamos especulando si no habrían sido embarazos virginales —dijo con una sonrisa socarrona.
—¿Y los profesores? ¿Qué te parecían?
—Eran dos piezas de lo más originales. Seguramente eran buenos profesores, pero Per-Arne había sido militar y era más rígido que Rune, si cabe.
—¿Y el otro?
—Sí, Ove… Tenía algo raro. Según la teoría general, era un marica encubierto. Me pregunto si llegó a salir del armario.
A Erica le dieron ganas de echarse a reír al recordar a Liza, con sus pestañas postizas y su bata de seda.
—Quién sabe —dijo sonriendo.
John la miró extrañado, pero ella no añadió nada más. No era cosa suya informar a John de la vida de Liza y, además, sabía muy bien cuál era la opinión que los Amigos de Suecia tenían sobre la homosexualidad.
—Bueno, ¿pero no recuerdas nada en particular de ellos?
—No, nada. Las fronteras entre los alumnos, los profesores y la familia estaban bien claras. Cada uno a lo suyo. Cada grupo con los suyos.
Más o menos lo que propone vuestro programa político, se dijo Erica, que tuvo que morderse la lengua para no hablar. Se dio cuenta de que John empezaba a impacientarse, así que le hizo una última pregunta:
—Según una de las personas con las que he hablado, en la casa se oían ruidos extraños por las noches. ¿Tú recuerdas algo?
John se sobresaltó.
—¿Quién ha dicho eso?
—Quién lo haya dicho no importa.
—Tonterías —dijo John, y se puso de pie.
—O sea que tú no tienes noticia de nada parecido, ¿no? —insistió mirándolo fijamente.
—Para nada. Y lo siento, pero tengo que hacer unas llamadas.
Erica comprendió que no conseguiría nada más, al menos por esta vez.
—Gracias por concederme unos minutos —dijo, y guardó sus cosas.
—De nada. —Otra vez volvía a irradiar amabilidad, pero prácticamente la echó de allí.
Ia le subió a Leon los calzoncillos y los pantalones y le ayudó a pasar del váter a la silla de ruedas.
—Venga, hombre, deja de refunfuñar.
—Es que no comprendo por qué no tenemos una cuidadora que haga este trabajo —dijo Leon.
—Porque quiero encargarme de ti personalmente.
—Ya, te estalla el corazón de lo buena que eres —replicó Leon irónico—. Te destrozarás la espalda si sigues así. Tendríamos que traer a alguien que te ayude.
—Eres muy amable al preocuparte de mi espalda, pero soy fuerte y no quiero que venga nadie a…, bueno, a husmear. Seremos tú y yo. Hasta que la muerte nos separe. —Ia le acarició el lado sano de la cara, pero él la apartó y ella retiró la mano.
Leon se alejó en la silla y ella fue a sentarse en el sofá. Habían comprado la casa amueblada, y ese día habían podido entrar por fin, después de que el banco de Mónaco hubiera aprobado la transacción. La habían pagado íntegra al contado. Al otro lado de la ventana se extendía toda Fjällbacka, e Ia disfrutaba mucho más de lo que había imaginado con tan espléndidas vistas. Oyó que Leon soltaba un taco en la cocina. No había nada adaptado a minusválidos, de modo que le costaba llegar a los sitios y todo el rato se iba dando golpes con las esquinas y los muebles.
—Ya voy —dijo Ia, pero siguió sentada. A veces era bueno que tuviera que esperar un poco. Para que no diera por supuesto que le ayudaría. Igual que había dado por supuesto que lo querría siempre.
Se miró las manos. Las tenía tan llenas de cicatrices como Leon. Cuando salía, siempre llevaba guantes para ocultarlas, pero en casa le gustaba dejarlas al descubierto para que él viera cómo se las lesionó cuando lo sacó del coche en llamas. Gratitud: era lo único que le pedía. Al amor ya había renunciado. Ni siquiera sabía si Leon estaba ya en condiciones de querer a nadie. Antes, mucho tiempo atrás, creía que sí. Mucho tiempo atrás, el amor de Leon era lo único que contaba. ¿Cuándo se convirtió ese amor en odio? No lo sabía. Durante años trató de encontrar el fallo en sí misma, se esforzó por corregir lo que él criticaba, hizo todo lo posible por darle lo que parecía que él quería. Montes, mares, desiertos, mujeres. No importaba. Todos eran sus amantes. Y a ella le resultaba insufrible la espera hasta que él volvía a casa.
Se llevó la mano a la cara. La piel estaba tirante, sin expresión. De pronto recordó el dolor después de las intervenciones quirúrgicas. Él no estaba a su lado para darle la mano cuando despertó. Ni cuando llegó a casa. Y la recuperación fue tan lenta… Ahora no se reconocía cuando se miraba al espejo. Su rostro era el de una extraña. Pero ya no necesitaba esforzarse. A Leon se le habían acabado las montañas que escalar, los desiertos que atravesar en coche, las mujeres por las que abandonarla. Ahora era suyo, solo suyo.
Mårten se estiró con una mueca de dolor. Le dolía el cuerpo de tanto trabajo físico y ya casi había olvidado cómo era no sentir los agujazos en algún sitio. Sabía que a Ebba le ocurría lo mismo. Cuando ella creía que él no estaba mirando, la veía frotarse los hombros y las articulaciones, con la misma mueca.
Aunque el dolor del corazón era infinitamente peor. Vivían con él día y noche, y era tal la añoranza que sentían que resultaba imposible saber dónde empezaba y dónde acababa. Pero él no solo echaba de menos a Vincent, sino también a Ebba. Y todo lo empeoraba el hecho de que, a lo mucho que lo echaba de menos, se sumaran una rabia y un sentimiento de culpabilidad de los que no era capaz de librarse.
Se sentó en la escalera de la entrada con una taza de té en la mano y se puso a contemplar el mar, con Fjällbacka al fondo. A la luz dorada del atardecer la vista era inigualable. Sin tener muy claro por qué, siempre supo que volverían allí. Aunque se creía lo que le decía Ebba de que había llevado una vida feliz con sus padres de adopción, él intuía a veces que sentía un deseo de saber que no desaparecería hasta que no hubiera hecho algún intento serio de hallar respuestas. Si se lo hubiera dicho tiempo atrás, antes de que sucediera aquello, ella lo habría negado. Pero a Mårten no le cupo nunca la menor duda de que volverían allí donde comenzó todo.
Cuando las circunstancias terminaron por obligarlos a huir a un lugar conocido y desconocido a la vez, a refugiarse en una vida en la que Vincent no había existido, abrigó ciertas esperanzas. Confiaba en que volverían a encontrar un canal de comunicación y que la ira y la culpa quedarían atrás. Pero Ebba le hacía el vacío y rechazaba todas sus tentativas de acercamiento. Y, en realidad, ¿tenía derecho a hacer algo así? El dolor y la pena no eran solo cosa de ella, él también sufría y también merecía que ella se esforzara.
Mårten apretaba la taza más y más, mientras contemplaba el horizonte. Se imaginaba a Vincent allí mismo. El niño se le parecía muchísimo. Se dieron cuenta ya en el hospital. Recién nacido y arropadito en la cuna, Vincent parecía una copia de su padre. El parecido había ido en aumento con los años, y Vincent lo adoraba. Cuando tenía tres años, iba pisándole a Mårten los talones como un perrito faldero, y siempre lo llamaba a él en primer lugar. Ebba se lamentaba a veces, decía que, después de haberlo llevado en su seno nueve meses y después de un parto doloroso, era una ingratitud por parte de Vincent. Pero lo decía en broma. Se alegraba de la relación tan íntima que tenían Mårten y su hijo, y estaba totalmente satisfecha con tener un segundo puesto nada despreciable.
Las lágrimas le afloraban a los ojos y se las secó con el dorso de la mano. No tenía fuerzas para llorar más y tampoco servía de nada. Lo único que quería era que Ebba volviera. No se rendiría nunca. Seguiría intentándolo hasta que ella comprendiera que se necesitaban el uno al otro.
Se levantó y entró en la casa. Subió la escalera y aguzó el oído para ver dónde estaba Ebba. En realidad, ya lo sabía. Como siempre que descansaban del trabajo, ella se sentaba ante su mesa y se concentraba en el último colgante que le hubieran pedido. Entró en la habitación y se colocó detrás de ella.
—¿Te ha llegado un encargo?
Ebba se sobresaltó en la silla.
—Sí —respondió, y continuó trabajando la plata.
—¿Quién es el cliente? —Se le desató la rabia ante su indiferencia y tuvo que controlarse para no estallar.
—Se llama Linda. Su niño murió de muerte súbita a los cuatro meses de nacer. Era su primer hijo.
—Vaya —dijo Mårten, y apartó la vista. No se explicaba cómo era capaz de escuchar todas aquellas historias, el dolor de tantos padres desconocidos. ¿No tenía bastante con el suyo? Ella también llevaba una cadena con un ángel. Fue la primera que hizo, y no se la quitaba nunca. Le había grabado en el reverso el nombre de Vincent, y había ocasiones en que le entraban ganas de arrancársela, porque pensaba que no se merecía llevar al cuello el nombre de su hijo. Pero también había momentos en que no deseaba otra cosa que el que llevara a Vincent cerca del corazón. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Qué pasaría si él se rindiera, asumiera lo ocurrido y reconociera que los dos tuvieron la culpa?
Mårten dejó la taza de té en un estante y dio un paso hacia Ebba. Al principio dudó, pero luego le puso las manos en los hombros. Ella se quedó rígida. Él empezó a darle un masaje, y notó que estaba tan tensa como él. Ebba no dijo nada, se quedó mirando al frente. Había dejado las manos sobre la mesa y lo único que se oía era su respiración. Aquello reavivó en él la esperanza. Empezó a tocarla, a sentir su cuerpo en las manos; quizá hubiera una salida.
De repente, Ebba se levantó. Sin decir nada, salió de la habitación y Mårten se quedó con las manos en el aire. Permaneció allí un rato contemplando la mesa atestada de cosas. Luego, como si sus brazos tuvieran voluntad propia, barrieron la superficie de golpe y todo cayó al suelo con un estruendo. Por el silencio que siguió, supo que solo existía un camino. Tenía que jugárselo todo.