Por poco las echan del tren. El revisor le quitó la botella y se puso a desvariar diciendo que estaba demasiado borracha para viajar. Pero ella qué iba a estar borracha. Era solo que de vez en cuando necesitaba un trago para cobrar fuerzas, para poder tirar de la vida, algo que cualquiera podía comprender. Siempre tenía que andar pidiendo limosna y realizando las tareas más humillantes, que le concedían «por la niña» y, generalmente, la cosa terminaba con que no le quedaba más remedio que recibir en el dormitorio la visita de algún hipócrita putañero que llegaba jadeando a su puerta.
También el revisor se compadeció y las dejó seguir hasta Estocolmo «por la niña». Y menos mal, porque si las hubieran echado a mitad de camino, Dagmar no habría sabido cómo volver a casa después. Dos meses había tardado en ahorrar lo necesario para un billete de ida a Estocolmo, y ya no le quedaba un céntimo. Pero no pasaba nada, porque cuando llegaran y pudiera hablar con Hermann, no tendría que volver a preocuparse del dinero nunca más. Él se encargaría de todo. Cuando se vieran y él comprendiera lo mal que lo había pasado Dagmar, abandonaría enseguida a aquella mujer tan falsa con la que se había casado.
Dagmar se detuvo junto a la ventanilla y se miró en el cristal. Bueno, sí, había envejecido un poco desde la última vez que se vieron. Ya no tenía una melena tan frondosa y, ahora que lo pensaba, llevaba un tiempo sin lavarse el pelo. Y el vestido, que había robado de una cuerda de tender antes de irse, le quedaba como un saco de tan delgada como estaba. Cuando escaseaba el dinero, ella prefería el vino a la comida, pero eso también se iba a terminar. Pronto volvería a tener el mismo aspecto de antes, y Hermann se compadecería de ella cuando supiera lo duramente que la había tratado la vida desde que la abandonó.
Con Laura de la mano, echó a andar de nuevo. La niña se resistía, y Dagmar tenía poco menos que arrastrarla.
—Venga, muévete —le decía furiosa. Que aquella cría tuviera que ser siempre tan lenta…
Después de preguntar varias veces, llegaron por fin a la puerta que buscaba.
Fue fácil encontrar la dirección. Figuraba en la guía de teléfonos: Odengatan, 23. La casa era tan alta e imponente como ella la había imaginado. Dagmar tiró de la puerta. Estaba cerrada. Frunció el entrecejo contrariada. En ese preciso momento se acercó a ellas un señor, sacó una llave y abrió la puerta.
—¿Adónde van?
Ella se irguió orgullosa.
—A casa de los Göring.
—Vaya, pues sí, seguro que necesitan ayuda —dijo, y las dejó entrar.
Por un instante, Dagmar se preguntó a qué se refería, pero luego se encogió de hombros. No tenía importancia. Ya estaban cerca. Miró el tablón de la entrada, comprobó en qué piso vivían los Göring y fue tirando de Laura escaleras arriba. Le temblaba la mano cuando llamó al timbre. Muy pronto estarían los tres juntos. Hermann, ella y Laura. La hija de Hermann.