Fjällbacka, 1925

Dagmar miró el periódico que estaba en el suelo. Laura le tiraba del brazo sin dejar de repetir su eterno «mamá, mamá», pero Dagmar no le hacía caso. Estaba tan harta de aquella voz exigente y llorica, de aquella palabra que repetía tanto que creía que la volvería loca. Muy despacio, se agachó y recogió el periódico. Era muy tarde y no veía con claridad, pero no cabía la menor duda. Allí lo decía más claro que el agua: «Göring, el héroe de la aviación alemana, vuelve a Suecia».

—Mamá, mamá, —Laura tiraba con más fuerza, y ella apartó el brazo con tal violencia que la niña se cayó del banco y empezó a llorar.

—¡Calla ya! —le soltó Dagmar. No soportaba aquel lloriqueo falso. A la niña no le pasaba nada. Tenía un techo bajo el que cobijarse, ropa con que vestirse y no pasaba hambre, aunque a veces anduvieran justas.

Dagmar volvió a centrarse en el artículo y fue leyéndolo a duras penas. El corazón le martilleaba en el pecho. Él había vuelto, estaba en Suecia y ahora iría a buscarla. Hasta que su mirada se detuvo unos renglones más abajo. «Göring se traslada a nuestro país con su mujer, la ciudadana sueca Carin, ahora Göring». A Dagmar se le secó la boca. Hermann se había casado con otra. ¡La había traicionado! La furia se le encendió por dentro, agravada por el llanto de Laura, que le estallaba en la cabeza y hacía que la gente se volviera a mirarlas.

—¡A callar! —Le dio a la niña tal bofetada que le escoció la mano.

La niña dejó de llorar, con la mano en la mejilla enrojecida, y mirándola con los ojos desorbitados. Luego empezó a llorar otra vez, más alto, y Dagmar notó que la desesperación la partía en dos. Se abalanzó sobre el periódico y leyó la frase una y otra vez. Carin Göring. El nombre no dejaba de resonarle en la cabeza. No decía cuánto tiempo llevaban casados, pero dado que era sueca, debieron de conocerse en Suecia. De alguna manera, esa mujer consiguió engatusar a Hermann para que se casara con ella. Tenía que ser culpa de Carin que Hermann no hubiera ido a buscarla, que no pudiera estar con ella y con su hija, con su familia.

Fue arrugando el periódico despacio y alargó la mano en busca de la botella que tenía al lado, en el banco. Solo quedaba un trago, y se sorprendió, porque aquella misma mañana estaba llena. Pero no se paró a pensar, sino que apuró el resto y sintió con agrado cómo la bebida divina le quemaba la garganta.

La cría había dejado de lloriquear. Se había quedado sentada en el suelo, sollozando abrazándose las piernas. Estaría compadeciéndose de sí misma, como siempre, tan taimada, a pesar de que solo tenía cinco años. Pero Dagmar sabía lo que tenía que hacer. Todavía podría restablecer el orden de las cosas. En el futuro, Hermann estaría con ellas, y seguro que sabría incluso corregir a Laura. Un padre que la educase con mano dura era precisamente lo que la niña necesitaba, ya que, por mucho que Dagmar tratara de conseguir que se comportara como un ser racional, no servía de nada.

Dagmar sonreía en el banco del parque. Ya había averiguado cuál era el origen de sus males, ahora todo se arreglaría para ella y para Laura.