La niña lloraba sin parar, día y noche, y Dagmar no podía dejar de oírla ni tapándose los oídos y gritando a voz en cuello. Oía perfectamente tanto el llanto de la criatura como el aporreo de los vecinos en la pared.
No era esa la idea. Aún podía sentir las manos del aviador en el cuerpo, ver su mirada cuando yacía en la cama desnuda con él. Estaba convencida de que sus sentimientos eran correspondidos, así que tenía que haber pasado algo. De lo contrario, no la habría abandonado en la pobreza y la humillación. ¿Habría tenido que volver a Alemania? Seguramente, allí lo necesitaban. Era un héroe que acudió a cumplir su deber cuando lo llamó la patria, por más que tener que abandonarla le hubiese roto el corazón.
Incluso antes de saber que estaba embarazada, lo buscó por todos los medios a su alcance. Le escribió varias cartas a la delegación alemana en Estocolmo y preguntó a todo el que encontraba si conocían al héroe de guerra Hermann Göring y si sabían qué había podido sucederle. Si llegara a sus oídos que había dado a luz a un hijo suyo, seguramente volvería. Por importantes que fueran los asuntos que lo retuvieran en Alemania, volvería para salvarlas a ella y a Laura. Él jamás permitiría que viviera en aquella miseria, con personas repugnantes que la miraban con desprecio y que no la creían cuando les contaba quién era el padre de Laura. Se quedarían de piedra al ver a Hermann ante la puerta, soberbio con el uniforme de aviador, con los brazos abiertos y un coche espléndido esperándola.
La niña lloraba cada vez más fuerte en la cuna y Dagmar sintió que la invadía la rabia. No la dejaba en paz ni un solo segundo. Aquella cría lo hacía adrede, se le veía en la cara. Con lo pequeña que era, mostraba por Dagmar el mismo desprecio que los demás. Dagmar los odiaba a todos. Ya podían arder en el fuego del infierno, todas las chismosas, y los cerdos asquerosos que, a pesar de los insultos, acudían a ella por las noches para metérsela por una suma miserable. Cuando los tenía encima jadeando y gimiendo, entonces sí les parecía bastante buena.
Dagmar apartó el edredón y fue al cuchitril que tenía por cocina. Todo estaba atestado de platos sucios y olía a restos de comida reseca y revenida. Abrió la puerta de la despensa. Estaba prácticamente vacía y solo había una botella de alcohol rebajado con agua con el que le había pagado el boticario. Con la botella en la mano, volvió a la cama. La niña seguía llorando, y el vecino volvió a aporrear bien fuerte la pared, pero Dagmar ni se inmutó. Quitó el corcho, limpió con la manga del camisón unas migas que se habían quedado pegadas a la boca de la botella y se la llevó a los labios. Si bebía lo suficiente, dejaría de oír el llanto.