Era un día maravilloso para despertarse y Dagmar se desperezó como una gata. A partir de ahora, todo cambiaría. Por fin había conocido a un hombre que acabaría con las habladurías, y las viejas chismosas se atragantarían con su propia risa. La hija de la partera de ángeles y el héroe de la aviación: eso sí que les daría que hablar. Pero a ella le traía sin cuidado, porque iban a irse los dos juntos. No sabía adónde, pero eso no tenía la menor importancia.
Aquella noche, él la había acariciado como nadie. Le había susurrado al oído montones de cosas, palabras que ella no entendía, pero su corazón sabía que eran promesas de su futuro común. El calor de su aliento le había llagado el cuerpo de deseo, hasta el último resquicio, y ella se lo dio todo.
Dagmar se sentó despacio en el borde de la cama, luego se acercó desnuda a la ventana y la abrió de par en par. Fuera trinaban los pajarillos y acababa de salir el sol. Se preguntó dónde estaría Hermann. ¿Habría ido en busca del desayuno?
Fue al baño y se lavó a conciencia. En realidad, no le agradaba la idea de eliminar el olor que le había dejado Hermann en todo el cuerpo, pero al mismo tiempo, quería oler como la rosa más fragante cuando él volviera. Y pronto podría sentir su olor otra vez. Podría seguir inhalando ese aroma toda la vida.
Cuando terminó, se tumbó en la cama a esperarlo, pero tardaba, y notó que la iba colmando la impaciencia. El sol estaba ya más alto al otro lado de la ventana y el canto de los pájaros empezaba a sonar chillón e irritante. ¿Dónde se habría metido Hermann? ¿No se daba cuenta de que lo estaba esperando?
Dagmar se levantó al fin, se vistió y salió de la habitación con la cabeza bien alta. ¿Por qué preocuparse de que la vieran? Muy pronto, todos sabrían cuáles eran las intenciones de Hermann.
La casa entera estaba en calma. Todos dormían la borrachera y, seguramente, seguirían durmiendo unas horas más. Hasta las once no empezarían a despertarse los invitados. Aun así, se oía ruido en la cocina. La servidumbre se levantaba temprano para preparar el desayuno. Después de la fiesta, todos se levantaban con un apetito voraz cuando por fin se despertaban, y para entonces, los huevos tenían que estar cocidos y el café, listo. Con mucho sigilo, asomó la cabeza por la puerta de la cocina. No, ni rastro de Hermann. Una de las cocineras la vio y frunció el entrecejo, pero Dagmar se irguió y cerró la puerta otra vez.
Tras recorrer toda la casa en su busca, bajó al embarcadero. ¿Se le habría ocurrido empezar el día con un baño? Hermann era de complexión atlética; seguramente, habría bajado al embarcadero para entonar el cuerpo nadando unos largos.
Apremió el paso y llegó a la playa casi corriendo. Se diría que los pies fueran flotando por encima de la hierba y, cuando llegó al embarcadero, oteó las aguas con una sonrisa en los labios. Pero se le disipó enseguida. No estaba allí. Miró bien a su alrededor una vez más, pero ni rastro de Hermann en el agua, y tampoco vio la ropa en el embarcadero. Uno de los muchachos que trabajaban para el médico y su mujer apareció caminando despacio.
—¿Puedo ayudarle, señorita? —preguntó de lejos, entornando los ojos al sol. Al acercarse y ver de quién se trataba, se echó a reír—. Pero ¡si es Dagmar! ¿Qué haces aquí a estas horas? Ya me han dicho que esta noche no has dormido con el servicio, que te has estado divirtiendo en otro sitio.
—Cierra la boca, Edvin —dijo—. Estoy buscando al aviador alemán. ¿Lo has visto?
Edvin se metió las manos en los bolsillos.
—¿El aviador? Así que has estado con él, ¿no? —Se echó a reír otra vez, con la misma risa burlona—. ¿Y sabía que se iba a la cama con la hija de una asesina? Claro que a lo mejor a estos extranjeros les parece hasta emocionante.
—¡Calla ya! Y responde a lo que acabo de preguntarte. ¿Lo has visto esta mañana?
Edvin se quedó callado un rato, observándola de pies a cabeza.
—Tú y yo deberíamos quedar alguna vez —dijo al fin, y dio un paso hacia ella—. Nunca hemos tenido la oportunidad de conocernos bien, ¿verdad?
Dagmar lo miró con desprecio. ¡Dios, cómo odiaba a aquellos hombres asquerosos, sin refinamiento ni linaje! No tenían ningún derecho a tocarla con sus sucias manos. Ella se merecía algo mejor. Era digna de una buena vida, sus padres se lo habían dicho muy claro.
—Bueno, ¿qué me respondes? —preguntó—. ¿Es que no me has oído?
Edvin echó un escupitajo y la miró a los ojos sin poder ocultar cómo disfrutaba al decirle:
—Se ha ido.
—¿Qué dices? ¿Adónde iba?
—Esta mañana, muy temprano, recibió un telegrama, tenía que salir con el avión. Se fue en el bote hace dos horas.
A Dagmar se le cortó la respiración.
—¡Estás mintiendo! —Le entraron ganas de darle un puñetazo en la cara.
—Bueno, no me creas si no quieres —dijo Edvin, y se dio la vuelta—. De todos modos, se ha ido.
Ella se quedó mirando al mar, en la dirección en que Hermann se había alejado de la isla, y juró que lo encontraría. Sería suyo, por mucho tiempo que le llevara conseguirlo. Porque así estaba escrito.