No podían verse en el dormitorio del servicio, así que Dagmar aguardaba una señal suya para acudir a su habitación. Ella fue quien hizo la cama y ordenó su alcoba, sin saber que, más tarde, desearía intensamente deslizarse entre aquellas sábanas de algodón tan bonitas.
La fiesta aún estaba en pleno apogeo cuando recibió la señal que esperaba. Él estaba un poco ebrio, tenía el pelo rubio alborotado y los ojos brillantes por el alcohol. Pero no tan borracho como para no poder darle a hurtadillas la llave de su dormitorio. El roce fugaz de su mano le aceleró el corazón y, sin mirarlo, Dagmar se guardó la llave disimuladamente en el bolsillo del delantal. A aquellas alturas, nadie notaría su ausencia, y había personal de servicio suficiente para atender a los invitados.
Aun así, miró a su alrededor antes de abrir la puerta de la habitación de invitados más amplia de la casa y, una vez dentro, se quedó jadeando con la espalda pegada a la puerta. Ante la sola visión de la cama, con las sábanas blancas y la colcha primorosamente doblada, sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Él llegaría en cualquier momento, así que entró a toda prisa en el baño. Se alisó el pelo rápidamente, se quitó el uniforme de servicio y se refrescó debajo del brazo con un poco de agua. Luego se mordió los labios y se pellizcó las mejillas, para que adquirieran el color que sabía que estaba de moda entre las jóvenes de la ciudad.
Cuando oyó que trasteaban el picaporte, se apresuró a volver a la habitación y se sentó en el borde de la cama, con las enaguas por toda vestimenta. Se atusó el pelo, dejándolo caer sobre los hombros, consciente de lo esplendoroso que relucía a la luz suave de la noche estival que entraba por la ventana.
Nada de eso fue en vano. Al verla, él abrió los ojos de par en par y cerró la puerta enseguida. Se quedó unos instantes contemplándola antes de acercarse a la cama, le acarició la barbilla y la empujó hacia arriba para verle la cara. Entonces se inclinó y sus labios se unieron en un beso. Despacio, como queriendo provocarla, fue adentrando la lengua por sus labios entreabiertos.
Dagmar correspondía deseosa a los besos. Jamás le había ocurrido nada semejante, y se sentía como si algún poder divino le hubiese enviado a aquel hombre para que se uniera a ella y la completara. Se le nubló la vista un instante y se le vinieron al pensamiento imágenes del pasado. Los niños, a los que metían en un barreño con un contrapeso encima, hasta que dejaban de moverse. Los policías que llegaron y se llevaron a sus padres. Los cadáveres diminutos que exhumaron del sótano de su casa. La bruja y el padrastro. Los hombres que gemían encima de ella con aquel aliento apestando a alcohol y a tabaco. Todos aquellos que la habían utilizado y se habían burlado de ella: ahora tendrían que pedirle perdón con una reverencia. Al verla caminar al lado de aquel héroe de rubia cabellera, lamentarían cada insulto proferido entre susurros a sus espaldas.
Él fue alzando la enagua lentamente hasta la cintura, y Dagmar levantó los brazos para que pudiera quitarle la prenda. Nada deseaba más que sentir su piel. Fue desabrochando uno a uno los botones de la camisa, y él se la quitó enseguida. Tras haberse deshecho de toda la ropa, que formaba un montón en el suelo, él se tumbó encima de ella. Ya nada los separaba.
Cuando se consumó la unión, Dagmar cerró los ojos. En aquel instante, ya no era la hija de la partera de ángeles. Era una mujer por fin bendecida por el destino.