Fjällbacka, 1919

A Dagmar no se le escapaba que el buen servicio y la belleza no eran las únicas razones por las que la requerían para trabajar en las fiestas de los ricos. La gente nunca murmuraba con la discreción suficiente. Los anfitriones procuraban que se difundiera enseguida el rumor de su identidad, y a aquellas alturas, reconocía más que de sobra las miradas ávidas de habladurías.

—Su madre…, la partera de ángeles… La ahorcaron… —Las palabras atravesaban el aire como avispas, y la picadura dolía, pero ella había aprendido a seguir sonriendo y a fingir que no las oía.

Aquella fiesta no era distinta. Cuando pasaba delante de los invitados, juntaban las cabezas y se hacían señales elocuentes. Una de las señoras se llevó la mano a la boca, aterrorizada, y se quedó mirando con descaro a Dagmar, que servía el vino en las copas. El aviador alemán observaba desconcertado el revuelo que provocaba, Dagmar vio con el rabillo del ojo cómo se inclinaba para hablar con la dama que lo acompañaba a la mesa. La mujer le susurró algo al oído, y Dagmar aguardó expectante su reacción. La mirada del alemán se alteró, pero ella vio el brillo de un destello en sus ojos. La examinó tranquilamente un instante y luego alzó la copa como si brindara a su salud. Dagmar le sonrió y notó que el corazón le latía más rápido.

A medida que pasaban las horas, iba subiendo el volumen del ruido alrededor de la mesa. Empezaba a oscurecer y, aunque la noche estival era templada, algunos de los invitados empezaron a entrar en la casa y a acomodarse en los salones, donde continuaron brindando y bebiendo. Los Sjölin eran espléndidos, y también el aviador parecía haber bebido lo suyo. Dagmar le había llenado la copa varias veces, con la mano temblándole de nerviosismo. La reacción del alemán la sorprendió. Había conocido a muchos hombres, algunos guapos de verdad. La mayoría sabían exactamente qué tenían que decir y cómo debían tocar a una mujer, pero ninguno le había provocado aquel sentimiento ardiente en las entrañas.

Cuando fue a llenarle la copa otra vez, la rozó con la mano. Nadie pareció darse cuenta, y Dagmar puso todo su empeño en fingir indiferencia, pero sacó el pecho un poco más.

Wie heissen Sie? —dijo el alemán mirándola a los ojos.

Dagmar no lo entendía, pues no hablaba ninguna lengua extranjera.

—¿Cómo se llama? —farfulló un hombre que estaba sentado enfrente del aviador—. Quiere saber cómo se llama. Dígaselo al aviador, y luego viene a sentarse en mis rodillas un rato. Así sabrá lo que es un hombre de verdad… —El hombre se echó a reír, mientras se daba palmadas en los rollizos muslos.

Dagmar arrugó la nariz y se volvió de nuevo al alemán.

—Dagmar —dijo—. Me llamo Dagmar.

—Dagmar —repitió el alemán. Luego se señaló la pechera de la camisa con un gesto exagerado—. Hermann —dijo—. Ich heisse Hermann.

Al cabo de unos segundos, el aviador levantó la mano y se la puso en la nuca, y Dagmar notó que se le erizaba la piel. Él volvió a decir algo en alemán y ella miró al hombre gordo.

—Dice que le gustaría saber cómo te queda el pelo suelto. —Al hombre se le escapó otra risotada, como si hubiera dicho algo graciosísimo.

Dagmar se llevó la mano al moño de forma instintiva. Tenía el pelo rubio y tan abundante que no lograba dominarlo, y le salían varios rizos que se obstinaban en quedar fuera del peinado.

—Pues ya puede sentarse a esperar. Dígaselo —respondió, y se dio media vuelta para alejarse de allí.

El gordo se rio otra vez, y dijo varias frases largas en alemán. El aviador no se rio y, mientras le daba la espalda, Dagmar volvió a sentir su mano en la nuca. El alemán le quitó la peineta que sujetaba el pelo y la melena cayó y le cubrió la espalda.

Despacio y muy rígida, Dagmar se volvió de nuevo hacia él. El aviador alemán y ella se observaron unos instantes, mientras resonaban las risotadas del hombre gordo. Y alcanzaron un acuerdo tácito, y con el pelo aún suelto, Dagmar se encaminó a la casa, donde los invitados alteraban la paz de la noche con sus risas y sus historias.