Por fin era libre. Le habían dado un puesto de criada en una finca de Hamburgsund y no tendría que aguantar ni a su madre de acogida ni a los odiosos de sus hijos. Y mucho menos al padre. Sus visitas nocturnas eran cada vez más frecuentes a medida que ella crecía y se desarrollaba físicamente. Desde que empezó a tener la menstruación, vivía presa del terror ante la posibilidad de concebir un hijo. Un niño era lo último que deseaba. No tenía la menor intención de acabar como esas muchachas timoratas y llorosas que llamaban a la puerta de su madre con un bulto sollozando en el regazo. Ya de niña aprendió a despreciarlas, a despreciar su debilidad y su resignación.
Dagmar recogió sus pertenencias. No le quedaba nada de la casa de sus padres, y en la casa de acogida no le habían dado nada de valor que llevar consigo. Pero no pensaba irse con las manos vacías. Entró a hurtadillas en el dormitorio de los padres de acogida. En una lata, debajo de la cama, muy pegada a la pared del fondo, guardaba la madre unas joyas que había heredado de su madre. Dagmar se tumbó en el suelo y sacó la caja. La madre de acogida había ido a Fjällbacka y los niños estaban jugando en el jardín, así que nadie la molestaría.
Abrió la tapa y sonrió satisfecha. Allí había una cantidad suficiente de objetos valiosos para proporcionarle seguridad durante un tiempo, y se alegraba de pensar que la bruja sufriría con la pérdida de sus joyas.
—¿Pero qué haces? —La voz del padre en el umbral la sobresaltó.
Dagmar creía que estaba en el cobertizo. El corazón se le encogió en el pecho un instante, pero luego sintió que la invadía la calma. Nada iba a estropear sus planes.
—¿A ti qué te parece? —dijo, sacó las joyas de la caja y se las guardó en la faltriquera.
—¿Estás loca, muchacha? ¡Estás robando las joyas! —Dio un paso al frente, pero ella levantó la mano.
—Exacto. Y te aconsejo que no trates de impedírmelo. Porque entonces me iré derecha al jefe de Policía, y le contaré lo que me has hecho.
—¡No te atreverás! —Cerró los puños, y se le iluminó el semblante—. Además, ¿quién iba a creer a la hija de la partera de ángeles?
—Puedo ser muy convincente. Y empezarán las habladurías en la comarca más rápido de lo que tú crees.
Al hombre se le ensombreció de nuevo el semblante, parecía dudar y ella decidió darle un empujoncito.
—Tengo una propuesta. Cuando mi querida madrastra descubra que las joyas han desaparecido, tú harás lo posible por tranquilizarla y hacerle comprender que debería dejarlo correr. Si me lo prometes, te daré un premio antes de irme.
Dagmar se acercó a él. Le tocó el sexo y empezó a acariciarlo. Al granjero se le iluminaron los ojos, y ella supo que lo tenía en sus manos.
—¿Estamos de acuerdo? —preguntó Dagmar, y empezó a desabrocharle el pantalón.
—Estamos de acuerdo —dijo el padrastro, le puso la mano en la cabeza y la empujó hacia abajo.